/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: mayo 2010

lunes, 24 de mayo de 2010

Mensaje en una botella

El vértigo de la innovación en el mundo moderno y sus rimbombantes éxitos nos tienen acostumbrados a ver en la tecnología la receta para atacar todos nuestros problemas. Es cierto que la especie tiene en los frutos de su inmensa creatividad motivos para sentirse lista, pero en ocasiones las soluciones están más allá –o más acá– de los circuitos y los sensores.

Estas alternativas low-tech, en contraposición al high-tech de nuestros microprocesadores y demás máquinas de asombro, no son menos creativas que las halladas por la ciencia y la ingeniería. A veces son nuestra mejor, y a veces nuestra única, opción.

Tal vez el primer y más célebre caso de una solución de ingenio y no de técnica lo tenemos en la historia de la medición de la Tierra por Eratóstenes, más de dos mil años antes del primer satélite geodésico y del GPS. Este polifacético matemático griego, inventor de la geografía actual, notó que al mediodía del solsticio de verano en la antigua ciudad egipcia de Siena, el sol arrojaba una sombra distinta a la que se observaba al mismo tiempo en Alejandría. Conociendo la distancia entre las dos ciudades (medida, según explica la leyenda, usando una caravana de camellos), Eratóstenes pudo aplicar un poco de trigonometría y deducir que la circunferencia del globo era de unos 40.000 kms (en unidades nuestras), lo que discrepa en un 1% de a la cifra que se conoce hoy.

El caso más siniestro es el de los atentados contra las Torres Gemelas en septiembre del 2001. Gracias a las maravillas del satélite, la fibra óptica y el internet, todos vivimos la impotencia en que quedaba la nación más avanzada de la historia ante unos homicidas armados de poco más que de fe y navajas. El atentado se logró sin misiles, ni bombas, ni armas sofisticadas. Los teléfonos celulares sirvieron para que algunos pasajeros se despidieran de sus seres queridos, pero no para evitar la tragedia.

Esta semana, el low-tech nos puede ayudar a determinar la posibilidad que tiene en vilo a los habitantes del costado atlántico de la Florida: ¿Llegará la mancha de crudo que se esparce por el Golfo de México a tocar sus costas? Están en juego sus cayos y sus playas, el turismo y la pesca. Los científicos que siguen la mancha desde las más prestigiosas instituciones y con los aparatos más sofisticados y sensibles no tienen hasta ahora una respuesta. La dirección que tomará el crudo es impredecible –condicionada por el capricho de las corrientes y los vientos–, y para colmo de males el derrame tiene un componente submarino que no ha podido ser rastreado. Ni siquiera la extensión total se le conoce.

Aparece entonces Brian Toder, un abogado de Minnesota que como marinero en su juventud se desaburría del tedio de la navegación arrojando al mar mensajes en botellas. En cada mensaje ponía su dirección y pedía a quien lo leyera que le contestara contándole dónde lo había encontrado. Según el Sr. Toder, entrevistado por un blog ambiental del New York Times, de todas las botellas que lanzó por la borda alrededor del mundo solo una obtuvo respuesta.

Fue lanzada en el Golfo de México en el verano de 1971, cerca al punto de donde hoy efluyen más de dos millones de galones de crudo al día. Resurgió un par de meses después en Indialantic, un pueblo de la costa oriental de la Florida, cerca a Cabo Cañaveral.

La manera como la botella pudo haber contorneado la vasta península y llegar al otro lado probablemente tenga que ver con la Corriente del Lazo, que transporta agua del Golfo a las costas de Cuba y la Florida. En su travesía los vientos seguramente también jugaron un papel. Pero dado el poco tiempo que demoró en llegar hasta allá, las autoridades del estado no pueden seguir esperando a recibir una confirmación tecnológica de sus temores y tendrán que escuchar esta advertencia que en una botella les trajo el mar.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 24 de mayo de 2010.

lunes, 17 de mayo de 2010

El primer computador personal

Un mes usando el nuevo iPad de Apple y ya es parte de mi rutina. Leer las noticias en la mañana, recibir y contestar correos en el día, navegar en la red, escuchar radio, ver videos y películas, revisar Facebook y Twitter – todas son actividades para las que la tableta de la marca de la manzana funciona mejor que un computador. Pero aún me sorprende la curiosidad que suscita en público. Siempre alguien quiere prenderlo, probarlo, sopesarlo, enseñárselo a su esposa. Me preguntan cosas: ¿Qué capacidad tiene? ¿Se puede usar con una memoria USB? ¿Se le puede conectar una impresora?

Esas preguntas son importantes, pero no por sus respuestas, ya que la mejor respuesta a cada una de ellas es la misma: no importa.

Esas preguntas son importantes porque apuntan al cambio que la computación con tabletas – como se le conoce a este tipo de dispositivos – va a producir en la sociedad en un tiempo muy corto. Preguntamos porque todavía estamos pensando en los computadores personales actuales, pero las tabletas no son únicamente un artefacto nuevo, son una revolución en el consumo de la información.

Hay saltos cuantitativos que cruzan un umbral y se vuelven cualitativos. Con el iPad ha pasado eso. Toda la tecnología que lo compone ya existía: los dispositivos sensibles al tacto, las redes inalámbricas, las pantallas LED y las baterías recargables. Apple tomó la pantalla que ya tenía en el iPhone, aumentó su tamaño al de un libro, y el resto lo empacó esbeltamente detrás. El resultado es, sí, un computador plano que pesa apenas libra y media y que tiene una autonomía de doce horas sin recargar. Pero también es mucho más que eso. Siempre y cuando tengamos acceso la red – acceso que ya hay voces que piden sea un derecho fundamental –, la tableta es la Encyclopedia Galactica de Asimov, la Guía del viajero intergaláctico de Douglas Adams, y la Biblioteca de Babel de Borges, todo en uno, a la mano, siempre.

Si el internet era ya todas esas cosas, la tableta nos acerca más a él eliminando los intermediarios. El mouse, el teclado, los cables y la pantalla externa desaparecen y solo queda una delgada ventana de vidrio y aluminio.

Por eso no importa su capacidad medida en bytes. Su capacidad es la capacidad de conocimiento de la especie humana, hasta el límite de nuestra habilidad para conservar ese conocimiento. No importa conectarle memorias externas. Su memoria es la gran memoria colectiva que acumulamos segundo a segundo en la red. No importan las impresoras. En un mundo en el que pululen, como ha pasado con los celulares, las tabletas electrónicas, ¿qué necesidad tendremos del papel? Casi todo lo impreso puede ser electrónico, desde los libros hasta los documentos legales. ¿Qué sentido tendrá seguir talando árboles y transportando toneladas de papel de un lado a otro para suplir nuestras necesidades de información, comunicación y entretenimiento?

Se dirá que todas esas cosas ya eran posibles con un computador personal, pero el salto en disponibilidad que representan las tabletas, por cuenta de su peso y de su bajo consumo de energía, las convertirán en el primer contendor real del libro como fuente de información. Y por su precio y su ubicuidad las tabletas serán, ellas, en cambio, el primer “computador personal” de verdad.

Se dirá también que estos aparatos son para las élites, pero lo mismo se decía de los celulares hace menos de 20 años. Las tabletas no tienen partes mecánicas, son solo circuitos impresos. Eso las hace susceptibles a reducciones de precio muy rápidas. En menos de cinco años veremos modelos por debajo de los 100 dólares.

No faltarán quienes – como yo – sentiremos nostalgia por la materialidad del libro y la revista. Pero así como sucedió con los discos de vinilo y como sucederá seguramente con los CDs, aquellos quedarán para los coleccionistas y los especialistas. La mayoría nos adaptaremos cómodamente a la primacía de la información digital. Ya nos está pasando. Las tabletas son el siguiente paso.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 17 de mayo de 2010.

lunes, 10 de mayo de 2010

Código abierto

Un fantasma recorre el mundo de las tecnologías de la información: el fantasma del código abierto. Contra él se han conjurado los proveedores de software tradicionales y algunas voces solitarias, pero nuestro gobierno, nuestras empresas y nuestras instituciones, sobre todo las educativas, deben estudiar su empleo. Otros países en desarrollo ya nos llevan ventaja.

Lo que se conoce como "código abierto" (open source) es una metodología de desarrollo de software de manera a veces voluntaria, otras veces pagada, por programadores individuales o por grupos cuyos miembros colaboran alrededor del mundo. Gracias a una licencia hábilmente redactada (existen varias y son de lectura obligatoria para los interesados en la propiedad intelectual; la más común es la GNU General Public License), que es un contrato que regula el uso que se le puede dar al software y su distribución, los programas creados bajo estos principios deben hacer disponible el código informático con el que fueron creados.

¿Qué se quiere decir con esto? Cuando utilizamos Microsoft Word, no tenemos acceso al código con el que se escribió ese programa: es un secreto industrial celosamente guardado por Microsoft. Tratar de adivinarlo sería como ir a un restaurante, ordenar un plato que nos gusta y preguntarse cuál será el secreto del chef. En cambio, cuando usamos un programa como Mozilla Firefox, un programa de código abierto, podemos, si la curiosidad nos lo indica, examinar la secuencia de instrucciones informáticas con la que se hizo. Esa secuencia está disponible: es "abierta". Es como si el chef amablemente nos entregara una copia de su receta por si quisiéramos repetir el plato en casa.

¿Por qué nos interesa una receta informática? Al fin y al cabo, el programa ya está escrito y pocos de nosotros vamos a usarla para reescribir o modificar un software existente. ¿Por qué entonces afirmo que el movimiento del open source le debe interesar a los alcaldes y a los ministros, a los legisladores y a las educadoras, a las gerentes y a los artistas? Porque el hecho de liberar el código fuente de un programa impide de facto (y de manera completamente voluntaria) que el autor del mismo pueda cobrar por su uso: el software abierto es, en un sentido que habría que matizar si el espacio lo permitiera, gratis.

Para nuestras empresas esto se convierte en un factor de competitividad, ya que las tecnologías abiertas permiten acceder a herramientas que antes eran solo del dominio de las grandes empresas y multinacionales. Una PYME que he asesorado utiliza hoy una combinación de Linux y mySQL, ambos sistemas abiertos con costo de adquisición cero, para realizar tareas que un gran banco o una aerolínea haría con Oracle a un costo de varios cientos de millones de pesos.

Para nuestras instituciones gubernamentales y educativas el estudio del uso de software abierto se vuelve un tema de índole ética, ya que se enmarca dentro del manejo de los recursos públicos. ¿Cómo justificar la compra de costosas licencias de software como Windows, Office u Oracle cuando existen alternativas abiertas de excelente factura cuyo costo de adquisición es cero? ¿Por que seguir atrapados en ciclos de actualizaciones cada tres o cuatro años con sus correspondientes recompras de licencias? El software libre debe comenzar a aparecer en la agenda de nuestros gobernantes como una herramienta necesaria para salir de la pobreza. Países ricos como Francia, Noruega y EEUU han impulsado su uso a nivel estatal, pero más relevante para nosotros es el caso brasilero, en donde el presidente Lula ha impulsado su uso como un factor "vital" de desarrollo gracias al cual se ahorra el estado 120 millones de dólares anuales, según The Economist.

La industria tradicional de software contraataca con argumentos que merecen ser escuchados, y es este un tema para tratarlo con más espacio. Pero por lo pronto debemos aprovechar el gran regalo que muchos programadores, la mayoría de ellos por amor al arte de la programación, le han entregado al mundo. No tenemos nada que perder sino nuestros costos de licenciamiento. ¡Usuarios del mundo, uníos!

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 10 de mayo de 2010.