A los dirigentes no siempre los podemos juzgar por las obras que conocemos. Imaginemos, por ejemplo, a un precavido legislador estadounidense que, meses antes del 11 de septiembre de 2001, propusiera una ley obligando a las aerolíneas a instalar cerraduras y puertas blindadas en las cabinas de los aviones.
El precavido legislador tendría que enfrentarse al lobby de las aerolíneas y de los fabricantes de aviones, que verían en la medida un sobrecosto injustificado. Los sindicatos de pilotos y auxiliares de vuelo le reclamarían la incomodidad para entrar y salir de la cabina. Y seguramente sería ridiculizado por gastar tiempo y dinero en semejante norma inútil, habiendo tanta cosa importante por hacer.
Pero supongamos que además de precavido el legislador fuera persistente, y que a pesar de las críticas lograra instaurar la ley. Sin que nadie —ni él— se enterase, habría impedido los atentados de septiembre. Pero nuestro precavido legislador seguramente sería recordado por fastidioso, no por haber salvado miles de vidas en una catástrofe que nunca ocurriría.
El ejemplo anterior es de Nassim Taleb, un inversionista libanés que se hizo famoso por anticipar la crisis financiera de 2008, e ilustra bien la ceguera que compartimos todos los seres humanos frente a desenlaces posibles de la historia que por omisión, previsión, o azar, no llegan a suceder.
Como nunca supimos del desastre que no fue, no tenemos motivos para reconocer méritos en la acción y la persona que lo evitaron. Así, muchos actos modestos que previenen tragedias pasan desapercibidos, mientras que las autopistas, los “megacolegios” y los centros de salud son para el dirigente oportunidades para dar discursos y aparecer en la prensa. También muchos elefantes blancos permiten fotografiarse cortando cintas inaugurales a costa del erario, mientras que las obras pequeñas que conservan la infraestructura —invisibles para el público y muchas veces botín de los contratistas— no generan réditos políticos.
Kurt Vonnegut, un gran novelista del siglo pasado que veía la solución a los problemas de la sociedad en la constancia y la buena fe del ciudadano común y no en los gestos rimbombantes del prohombre, decía con acierto que “un defecto en el carácter humano es que todos quieren construir y nadie quiere hacer mantenimiento”.
En algún momento desconocido del pasado de nuestro departamento, alguna de esas ingratas tareas de mantenimiento no se llevó a cabo. De aquellos polvos, estos lodos. Como una deuda ignorada que acumula intereses hasta que se vuelve impagable, esas omisiones inicialmente minúsculas con los años se acrecientan, hasta que es demasiado tarde para repararlas. Cuando la naturaleza llegó a cobrar, castigó con furia nuestra desidia.
La reconstrucción deberá ser conducida con sobriedad y vigilancia. Las metas ambiciosas —que son necesarias— son ocasión para el despilfarro, de manera que hay que declarar abierta la temporada de caza del paquidermo pálido, para que esa bestia no venga a posar sus patas en el sur del Atlántico. Pero lo principal, la promesa colectiva de año nuevo que tenemos la obligación de cumplir, es que nunca más se nos olvide que hay tanto o más heroísmo en el que mantiene como en el que construye; y que son pequeñas obras invisibles, metódicas, responsables, las que evitan que se caigan los puentes, que se agrieten las vías y que se rompan los diques.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 27 de diciembre de 2010.
Bitácora sobre ciencia, tecnología y otros temas desde Barranquilla, ciudad entrópica-tropical.
lunes, 27 de diciembre de 2010
lunes, 20 de diciembre de 2010
Tiempos modernos
Mark Zuckerberg: ¿hombre del año?
Bueno, por qué no: es un signo de los tiempos. En 2010 se firmó el certificado de defunción de la vida privada y Zuckerberg fue uno de los autores intelectuales de esa muerte. Y al paso que van las cosas, me temo que el creador de Facebook liquidará también otra cualidad vital de nuestra existencia: el ritmo humano del tiempo.
Facebook es un universo de banalidades, de actualizaciones sin interés, de chistes babosos, de pésima fotografía, y de comentarios que reducen el espectro de las emociones humanas a interjecciones y onomatopeyas. Pero no sería ni más importante ni más dañino que las páginas de sociedad de los periódicos si no fuera porque nos está haciendo cada vez menos humanos y más autómatas.
Nuestro cerebro percibe fácilmente las propiedades físicas que hacen parte de nuestro entorno y de nuestra experiencia como organismo, y con dificultad las demás. Un metro nos es más inteligible que un año luz, por ejemplo, porque es una medida a la escala de las cosas que encontramos en la vida; el año luz no. Una libra la entendemos; un microgramo nos cuesta trabajo. Percibimos como veloces los cien kilómetros por hora, pero no nos cabe en la cabeza la celeridad con la que un rayo atraviesa el cielo y pega en la tierra.
Con el paso del tiempo nos sucede lo mismo. Biológicamente estamos adaptados a la oscilación del alba y del ocaso; a los tiempos de la siembra y de la cosecha; al transcurrir de los años; a los compases de la percusión. Son los ritmos de los cambios que definen la vida humana, pero el Facebook de Zuckerberg y sus descendientes, como Twitter, los están trastocando.
El Internet solía ser un lugar al que íbamos cuando queríamos hacer una consulta o contestar un correo. Ahora, por culpa del modelo de actualizaciones inmediatas de las redes sociales, es una cacofonía imparable de seudo-noticias, cada una acompañada de su pequeño ‘bip’ mental de distracción que impide reflexionar entre una y otra.
Es el ritmo de la máquina. Y para participar en el supuesto ‘diálogo’ de las redes sociales —que más parece cháchara de cóctel— estamos obligados a comportarnos como máquinas: veloces, pero brutos. Alguien dice algo. Uno lee, reacciona, responde. ¿Le gusta? ¿No le gusta? Bip. Alguien está contenta. Se ríe en letras. Jajaja. Bip. Llega otro mensaje. Alguien cumple años. Se le felicita. Bip.
A veces quisiera uno detenerse a divagar un poco, a analizar lo que se lee, a pensar antes de contestar, a recordar que lo humano es, precisamente, que a uno se le olviden los cumpleaños, pero—
Bip.
Las redes sociales me recuerdan al agobiado obrero que interpreta Charlie Chaplin en la película Tiempos modernos, que lucha por apretar tuercas en una línea de producción cuyo ritmo no puede sostener. Al final se enreda en los engranajes de la máquina, sufre un colapso mental y por poco destruye la fábrica. Si algo entendió Zuckerberg al soltar su gran experimento cognitivo al mundo es que en el fondo del hombre moderno mora un homúnculo narciso y chaplinesco dispuesto entregar su intimidad, su tiempo y algo de su humanidad por complacer a esa máquina, a cambio de recibir microgramos de atención para paliar la soledad y el tedio.
El hombre del año entrevió cómo tejer, del material de nuestras vanidades y carencias, una red; y como hacer de esa red un negocio. Dado que esa es la condición humana actual, tiene cierta lógica —si bien no tanto mérito— que se le erija como uno de los protagonistas de nuestra era.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 20 de diciembre de 2010.
Bueno, por qué no: es un signo de los tiempos. En 2010 se firmó el certificado de defunción de la vida privada y Zuckerberg fue uno de los autores intelectuales de esa muerte. Y al paso que van las cosas, me temo que el creador de Facebook liquidará también otra cualidad vital de nuestra existencia: el ritmo humano del tiempo.
Facebook es un universo de banalidades, de actualizaciones sin interés, de chistes babosos, de pésima fotografía, y de comentarios que reducen el espectro de las emociones humanas a interjecciones y onomatopeyas. Pero no sería ni más importante ni más dañino que las páginas de sociedad de los periódicos si no fuera porque nos está haciendo cada vez menos humanos y más autómatas.
Nuestro cerebro percibe fácilmente las propiedades físicas que hacen parte de nuestro entorno y de nuestra experiencia como organismo, y con dificultad las demás. Un metro nos es más inteligible que un año luz, por ejemplo, porque es una medida a la escala de las cosas que encontramos en la vida; el año luz no. Una libra la entendemos; un microgramo nos cuesta trabajo. Percibimos como veloces los cien kilómetros por hora, pero no nos cabe en la cabeza la celeridad con la que un rayo atraviesa el cielo y pega en la tierra.
Con el paso del tiempo nos sucede lo mismo. Biológicamente estamos adaptados a la oscilación del alba y del ocaso; a los tiempos de la siembra y de la cosecha; al transcurrir de los años; a los compases de la percusión. Son los ritmos de los cambios que definen la vida humana, pero el Facebook de Zuckerberg y sus descendientes, como Twitter, los están trastocando.
El Internet solía ser un lugar al que íbamos cuando queríamos hacer una consulta o contestar un correo. Ahora, por culpa del modelo de actualizaciones inmediatas de las redes sociales, es una cacofonía imparable de seudo-noticias, cada una acompañada de su pequeño ‘bip’ mental de distracción que impide reflexionar entre una y otra.
Es el ritmo de la máquina. Y para participar en el supuesto ‘diálogo’ de las redes sociales —que más parece cháchara de cóctel— estamos obligados a comportarnos como máquinas: veloces, pero brutos. Alguien dice algo. Uno lee, reacciona, responde. ¿Le gusta? ¿No le gusta? Bip. Alguien está contenta. Se ríe en letras. Jajaja. Bip. Llega otro mensaje. Alguien cumple años. Se le felicita. Bip.
A veces quisiera uno detenerse a divagar un poco, a analizar lo que se lee, a pensar antes de contestar, a recordar que lo humano es, precisamente, que a uno se le olviden los cumpleaños, pero—
Bip.
Las redes sociales me recuerdan al agobiado obrero que interpreta Charlie Chaplin en la película Tiempos modernos, que lucha por apretar tuercas en una línea de producción cuyo ritmo no puede sostener. Al final se enreda en los engranajes de la máquina, sufre un colapso mental y por poco destruye la fábrica. Si algo entendió Zuckerberg al soltar su gran experimento cognitivo al mundo es que en el fondo del hombre moderno mora un homúnculo narciso y chaplinesco dispuesto entregar su intimidad, su tiempo y algo de su humanidad por complacer a esa máquina, a cambio de recibir microgramos de atención para paliar la soledad y el tedio.
El hombre del año entrevió cómo tejer, del material de nuestras vanidades y carencias, una red; y como hacer de esa red un negocio. Dado que esa es la condición humana actual, tiene cierta lógica —si bien no tanto mérito— que se le erija como uno de los protagonistas de nuestra era.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 20 de diciembre de 2010.
viernes, 17 de diciembre de 2010
La revencha de los nerds
Antes, cuando decíamos “guerra de información”, nos referíamos a un aspecto de las guerras convencionales, uno que en la mayoría de los casos era más apropiado llamar de “desinformación”. Los desembarcos en Francia en 1944, por ejemplo, no hubieran sido posibles sin la Operación “Fortaleza”, un teatro de desinformación que con mensajes falsos de radio, filtraciones ficticias a canales diplomáticos, aviones de utilería y tanques de guerra inflables, confundió tanto a los alemanes que cuando llegó la invasión real por donde nadie la esperaba, en Normandía, los encontró defendiendo posiciones equivocadas desde el Paso de Calais, en el extremo norte de Francia, hasta las costas escandinavas. Fue una de las pantomimas más exitosas en la historia de la guerra; le significó a los Aliados una ventaja que, aunque precaria, fue decisiva para la Liberación.
A pesar de su apariencia moderna, las revelaciones de secretos diplomáticos de Estados Unidos que ha hecho WikiLeaks hacen parte de esa historia tradicional de la hostilidad, con tres particularidades. La primera es que en este caso no se utilizaron mentiras sino verdades para atacar al adversario. La segunda es que el atacante no fue un estado, sino un grupo sin afiliación nacional. La tercera es que el ataque no ha sido muy exitoso: hasta ahora le ha hecho más daño a terceras personas y países que a la imagen de su pretendido objetivo, EEUU.
En cambio, una nueva arma, esta sí enteramente moderna, se cierne sobre el mundo. No ataca por medio del contenido de la información, sino con su sustancia misma—con su materialidad electrónica. En esta nueva guerra de información pura los bits son balas, y el internet la parábola que guía al proyectil al objetivo.
Hace unos meses supimos de Stuxnet, un virus informático que alguna entidad —los indicios apuntan a Israel— liberó para que de manera quirúrgica y silenciosa neutralizara centrales nucleares en Irán. Después de una temporada de especulaciones ese país reconoció el ataque, que habría infectado y desactivado cerca de treinta mil de sus computadores.
Un nuevo caso surgió como respuesta a la decisión de algunas empresas de terminar sus relaciones comerciales con WikiLeaks. PayPal, Visa y MasterCard recibían donaciones para la organización, el banco suizo PostFinance albergaba sus cuentas, y Amazon almacenaba sus bases de datos. Seguramente presionadas por EEUU, todas anunciaron que dejarían de prestarle sus servicios.
Eso desató la ciberguerra. Un colectivo internacional de programadores, de número e identidad desconocidos y haciéndose llamar “Anonymous”, lanzó bajó el símbolo de un barco pirata la Operación “Venganza” para desagraviar a WikiLeaks. El ataque consiste en abrumar de tráfico los sitios de las empresas para paralizarlos e impedir las transacciones. Los afectados no dan detalles, por lo que no sabe qué tan exitosos han sido los ataques, pero sus sitios en la red han quedado fuera de servicio intermitentemente.
Este año será recordado por el primer mundial de fútbol africano y por el deshonroso derrame de petróleo en el Golfo de México; por el resquebrajamiento de la eurozona con sendas crisis en Grecia e Irlanda; por el terremoto en Haití, las inundaciones en Pakistán, y la hecatombe invernal en nuestro país. Pero los historiadores de la guerra lo señalaran, sobre todo, por el surgimiento de un nuevo ámbito para la agresión.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 13 de diciembre de 2010.
A pesar de su apariencia moderna, las revelaciones de secretos diplomáticos de Estados Unidos que ha hecho WikiLeaks hacen parte de esa historia tradicional de la hostilidad, con tres particularidades. La primera es que en este caso no se utilizaron mentiras sino verdades para atacar al adversario. La segunda es que el atacante no fue un estado, sino un grupo sin afiliación nacional. La tercera es que el ataque no ha sido muy exitoso: hasta ahora le ha hecho más daño a terceras personas y países que a la imagen de su pretendido objetivo, EEUU.
En cambio, una nueva arma, esta sí enteramente moderna, se cierne sobre el mundo. No ataca por medio del contenido de la información, sino con su sustancia misma—con su materialidad electrónica. En esta nueva guerra de información pura los bits son balas, y el internet la parábola que guía al proyectil al objetivo.
Hace unos meses supimos de Stuxnet, un virus informático que alguna entidad —los indicios apuntan a Israel— liberó para que de manera quirúrgica y silenciosa neutralizara centrales nucleares en Irán. Después de una temporada de especulaciones ese país reconoció el ataque, que habría infectado y desactivado cerca de treinta mil de sus computadores.
Un nuevo caso surgió como respuesta a la decisión de algunas empresas de terminar sus relaciones comerciales con WikiLeaks. PayPal, Visa y MasterCard recibían donaciones para la organización, el banco suizo PostFinance albergaba sus cuentas, y Amazon almacenaba sus bases de datos. Seguramente presionadas por EEUU, todas anunciaron que dejarían de prestarle sus servicios.
Eso desató la ciberguerra. Un colectivo internacional de programadores, de número e identidad desconocidos y haciéndose llamar “Anonymous”, lanzó bajó el símbolo de un barco pirata la Operación “Venganza” para desagraviar a WikiLeaks. El ataque consiste en abrumar de tráfico los sitios de las empresas para paralizarlos e impedir las transacciones. Los afectados no dan detalles, por lo que no sabe qué tan exitosos han sido los ataques, pero sus sitios en la red han quedado fuera de servicio intermitentemente.
Este año será recordado por el primer mundial de fútbol africano y por el deshonroso derrame de petróleo en el Golfo de México; por el resquebrajamiento de la eurozona con sendas crisis en Grecia e Irlanda; por el terremoto en Haití, las inundaciones en Pakistán, y la hecatombe invernal en nuestro país. Pero los historiadores de la guerra lo señalaran, sobre todo, por el surgimiento de un nuevo ámbito para la agresión.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 13 de diciembre de 2010.
lunes, 6 de diciembre de 2010
La insoportable levedad del wiki
Antes del escándalo provocado por la filtración de miles de secretos del gobierno estadounidense por el sitio de internet WikiLeaks, mi preocupación con el tema de los wikis había sido meramente fonética. Un wiki es un compendio de información hecho por cientos o miles de autores que se editan y se corrigen los unos a los otros; el mayor y más conocido es Wikipedia, una gigantesca enciclopedia viviente que se actualiza a diario y que millones consultamos con regularidad. Todo eso estaba muy bien. Pero en cambio me parecía poco serio tener que andar por ahí diciendo “¡Wiki!”, que más que a revolución informativa me sonaba a nombre de mascota o a onomatopeya de algún canto aviar.
Con la aparición de WikiLeaks —una especie de enciclopedia de chismes corporativos y gubernamentales—, la ridícula palabrita ha perdido su inocencia. Para el Departamento de Estado es el sonido del terror mismo.
Como ciudadanos de cualquier país del mundo, nos debería preocupar que WikiLeaks no parece ser una organización neutral. Su creador, el misterioso Julian Assange, no oculta sus filiaciones anárquicas y de izquierda. Nada de malo hay en ello, pero una organización que se autoproclama defensora de “la verdad” no puede aplicar sesgos ideológicos a la información. Me pregunto, por ejemplo, si WikiLeaks filtrará secretos cuando estos sirvan para apoyar causas no “progresistas”, como los correos electrónicos revelados por un hacker anónimo en noviembre de 2009 que cuestionaban los resultados de ciertos estudios esenciales para demostrar el calentamiento global.
Pero mi mayor preocupación es con los métodos con que WikiLeaks obtiene sus propósitos. El arte del chisme requiere dos cosas: información y distribución. Sitios como WikiLeaks hacen de lo segundo —la distribución masiva de información— algo sencillo. Lo primero —la obtención de los datos— está garantizado por la tecnología que nos rodea.
El informante de WikiLeaks sustrajo y almacenó los documentos de una red de alta seguridad del ejercito de EEUU usando una memoria USB: un artículo que por menos de cuarenta mil pesos se compra en cualquier almacén de cadena. Para esconderlos tuvo la única precaución de pasarlos a un CD marcado “Lady Gaga”. Si así se burla la seguridad estatal de la nación más poderosa de la Tierra, ¿qué nos espera a los ciudadanos comunes y corrientes, y a los países pobres y atrasados?
Nos espera, tal vez, un mundo en el que la privacidad claudique ante los embates de la tecnología. En 1985, mucho antes del internet y de los wikis, el novelista checo Milan Kundera dijo: “Vivimos en una era en la que la vida privada está siendo destruida. La policía la destruye en los países comunistas, los periodistas la amenazan en los países democráticos, y poco a poco la misma gente pierde el gusto por la vida privada y el sentido de ella. La vida cuando no se puede ocultar de los ojos de los demás—ese es el infierno. Sin secretos nada es posible—ni el amor, ni la amistad.”
Kundera sabía por qué lo decía. La mitad de su vida había transcurrido bajo la vigilancia de su propio gobierno, en una Praga llena de espías y de micrófonos. En cualquier amigo se ocultaba un delator. Hasta una broma en privado, entre amigos, podía ser filtrada al Partido y castigada con prisión y trabajos forzados. Predominaba la desconfianza.
La erosión de nuestro fuero más íntimo es la erosión de nuestra humanidad misma. Por eso, cualquier beneficio de la chismografía digital para la veeduría ciudadana debe ser recibido con interés, pero también con recelo. "Pueblo chico, infierno grande", dice el refrán. No olvidemos que la red hace de todo el planeta un pueblo chico.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 6 de diciembre de 2010.
Con la aparición de WikiLeaks —una especie de enciclopedia de chismes corporativos y gubernamentales—, la ridícula palabrita ha perdido su inocencia. Para el Departamento de Estado es el sonido del terror mismo.
Como ciudadanos de cualquier país del mundo, nos debería preocupar que WikiLeaks no parece ser una organización neutral. Su creador, el misterioso Julian Assange, no oculta sus filiaciones anárquicas y de izquierda. Nada de malo hay en ello, pero una organización que se autoproclama defensora de “la verdad” no puede aplicar sesgos ideológicos a la información. Me pregunto, por ejemplo, si WikiLeaks filtrará secretos cuando estos sirvan para apoyar causas no “progresistas”, como los correos electrónicos revelados por un hacker anónimo en noviembre de 2009 que cuestionaban los resultados de ciertos estudios esenciales para demostrar el calentamiento global.
Pero mi mayor preocupación es con los métodos con que WikiLeaks obtiene sus propósitos. El arte del chisme requiere dos cosas: información y distribución. Sitios como WikiLeaks hacen de lo segundo —la distribución masiva de información— algo sencillo. Lo primero —la obtención de los datos— está garantizado por la tecnología que nos rodea.
El informante de WikiLeaks sustrajo y almacenó los documentos de una red de alta seguridad del ejercito de EEUU usando una memoria USB: un artículo que por menos de cuarenta mil pesos se compra en cualquier almacén de cadena. Para esconderlos tuvo la única precaución de pasarlos a un CD marcado “Lady Gaga”. Si así se burla la seguridad estatal de la nación más poderosa de la Tierra, ¿qué nos espera a los ciudadanos comunes y corrientes, y a los países pobres y atrasados?
Nos espera, tal vez, un mundo en el que la privacidad claudique ante los embates de la tecnología. En 1985, mucho antes del internet y de los wikis, el novelista checo Milan Kundera dijo: “Vivimos en una era en la que la vida privada está siendo destruida. La policía la destruye en los países comunistas, los periodistas la amenazan en los países democráticos, y poco a poco la misma gente pierde el gusto por la vida privada y el sentido de ella. La vida cuando no se puede ocultar de los ojos de los demás—ese es el infierno. Sin secretos nada es posible—ni el amor, ni la amistad.”
Kundera sabía por qué lo decía. La mitad de su vida había transcurrido bajo la vigilancia de su propio gobierno, en una Praga llena de espías y de micrófonos. En cualquier amigo se ocultaba un delator. Hasta una broma en privado, entre amigos, podía ser filtrada al Partido y castigada con prisión y trabajos forzados. Predominaba la desconfianza.
La erosión de nuestro fuero más íntimo es la erosión de nuestra humanidad misma. Por eso, cualquier beneficio de la chismografía digital para la veeduría ciudadana debe ser recibido con interés, pero también con recelo. "Pueblo chico, infierno grande", dice el refrán. No olvidemos que la red hace de todo el planeta un pueblo chico.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 6 de diciembre de 2010.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
Carros a pilas
Gracias a los economistas sabemos que no hay almuerzo gratis, pero con frecuencia lo olvidamos—sobre todo frente al entusiasmo que producen ciertas nuevas tecnologías. Desde el colegio aprendimos que la energía no puede ser creada ni destruida, tan solo transformada. Y, sin embargo, esa ley universal es la primera en ser ignorada por los proponentes de tecnologías “verdes”. Observe el lector, por ejemplo, los paroxismos ecológicos que producen los nuevos carros eléctricos como los que se mostraron este mes en Salón del Automóvil en Bogotá.
El auto eléctrico presenta muchas ventajas interesantes (y también muchos obstáculos aún no salvados respecto a cómo sacarlos al mercado), pero sus bondades ecológicas dependerán de otros factores. Desde un punto de vista energético, al pasarnos a vehículos eléctricos lo que hacemos es trasladar la generación de energía del motor del vehículo —cuyas exhalaciones de gases de azufre y de carbono son lo que buscamos eliminar— a una fábrica que produce la electricidad con la que recargamos la batería del carro cada noche. Por tanto, los carros eléctricos son tan verdes como lo sea la electricidad que los alimenta.
En Colombia la mayor parte de nuestra electricidad viene de fuentes hídricas que son, en principio, menos dañinas para el medio ambiente que la generación térmica a base de la quema de gas o de carbón. No obstante, para convertirnos masivamente a transporte eléctrico habrá que ampliar la capacidad hidroeléctrica del país, lo que no está exento de consecuencias ambientales y sociales. Ecosistemas enteros tendrán que ser inundados para la construcción de represas; poblaciones ancestrales tendrán que ser desplazadas de sus territorios a la fuerza. El paso del vehículo de gasolina al carro eléctrico consiste, en gran parte, en tapar un problema para crear otros en otro lado.
Lo que realmente lograría satisfacer las necesidades de transporte del futuro sin un aumento proporcional en la contaminación es algo que ya está inventado hace mucho tiempo y que no exige tecnologías sofisticadas para su concreción. Para maximizar el número de pasajeros transportados y de kilómetros recorridos por unidad de combustible quemado o por kilovatio de electricidad consumido, nada supera al bus, al tren, y al metro. El debate de motor eléctrico versus motor de combustión es menos importante que la creación de sistemas de transporte masivo que sean limpios, puntuales, y dignos—que al ciudadano le produzca agrado y orgullo utilizar. La solución no está en aumentar los carros a pilas, sino en reducir las pilas de carros.
Si miramos los proyectos en curso, el panorama es poco alentador. El metro de Bogotá —única obra que justificaría para los bogotanos haber soportado la por demás nefasta administración actual— acaba de ser declarado muerto in utero por fuentes del gobierno, la academia, y el Banco Mundial. En nuestra ciudad, el Transmetro, a pesar de sus problemas, produce evidentes beneficios, como la utilización —¡por fin!— de paraderos, y la desactivación de la guerra del centavo. Pero no se ha acompañado de una reducción significativa en el número buses viejos, humeantes y tetánicos, que andan por nuestras calles, por lo que en lugar de disminuir el impacto ambiental, lo agrava. Fortalecer la voluntad política para hacer eficaz el transporte público es más fructífero que ilusionarse con tecnologías milagrosas que solucionen problemas que nuestra sociedad no ha estado a la altura de resolver.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 29 de noviembre de 2010.
El auto eléctrico presenta muchas ventajas interesantes (y también muchos obstáculos aún no salvados respecto a cómo sacarlos al mercado), pero sus bondades ecológicas dependerán de otros factores. Desde un punto de vista energético, al pasarnos a vehículos eléctricos lo que hacemos es trasladar la generación de energía del motor del vehículo —cuyas exhalaciones de gases de azufre y de carbono son lo que buscamos eliminar— a una fábrica que produce la electricidad con la que recargamos la batería del carro cada noche. Por tanto, los carros eléctricos son tan verdes como lo sea la electricidad que los alimenta.
En Colombia la mayor parte de nuestra electricidad viene de fuentes hídricas que son, en principio, menos dañinas para el medio ambiente que la generación térmica a base de la quema de gas o de carbón. No obstante, para convertirnos masivamente a transporte eléctrico habrá que ampliar la capacidad hidroeléctrica del país, lo que no está exento de consecuencias ambientales y sociales. Ecosistemas enteros tendrán que ser inundados para la construcción de represas; poblaciones ancestrales tendrán que ser desplazadas de sus territorios a la fuerza. El paso del vehículo de gasolina al carro eléctrico consiste, en gran parte, en tapar un problema para crear otros en otro lado.
Lo que realmente lograría satisfacer las necesidades de transporte del futuro sin un aumento proporcional en la contaminación es algo que ya está inventado hace mucho tiempo y que no exige tecnologías sofisticadas para su concreción. Para maximizar el número de pasajeros transportados y de kilómetros recorridos por unidad de combustible quemado o por kilovatio de electricidad consumido, nada supera al bus, al tren, y al metro. El debate de motor eléctrico versus motor de combustión es menos importante que la creación de sistemas de transporte masivo que sean limpios, puntuales, y dignos—que al ciudadano le produzca agrado y orgullo utilizar. La solución no está en aumentar los carros a pilas, sino en reducir las pilas de carros.
Si miramos los proyectos en curso, el panorama es poco alentador. El metro de Bogotá —única obra que justificaría para los bogotanos haber soportado la por demás nefasta administración actual— acaba de ser declarado muerto in utero por fuentes del gobierno, la academia, y el Banco Mundial. En nuestra ciudad, el Transmetro, a pesar de sus problemas, produce evidentes beneficios, como la utilización —¡por fin!— de paraderos, y la desactivación de la guerra del centavo. Pero no se ha acompañado de una reducción significativa en el número buses viejos, humeantes y tetánicos, que andan por nuestras calles, por lo que en lugar de disminuir el impacto ambiental, lo agrava. Fortalecer la voluntad política para hacer eficaz el transporte público es más fructífero que ilusionarse con tecnologías milagrosas que solucionen problemas que nuestra sociedad no ha estado a la altura de resolver.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 29 de noviembre de 2010.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
De la narración al collage
A todos los que vivimos parte de nuestra vida en la era pre-internet nos está pasando: nuestra capacidad de concentración no es la que era antes. El modelo reinante de acceso a la información se ha vuelto push —“empujar”, en inglés— en lugar de pull —“halar”—, lo que significa que en vez de ser nosotros los que buscamos la información, ella es la que nos encuentra. A diario se acumulan los mensajes en el buzón electrónico. En Twitter y en Facebook una agencia personalizada de prensa nos mantiene al tanto de los acontecimientos en las vidas de nuestros amigos y conocidos. Y el celular y el computador se encargan de que cada seudonoticia alcance su máximo potencial de distracción.
No obstante, la red no es culpable por si sola de nuestro déficit de atención. Desde finales de los sesentas la neurología empezó a entender que el cerebro humano es un órgano mucho más plástico de lo que se había creído hasta entonces. Las vías cerebrales pueden en cierta manera reprogramarse, debilitando algunas conexiones y fortaleciendo otras. Nuestra manera de absorber el mundo a través de los medios digitales sin duda está recableando nuestro cerebro, imprimiendo cambios profundos en la cognición y la cultura.
Marshall McLuhan, sin apelar a la neurología, lo entendió perfectamente cuando dijo que “el medio es el mensaje”. Para McLuhan el “contenido” de los medios —la noticia, la fotografía, la canción, la entrevista— es un señuelo que distrae la mente, mientras el medio en si —la prensa, la radio, la TV, el internet—, por sus características tecnológicas y por las formas como presenta y estructura la información, modifica lo que somos como personas y como sociedad. No es lo mismo ser un hombre de la Edad Media que un hombre de la era de la imprenta. No es lo mismo una mujer de la era de la TV que una de la era del internet. Sus maneras de pensar son tan distintas —no por lo que piensan, sino por cómo lo piensan— que difícilmente pueden entenderse.
¿Cómo será el individuo producto de la era actual? Es temprano para sacar conclusiones, pero algunos elementos ya están claros. Mientras los libros, la radio, y hasta la misma TV, favorecen un lectura lineal del mundo, en el planeta digital la información es inconexa. En la red se salta de página en página, de dato en dato. Se pierde paciencia para el texto largo y la argumentación articulada. En el mundo pre-internet la manera dominante de estructurar la información era narrativa; en el actual es el collage.
Sin pretender hacer admoniciones en contravía del espíritu de nuestro tiempo, me parece que una de las habilidades más valiosas que habremos de desarrollar —y de enseñarle a nuestros hijos desde temprano— es la de saber cómo desconectarse. Por más divertidos que sean los artefactos culturales que predominan en la red —productos ingeniosos del talento audiovisual y del diseño gráfico—, las obras cumbres de la creatividad y del pensamiento humano surgieron de circunstancias propicias a la concentración, la reflexión y el discurso. No sabemos aún qué tipo de pensamiento surgirá de nuestro paisaje fragmentario, pero si en él se atrofian los canales neuroquímicos que durante siglos evolucionamos para permitir el pensamiento profundo, en el futuro el lujo más grande serán las zonas de desconexión, a cuya entrada se deberá colgar un aviso que advierta: “Silencio, hombres pensando.”
No obstante, la red no es culpable por si sola de nuestro déficit de atención. Desde finales de los sesentas la neurología empezó a entender que el cerebro humano es un órgano mucho más plástico de lo que se había creído hasta entonces. Las vías cerebrales pueden en cierta manera reprogramarse, debilitando algunas conexiones y fortaleciendo otras. Nuestra manera de absorber el mundo a través de los medios digitales sin duda está recableando nuestro cerebro, imprimiendo cambios profundos en la cognición y la cultura.
Marshall McLuhan, sin apelar a la neurología, lo entendió perfectamente cuando dijo que “el medio es el mensaje”. Para McLuhan el “contenido” de los medios —la noticia, la fotografía, la canción, la entrevista— es un señuelo que distrae la mente, mientras el medio en si —la prensa, la radio, la TV, el internet—, por sus características tecnológicas y por las formas como presenta y estructura la información, modifica lo que somos como personas y como sociedad. No es lo mismo ser un hombre de la Edad Media que un hombre de la era de la imprenta. No es lo mismo una mujer de la era de la TV que una de la era del internet. Sus maneras de pensar son tan distintas —no por lo que piensan, sino por cómo lo piensan— que difícilmente pueden entenderse.
¿Cómo será el individuo producto de la era actual? Es temprano para sacar conclusiones, pero algunos elementos ya están claros. Mientras los libros, la radio, y hasta la misma TV, favorecen un lectura lineal del mundo, en el planeta digital la información es inconexa. En la red se salta de página en página, de dato en dato. Se pierde paciencia para el texto largo y la argumentación articulada. En el mundo pre-internet la manera dominante de estructurar la información era narrativa; en el actual es el collage.
Sin pretender hacer admoniciones en contravía del espíritu de nuestro tiempo, me parece que una de las habilidades más valiosas que habremos de desarrollar —y de enseñarle a nuestros hijos desde temprano— es la de saber cómo desconectarse. Por más divertidos que sean los artefactos culturales que predominan en la red —productos ingeniosos del talento audiovisual y del diseño gráfico—, las obras cumbres de la creatividad y del pensamiento humano surgieron de circunstancias propicias a la concentración, la reflexión y el discurso. No sabemos aún qué tipo de pensamiento surgirá de nuestro paisaje fragmentario, pero si en él se atrofian los canales neuroquímicos que durante siglos evolucionamos para permitir el pensamiento profundo, en el futuro el lujo más grande serán las zonas de desconexión, a cuya entrada se deberá colgar un aviso que advierta: “Silencio, hombres pensando.”
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 22 de noviembre de 2010.
domingo, 21 de noviembre de 2010
Sodoma y Gomorra
Nada revela tanto sobre nuestro consumo insostenible de aparatos electrónicos como el que hoy sea mejor, o más barato, reemplazarlos que repararlos. Cuando yo era niño un televisor o una nevera eran un tesoro en el hogar; cambiarlos como consecuencia de algún daño menor era una extravagancia, cuando no económicamente inviable. Se conseguían repuestos, las cosas se reparaban. Las idas al taller de electrónica hacían parte de la vida citadina, como las visitas al mecánico, al peluquero, o al odontólogo. En cambio, hoy, aparatos tan complejos como un reproductor de DVD, un teléfono celular, y hasta un computador portátil, son desechados con menos consideración que la que produce salir de una valija vieja.
“¿Qué importa, si sale más barato así?”, pregunta el homo economicus, y no se puede negar que tiene algo de razón. Pero basta con abrir ese cajón que todos tenemos en la casa o la oficina, el que está lleno de cables, de adaptadores, y de cachivaches afiliados a aparatos viejos que ya nunca volveremos a usar, para inquietarse sobre nuestro comportamiento como consumidores. En un mundo de recursos en disminución, ¿en qué momento nos volvimos tan descuidados y derrochadores?
¡Y qué faltas tan graves a la estética y al diseño! ¿No podían diseñarse objetos con una mayor vida útil, con mayor posibilidad de reuso? (¿O, como mínimo, adaptadores eléctricos que sirvan para varios aparatos?)
No: la industria electrónica se ha volcado completamente hacia un modelo de obsolescencia programada, en el que se da como normal que un celular dure dos años, y un computador portátil, máximo cinco. Aún si el computador no se daña durante su vida útil, lo que es común, los fabricantes ya no permiten actualizarlos como hasta hace unos quince años, cuando todavía se podía repotenciar el equipo cambiando el procesador viejo por uno más rápido. Hoy la única opción es comprar todo de nuevo.
El lado más sórdido de este modelo, en donde resurgen en venganza los costos reales de nuestra adicción al consumo desechable, está en los residuos. Lo que botamos cuando reemplazamos el computador o el televisor de plasma no es tecnología trivial, sino rayos láser, pantallas de cristal líquido, microchips más poderosos que los que guiaron al Apollo a la luna. Sus componentes están llenos de plomo, cadmio, mercurio, berilio, arsénico, y otros compuestos tóxicos que fueron extraídos de la tierra profunda —que nos aislaba de ellos— e ingresados en nuestro ecosistema a través de su uso en la electrónica.
Cien millones de computadores son desechados al año solo en Estados Unidos, y se calcula que hay medio billón de teléfonos celulares en desuso consignados a gavetas y cajones. Tarde o temprano los minerales que contienen terminarán en el basurero, contaminando el suelo y nuestras fuentes de agua.
Lo barato sale caro, y los países pobres enfrentan la peor parte del problema. Al año, veinticinco millones de toneladas de material electrónico son enviadas al tercer mundo —principalmente a África, India y la China— donde son desarmadas a golpes por niños y niñas para recuperar los metales más valiosos. En la capital de Ghana hay un barrio tan emponzoñado por estas prácticas que sus habitantes lo llaman “Sodoma y Gomorra”. El resto se incinera, liberando al aire un legado de cáncer y toxicidad que con toda seguridad habremos de pagar nosotros y las generaciones que nos sucedan. El verdadero precio de nuestros trastes baratos lo enfrentaremos entonces.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 16 de noviembre de 2010.
“¿Qué importa, si sale más barato así?”, pregunta el homo economicus, y no se puede negar que tiene algo de razón. Pero basta con abrir ese cajón que todos tenemos en la casa o la oficina, el que está lleno de cables, de adaptadores, y de cachivaches afiliados a aparatos viejos que ya nunca volveremos a usar, para inquietarse sobre nuestro comportamiento como consumidores. En un mundo de recursos en disminución, ¿en qué momento nos volvimos tan descuidados y derrochadores?
¡Y qué faltas tan graves a la estética y al diseño! ¿No podían diseñarse objetos con una mayor vida útil, con mayor posibilidad de reuso? (¿O, como mínimo, adaptadores eléctricos que sirvan para varios aparatos?)
No: la industria electrónica se ha volcado completamente hacia un modelo de obsolescencia programada, en el que se da como normal que un celular dure dos años, y un computador portátil, máximo cinco. Aún si el computador no se daña durante su vida útil, lo que es común, los fabricantes ya no permiten actualizarlos como hasta hace unos quince años, cuando todavía se podía repotenciar el equipo cambiando el procesador viejo por uno más rápido. Hoy la única opción es comprar todo de nuevo.
El lado más sórdido de este modelo, en donde resurgen en venganza los costos reales de nuestra adicción al consumo desechable, está en los residuos. Lo que botamos cuando reemplazamos el computador o el televisor de plasma no es tecnología trivial, sino rayos láser, pantallas de cristal líquido, microchips más poderosos que los que guiaron al Apollo a la luna. Sus componentes están llenos de plomo, cadmio, mercurio, berilio, arsénico, y otros compuestos tóxicos que fueron extraídos de la tierra profunda —que nos aislaba de ellos— e ingresados en nuestro ecosistema a través de su uso en la electrónica.
Cien millones de computadores son desechados al año solo en Estados Unidos, y se calcula que hay medio billón de teléfonos celulares en desuso consignados a gavetas y cajones. Tarde o temprano los minerales que contienen terminarán en el basurero, contaminando el suelo y nuestras fuentes de agua.
Lo barato sale caro, y los países pobres enfrentan la peor parte del problema. Al año, veinticinco millones de toneladas de material electrónico son enviadas al tercer mundo —principalmente a África, India y la China— donde son desarmadas a golpes por niños y niñas para recuperar los metales más valiosos. En la capital de Ghana hay un barrio tan emponzoñado por estas prácticas que sus habitantes lo llaman “Sodoma y Gomorra”. El resto se incinera, liberando al aire un legado de cáncer y toxicidad que con toda seguridad habremos de pagar nosotros y las generaciones que nos sucedan. El verdadero precio de nuestros trastes baratos lo enfrentaremos entonces.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 16 de noviembre de 2010.
lunes, 8 de noviembre de 2010
Auge, caída, y auge de Apple Computer
Soy usuario de los computadores Mac de Apple desde la primera vez que pude comprar uno, en 1993. Estaba en la universidad y la tienda de computadores del campus tenía descuentos permanentes en los equipos de la marca de la manzana. Era una de tantas estrategias desesperadas de la compañía para posicionar sus productos en el nicho universitario —o en cualquier nicho, ya que las cosas en Apple no andaban bien desde hacía años—.
En esa época, en que los PCs invadían al mundo bajo la forma de intercambiables cajas grises, tan similares las unas a las otras que terminaron siendo conocidas como “clones”, ser usuario de Apple era una especie de rebeldía, un desafío al statu quo. El culto a la manzana consistía en poner la sencillez y la elegancia por encima del mero desempeño, cosa que se rascaban la cabeza tratando de entender del lado de los PCs, en donde se valoraba la velocidad y el rendimiento. Los PCs, además, eran democráticos y baratos; las Macs aristocráticas y excluyentes. Los PCs se construían alrededor del pragmatismo y la versatilidad; las Macs anteponían la estética a la función. Esas filosofías opuestas hacían que las Macs, a pesar de ser menos poderosas, fueran más fáciles de usar. Umberto Eco analizó el asunto y concluyó que la Mac era católica y la PC protestante: de un lado, la verdad revelada, un solo camino hacia la salvación; del otro, la ardua libertad, el esfuerzo de tener que reinterpretar la doctrina cada vez, la posibilidad de que la impresora no funcionara.
Como a toda aristocracia, a la de la Mac le llegó su decadencia. A sus máquinas les sobraban los problemas técnicos y eran más lentas y menos compatibles que las de la competencia. Su participación en el mercado cayó por debajo del 3%. Eso parecía animar más a los seguidores del culto, que se veían a si mismos como los eternos incomprendidos que Apple usaba en su publicidad —Dylan, Lennon, King, Gandhi, Picasso—, pero cosa muy distinta pensaban los accionistas de la empresa, que llegaba al final del milenio al borde de la bancarrota.
Fue entonces que el ex-director exiliado, Steve Jobs, fue llamado a que salvara la empresa que él mismo había fundado. Y logró el milagro. En diez años la Mac volvió a ser el computador de referencia, el iPod se convirtió en el símbolo de la música digital, el iPhone transformó la telefonía, y el iPad se constituyó en la primera amenza a la imprenta desde que Gutenberg la perfeccionara. En mayo de este año la compañía superó en capitalización de mercado a su archienemigo Microsoft, dirimiéndose así una rivalidad de tres décadas entre Bill Gates, el gafufo acartonado de Harvard, y Jobs, el hippie budista de California.
Cuando el desadaptado del curso se convierte en el preferido de la profesora, ha perdido cualquier capacidad de inquietar al salón. Esta semana Bank of America y Citibank, dos baluartes del mundo corporativo norteamericano, anunciaron su intención de repartir iPhones entre sus empleados. Cuando tu producto cae en manos de un encorbatado ejecutivo del Citi, ha perdido cualquier tipo de pedigrí contracultural. Por eso ahora el gran desafío para Apple será el de mantener viva la llama de su talante independiente en medio del vendaval de su éxito. De lo contrario quedará convertida en la manzana que el niño obediente coloca todas las mañanas sobre el escritorio de la profesora.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 8 de noviembre de 2010.
En esa época, en que los PCs invadían al mundo bajo la forma de intercambiables cajas grises, tan similares las unas a las otras que terminaron siendo conocidas como “clones”, ser usuario de Apple era una especie de rebeldía, un desafío al statu quo. El culto a la manzana consistía en poner la sencillez y la elegancia por encima del mero desempeño, cosa que se rascaban la cabeza tratando de entender del lado de los PCs, en donde se valoraba la velocidad y el rendimiento. Los PCs, además, eran democráticos y baratos; las Macs aristocráticas y excluyentes. Los PCs se construían alrededor del pragmatismo y la versatilidad; las Macs anteponían la estética a la función. Esas filosofías opuestas hacían que las Macs, a pesar de ser menos poderosas, fueran más fáciles de usar. Umberto Eco analizó el asunto y concluyó que la Mac era católica y la PC protestante: de un lado, la verdad revelada, un solo camino hacia la salvación; del otro, la ardua libertad, el esfuerzo de tener que reinterpretar la doctrina cada vez, la posibilidad de que la impresora no funcionara.
Como a toda aristocracia, a la de la Mac le llegó su decadencia. A sus máquinas les sobraban los problemas técnicos y eran más lentas y menos compatibles que las de la competencia. Su participación en el mercado cayó por debajo del 3%. Eso parecía animar más a los seguidores del culto, que se veían a si mismos como los eternos incomprendidos que Apple usaba en su publicidad —Dylan, Lennon, King, Gandhi, Picasso—, pero cosa muy distinta pensaban los accionistas de la empresa, que llegaba al final del milenio al borde de la bancarrota.
Fue entonces que el ex-director exiliado, Steve Jobs, fue llamado a que salvara la empresa que él mismo había fundado. Y logró el milagro. En diez años la Mac volvió a ser el computador de referencia, el iPod se convirtió en el símbolo de la música digital, el iPhone transformó la telefonía, y el iPad se constituyó en la primera amenza a la imprenta desde que Gutenberg la perfeccionara. En mayo de este año la compañía superó en capitalización de mercado a su archienemigo Microsoft, dirimiéndose así una rivalidad de tres décadas entre Bill Gates, el gafufo acartonado de Harvard, y Jobs, el hippie budista de California.
Cuando el desadaptado del curso se convierte en el preferido de la profesora, ha perdido cualquier capacidad de inquietar al salón. Esta semana Bank of America y Citibank, dos baluartes del mundo corporativo norteamericano, anunciaron su intención de repartir iPhones entre sus empleados. Cuando tu producto cae en manos de un encorbatado ejecutivo del Citi, ha perdido cualquier tipo de pedigrí contracultural. Por eso ahora el gran desafío para Apple será el de mantener viva la llama de su talante independiente en medio del vendaval de su éxito. De lo contrario quedará convertida en la manzana que el niño obediente coloca todas las mañanas sobre el escritorio de la profesora.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 8 de noviembre de 2010.
martes, 2 de noviembre de 2010
Unos y ceros
En su sitio de internet, la prestigiosa publicación británica The Economist la semana pasada organizó un debate alrededor de la idea de que el desarrollo más importante del siglo XX fue la computación. Dos expertos fueron invitados a opinar, uno a favor y uno en contra de la moción, y después de leer sus argumentos y refutaciones, los lectores habían de votar por la exposición más convincente.
En mucho me encuentro de acuerdo con la propuesta de la revista. Para la humanidad la computación es un descubrimiento no menos prometeico que el del fuego, un conocimiento que cambia todos los paradigmas de la ciencia y del saber, y que lleva a la civilización al siguiente peldaño de su Historia. Como anotaba el defensor de la moción, el futurólogo Peter Cochrane, el mundo moderno es tan complejo, que sin computadores no podremos encontrarle sentido a la abrumadora maraña de datos de que disponemos —en la medicina, en la ciencias sociales, en la conservación ambiental— para solucionar nuestros embrollos planetarios. Si hace un siglo todavía podíamos sobrevivir solo de ingenio humano, hoy sin la ayuda de la computación no tenemos futuro como especie.
Pero en un punto me aparto de Cochrane y de la revista, y es en la escogencia de la invención del computador como el hecho crítico de esa revolución. Para mi ese momento hay que ubicarlo mejor en la digitalización de la información, que es el proceso asombroso por el cual todo el conocimiento se puede escribir con la economía de apenas dos valores, un uno y un cero. A ese lenguaje se le llama código binario.
Los computadores electrónicos no saben de números, ni de letras, ni de ideas; solamente entienden de cambios de voltaje en sus circuitos. Para procesar textos o números, primero hay que convertir esa información a voltajes que la máquina pueda manipular. El código binario permite representar cualquier letra, cifra, o dato, en unos y ceros que a su vez son convertidos a voltajes en los transistores de los computadores, lo que permite almacenarlos, manipularlos, transformarlos y analizarlos.
Nada que el hombre haya inventado supera a la representación binaria en simplicidad y versatilidad, ya que ésta no solo sirve para almacenar aburridos números. Todo lo que percibimos con los sentidos o entendemos con la mente —la silueta de un niño de vientre en el ecógrafo, el canto de una ballena cruzando el océano, el tono exacto de un azul de Cezanne—, puede ser convertido a esas cadenas de unos y ceros que para los computadores son tan sencillas de descifrar como lo es para nosotros nuestra lengua materna. Así como la naturaleza logró preservar la fórmula para fabricar un ser humano en el alfabeto de cuatro letras del ADN (del que nuestro cuerpo es apenas el recipiente que transmite ese conocimiento a la próxima generación), nosotros tenemos en el código binario el lenguaje que hará que lo que hemos creado y aprendido siga estando disponible dentro de mil años.
Pero revisando la Historia descubro que mi propuesta no sirve para el invento más importante del siglo, pues resulta que este método, tan central a la electrónica de nuestra era, es mucho más antiguo de lo que imaginamos. Ya Leibniz y Bacon, en los siglos dieciocho y diecisiete, cientos de años antes del microchip, habían planteado una representación alterna del conocimiento bajo un lenguaje, no de unos y ceros, pero sí de dos símbolos cualesquiera —blanco y negro, día y noche, yin y yang— siempre y cuando estuvieran en oposición.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 2 de noviembre de 2010.
martes, 26 de octubre de 2010
Nuevas infidelidades
Ashley Madison es una agencia que vende servicios de búsqueda de parejas, como muchas que existen en internet. Pero esta agencia atiende un nicho muy particular, evidenciado en el estado civil de la mayoría de sus clientes: casado. Allí acuden señoras y señores en busca de un affaire, y la firma se encarga de la discreción y la prudencia necesarias para realizar la intermediación. La semana pasada, Yonni Barrios, uno de los mineros chilenos rescatados el 13 de octubre, a quien tanto su esposa como su amante esperaban en la superficie, recibió una oferta de Ashley Madison de 100.000 dólares para ser la imagen de la empresa. (Probablemente Yonni salía menos costoso que Tiger Woods.)
Se trata de una situación netamente moderna: el minero rescatado, convertido por los medios en una celebridad internacional; la cifra suntuosa ofrecida por prestar su imagen y su historia para promocionar un producto; el bien o servicio antes intransable y de repente convertido en negocio gracias a la revolución en las comunicaciones; el celestinaje digital. Pone de plano cómo en nuestra era la infidelidad, al igual que casi todo lo demás, ha sido transformada por los cambios tecnológicos.
La red, lo vemos todos los días, es el Gran Amplificador que, por las conexiones infinitas que crea entre seres humanos —conexiones que se extienden por todo el planeta—, no suma, multiplica. Aumenta a la potencia. Si un grupo está compuesto de cuatro individuos, por ejemplo, existen 6 distintas parejas que pueden formarse de ese grupo. Si llega una persona nueva al grupo, el número de parejas posibles aumenta a 10. Ese crecimiento exponencial depende del número de integrantes del grupo, y en internet, gracias a la facilidad para mantener conexiones con casi cualquiera en el mundo, el número de integrantes puede ser de cientos o de miles de individuos. El número de emparejamientos posibles, de millones.
Y mientras la red proporciona la escala necesaria para que opere la ley de los grandes números (la que, en su versión coloquial, básicamente dice que dado un número muy, muy grande de eventos, todo tipo de cosas improbables se vuelven propensas a suceder), la tecnología pone la herramienta. El sigilo es la principal necesidad del adúltero, y por eso el chat es el canal preferido para el affaire. En pocos años, esos mensajes cortos, transmitidos inmediatamente vía internet, se convirtieron en una forma de expresión nueva, adicional a los lenguajes hablados, escritos y gestuales que hemos usado por milenios. Si bien técnicamente el chat es un lenguaje escrito, la inmediatez, más el hecho de que es una comunicación de doble vía, lo hace muy distinto a la carta e incluso al correo electrónico; es más como un diálogo escrito. Como en otros casos de tecnologías de comunicación, lo que activó su potencial para transformar las interacciones humanas fue el teléfono celular. La novedad consiste en que hoy millones de personas cargan, en el bolsillo o en la cartera, un pequeño dispositivo para conversar sin mover los labios ni producir sonidos.
En ese nuevo espacio para el flirteo encubierto se mueven sin exponerse a miradas recelosas los mensajes de seducción de los casanovas de BlackBerry y de sus análogas femeninas. Lo que hace que la infidelidad de ahora sea juego más insidioso que la infidelidad de antes.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 25 de octubre de 2010.
martes, 19 de octubre de 2010
El silencio sideral
Todos los años en el Día de la Raza recuerdo el verso de Amado Nervo: “¿Quién será, en un futuro no lejano, el Cristóbal Colón de algún planeta?” Para la época en fue fue escrito, octubre de 1917, hace ya casi cien años, la idea de descubrir otros planetas era ciencia ficción pura. Pasaron 78 años antes de que se encontrara el primer planeta por fuera de nuestro sistema solar, y desde entonces se han encontrado unos 400 más; todo indica que debe haber millones de ellos. Lo que hasta ahora no se detectado en ninguno son indicios de algún tipo de vida.
Mi interés particular en la posibilidad de vida extraterrestre seguramente proviene de la absorción y el placer con los que veía Cosmos, de Carl Sagan, un ejemplo de un tipo de televisión educativa que hoy, desafortunadamente, ya no existe. El entusiasmo de Sagan por la vida en otros planetas era palpable, en parte por una idea que nos concierne a todos, no solo a los astrofísicos. Si se descubriera una civilización suficientemente avanzada en otra parte de la Galaxia, una que hubiera sobrevivido a la expansión poblacional, al agotamiento de los recursos naturales, y a las guerras y las enfermedades, eso indicaría que hay esperanza para el futuro de la nuestra, que la autodestrucción no es el destino inevitable del crecimiento y el progreso.
¿Cómo hallar una civilización así? Si captáramos con nuestros instrumentos alguna perturbación regular en el espectro electromagnético, algún patrón en las ondas –como los que producimos en la Tierra con las transmisiones radiales, por ejemplo–, sería prueba incontrovertible de que más allá de nuestro Sistema Solar hay alguna forma de vida inteligente, puesto que el Cosmos por su cuenta no produce ruidos ordenados. Pero hasta ahora nuestros radiotelescopios no han detectado sino silencio.
La inmensidad del espacio es ciertamente un motivo. También puede que estemos buscando en los lugares equivocados. Todos los esfuerzos se han concentrado en la búsqueda de señales de radio, pero nosotros mismos cada vez nos comunicamos más por canales como la fibra óptica, que no filtran señales al espacio. Es probable que en algunas décadas no usemos señales de radio para comunicarnos. De igual manera, una sociedad extraterrestre avanzada puede haber dejado de emitirlas hace miles de años.
Una estrategia nueva consiste en buscar indicios de contaminación ambiental. Las civilizaciones, a medida que prosperan, consumen recursos, agotan su medio ambiente, tal vez hasta colonicen otros planetas para sobrevivir. Concentraciones atípicas de gases complejos en una atmósfera lejana podrían insinuar una especie que, como la nuestra, se angustia por las calamidades que ha prodigado sobre su propio hogar. Tal vez alguna de ellas haya encontrado la forma de subsistir; tal vez de ella podamos aprender algo.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 19 de octubre de 2010.
lunes, 11 de octubre de 2010
El sexto elemento
El material opaco del centro de los lápices, el grafito, está hecho de capas superpuestas de carbono que se desprenden con facilidad, lo que permite la escritura. En 2004, dos investigadores rusos en la Universidad de Manchester usaron cinta pegante para arrancar las capas de un pedazo de grafito hasta aislar una sola capa muy delgada, de un solo átomo de altura; lo más delgado físicamente posible. A esa lámina se le llamó ‘grafeno’; por su descubrimiento Andre Geim y Konstantin Novoselov recibieron la semana pasada el Premio Nobel de Física.
La estructura del grafeno es sencilla. Visto en un microscopio electrónico, que es la única manera como se puede observar una matriz de átomos, parece una malla de anjeo. Pero la sencillez se limita a su apariencia. A medida que se estudia y se conoce más, los físicos están descubriendo en el grafeno propiedades tan especiales que han llevado a algunos a afirmar que se trata de un material milagroso.
El primer milagro está en su casi total ausencia de espesor. En nuestro universo, en que todo tiene tres dimensiones, el grafeno es una poco común estructura bidimensional. Y a pesar de ser una sola capa, es impermeable al agua, a los gases, y es completamente inerte; no se corroe, ni se moja.
Amén de lo anterior, el material conduce calor y electricidad mejor que cualquier otro elemento conocido, por lo que es probable que reemplace al silicio en la fabricación de transistores y microchips. Su capacidad de conducir electricidad es tan eficiente que las señales se acercan a la velocidad de la luz.
Pero lo más milagroso es su resistencia. Por su delgadez y por la economía de su estructura, el grafeno es ultraliviano. No obstante, los enlaces entre los átomos de carbono le confieren una fortaleza hasta ahora nunca conocida; el grafeno no es solo el material más delgado del mundo, sino también el más fuerte. Se ha dicho que el peso de un camión balanceado sobre un lápiz con punta de diamante, presionando sobre una lámina de grafeno en un solo punto, no alcanzaría para perforarla.
Esta mezcla de propiedades –resistencia, ligereza, conductividad, impermeabilidad y, una vez que se industrialice su producción, bajo costo– prometen hacer del grafeno el material nuevo más importante de la historia; más importante que, en su momento, el plástico. Pantallas flexibles, ropa antibalas, aviones y vehículos más livianos y eficientes, empaques para alargar la vida útil de alimentos perecederos, y computadores miles de veces más poderosos que los actuales, son algunas de las ideas que ya se están desarrollando. Otras que se han propuesto, como ascensores espaciales hechos de grafeno que permitirían a ingenieros subir al cielo a reparar satélites, parecen escenarios de ciencia ficción, pero son teóricamente posibles.
Algo intrigante para los que estudian la ciencia de los materiales es que con el grafeno nos estaríamos acercando a varios límites impuestos por las leyes de la física: el límite de la conductividad eléctrica y térmica, el límite de la fuerza estructural, el límite de la delgadez de las cosas. Estamos en el umbral de un hito en la historia de la transformación de la materia por los humanos. Si, algún día, arqueólogos del futuro –quizás de origen extraterrestre–, analizaran las reliquias de la civilización del siglo XXI, tal vez concluirían que, así como existió la Edad de Piedra y la de Bronce, la nuestra, que apenas comienza, fue la Edad del Carbono.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 11 de octubre de 2010.
lunes, 4 de octubre de 2010
Oficios que se irán
Si en los últimos veinte años hemos estado en la sociedad de la pantalla, como afirmé aquí hace dos semanas, ahora nos dirigimos hacia el mundo del sensor. Sin hacerse notar demasiado estos dispositivos se han infiltrado poco a poco en todos lados, y pronto será común su concurso silencioso en el registro y la tabulación de cada rumor de nuestra vida.
Ya los cargamos en el bolsillo. La mayoría de los celulares modernos contienen sensores de la red GPS, que es un sistema de satélites que permite conocer las coordenadas geográficas de cualquier punto sobre la Tierra. Casi todos andamos con un aparato que puede ubicarnos hasta en alta mar con más precisión que el sextante y las cartas de navegación de antes. Los teléfonos más avanzados, como el iPhone, tienen además sensores de posición que le indican no solo su lugar en el globo, sino su posición relativa en el espacio. Sin contar con ningún punto de referencia, el aparato “sabe” si está inclinado, si está boca arriba o boca abajo, si se está moviendo y a qué velocidad. La última consola de Nintendo, la Wii, asombró al mundo de los videojuegos con un nuevo control que en lugar de un joystick cuenta con ojos electrónicos que miran al jugador, leen sus movimientos, y los traducen en instrucciones para los personajes en el juego; ya Microsoft y Sony han prometido sistemas aún más ambiciosos para registrar movimiento.
Y todo eso es apenas el comienzo. Los próximos sensores serán biológicos y los tendremos implantados en el cuerpo, vigilando la presión y el pulso, las ondas cerebrales, y los patrones de sueño. Otros extenderán las capacidades de los sentidos más allá del cuerpo humano. Habrá robots que podrán probar comidas y ayudarnos a afinar una receta, y habrá herramientas para descomponer el aroma de un perfume en sus elementos esenciales y recombinarlos como un arma personalizada de conquista sexual.
Bajo este nuevo orden del mundo de los sentidos algunos oficios desaparecerán. Nadie lamentará la partida de los perros para invidentes, que serán innecesarios cuando por fin se cumpla el milagro de devolverle la vista a los ciegos por medio de pequeños sensores fotosensibles implantados directamente en la retina. En cambio, anticipo protestas del bando de los enólogos, que seguramente juzgarán con desdén, desde lo alto de sus refinadas narices, a los robots con olfato capaces de escudriñar cada matiz de la botella recién destapada e informarnos, de manera nunca antes tan objetiva, sobre la calidad del vino que vamos a tomar. Y como el sumiller electrónico aprenderá a conocer las particularidades de nuestro gusto, hará recomendaciones más acertadas que las del enólogo de formación.
Creo también que se avecina el fin de la sicología. La práctica de contarle nuestras angustias a un humano entrenado en ayudarnos a desenredarlas cederá terreno al rigor de la bioquímica. Cuando hayamos entendido bien cómo funcionan los corredores electroquímicos del cerebro y hayamos instalado allí receptores para monitorear el funcionamiento de ese órgano, es seguro que el siguiente paso será controlar los estados de ánimo con microdósis de medicamentos, de la misma manera como un diabético controla su nivel de insulina o como un marcapasos regula el corazón. ¿Desaparecerá la tristeza? Difícil imaginarlo. Pero dado que la Organización Mundial de la Salud ya considera la depresión clínica como una epidemia mundial, la inquietante posibilidad del control mental por medio de sensores cerebrales puede resultar siendo uno de los avances en salud pública más importantes del siglo.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 4 de octubre de 2010.
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Elogio de la desigualdad
Hay que alegrarse por los resultados de las elecciones parlamentarias del domingo en Venezuela, en las que el chavismo perdió el control absoluto de la única cámara. Hay que esperar que ese resultado no sea usado por el caudillo para legitimar su régimen, y que tampoco se convierta en el preludio de una usurpación del poder por vías antidemocráticas más adelante. Pero de los testimonios de los representantes que obtuvieron asientos en la Asamblea, y también de los de algunos votantes que he escuchado esta semana en medios venezolanos, se percibe que debajo de los fenómenos opuestos del chavismo y del antichavismo se mueve una corriente común muy peligrosa, tanto para Venezuela como para el continente. Una idea que es culpable de que lleguen personas como Hugo Chávez al poder.
La oposición, entre alegrías y felicitaciones, habla y actúa como si algunas de las nociones que defiende Chávez fueran correctas, solo que están en manos de la persona equivocada. Nadie se atreve a llamar a sus ideas del “bolivarianismo” y del “socialismo del siglo XXI” como los disparates que son. Esto es un error, porque las ideas de Chávez son malas, muy malas. Y la más mala de todas, la más peligrosa, porque es un veneno que sabe rico pero que carcome desde adentro una vez que ha sido ingerido, es la idea de que de lo que adolecen nuestras sociedades empobrecidas para lograr la justicia social es de una cosa nebulosa que llaman “igualdad”.
El tema de “lo social” siempre ha sido de los preferidos del político, desde el más de izquierda hasta el más reaccionario. “Lo social” es el rímel del político; nunca sale a la plaza pública sin él en la cartera. En mayor o menor medida, mintiendo acerca de mejorar la condición de los desfavorecidos es como se ganan las elecciones en los países pobres (y en ocasiones en los ricos también). Y no es que ese discurso conquiste directamente a los votantes pobres. A los pobres en muchos casos no hay que seducirlos porque se les compra con dinero, con bultos de concreto o con tamales –como decimos en Colombia–, o más insidiosamente con las prebendas asistencialistas de los programas “sociales”. No, muchas veces el discurso populista a quienes más embruja es a las clases medias, cuyo complejo de culpa por el contraste evidente entre su relativa opulencia y la miseria que ven en las calles se mitiga votando por el demagogo.
Como la igualdad es la meta, un componente del discurso caudillista es la lucha contra la “desigualdad”. Y no contra cualquier desigualdad, la desigualdad “social”, por supuesto. Pero la desigualdad no es causa de las injusticias sociales, es consecuencia de los sistemas económicos, que son imperfectos por naturaleza. Mientras sigamos en esta inversión de la causa y el efecto seguiremos a la merced de la demagogia populista-indigenista-revolucionaria-antiyanquista-anticapitalista de Hugo Chávez y sus huestes, que pretenden hallar perpetradores de miseria en todo el que no tenga la virtud de ser pobre, indio, marxista, gringófobo o proletario. Al caudillo no le preocupa eliminar la desigualdad tanto como usarla hábilmente para atizar una guerra de clases que solo le conviene a él.
La desigualdad en el ingreso ni siquiera es un hecho indeseable per se. En las economías de mercado es normal que haya individuos que ganen más que otros, ya que distintas personas asumen distintos riesgos y esfuerzos en la vida. Algunos de los arriesgados, la minoría, prosperan y son recompensados por el mercado. Otros ganan más porque han dedicado más tiempo a su educación, o, como los artistas y deportistas de élite, porque tienen talentos especiales. Y algunos, la mayoría, estarán satisfechos con arriesgar menos y vivir con ingresos inferiores. Es cierto que la realidad de nuestros países desmiente ese orden esperado. Pero no es menos cierto que si nos oponemos a esas recompensas diferenciales no habrá en la sociedad incentivos para que surjan empresarios, investigadores, cirujanos, cantantes, futbolistas.
La única manera que se conoce de mejorar permanentemente el nivel de vida de las sociedades es fomentando la creación de industria para que se genere empleo. Si con el tiempo esas industrias mejoran su competitividad ofrecerán tanto productos como empleos de mejor calidad. Cuando los países pobres logran poner a funcionar ese círculo virtuoso, mejoran las condiciones de todos sus habitantes, no solo las de los más pobres. Eso inevitablemente lleva a que los que están arriba sean más ricos, pero, ¿qué importa eso si los de abajo se benefician también? Lo perverso del discurso “social” como lo predica la izquierda latinoamericana es que en el fondo desprecia ese escenario. El valor supremo de la izquierda es la “igualdad”, y si no se puede subir a los de abajo –cosa que el populista nunca puede, porque su gobierno está tomado por la incompetencia y la corrupción–, hay que bajar a los de arriba. Si los pobres no pueden ser más ricos, al menos que los ricos sean pobres, para llegar a la anhelada igualdad social. Quien dude de que esto es precisamente lo que está pasando en Venezuela tiene los ojos vendados. “Tan reciente como en la década de los sesentas, Venezuela era la economía más rica de América Latina –afirmaba hace dos semanas The Economist–. Ha sido reducida a una existencia de subsistencia.”
Si unos van a estar jodidos, que se jodan todos. Esa posición absurda fue la que llevó a Winston Churchill a afirmar que “el socialismo es el evangelio de la envidia, su virtud inherente es la repartición igual de la miseria.”
El problema de la pobreza no está en que exista Bill Gates, sino en que no existan más como él, que creen empresas exitosas para su enorme beneficio y también para el del resto de la sociedad. Si Ud. está leyendo esto en internet en mi ciudad, es probable que esté usando una red de alguna de las firmas de Carlos Slim, el hombre más rico del mundo. Si no, es seguro que estará usando la red de alguno de sus competidores, que para poder competir con el mexicano tuvieron que ponerse al mismo nivel tecnológico de sus empresas. Dé gracias que no tiene que usar la red de la antigua empresa pública de telecomunicaciones de Barranquilla, empresa de talante “social” cuyas líneas telefónicas había que dejar descolgadas durante 20 minutos para que “dieran tono”, antes de poder hacer una llamada. La creación de empresas exitosas nos beneficia a todos. De paso también enriquece extraordinariamente a unos pocos seres humanos. ¿A quién, si no a un envidioso, puede molestarle eso?
Hay que dejar de mirar hacia arriba para buscar los motivos de la miseria y mirar, en cambio, a la incompetencia de aquellos gobernantes que se dicen “sociales”, y a la corrupción que inevitablemente acompaña sus inevitablemente hipócritas buenas intenciones. De manera individual cada uno contribuye también, educándose, trabajando, volviéndose un individuo más útil y productivo y, en el mejor de los casos, convirtiéndose en uno de esos líderes que hacen girar las ruedas del crecimiento, y que dan trabajo a los demás. Trabajar es humano, generar empleo es divino.
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