Un mes usando el nuevo iPad de Apple y ya es parte de mi rutina. Leer las noticias en la mañana, recibir y contestar correos en el día, navegar en la red, escuchar radio, ver videos y películas, revisar Facebook y Twitter – todas son actividades para las que la tableta de la marca de la manzana funciona mejor que un computador. Pero aún me sorprende la curiosidad que suscita en público. Siempre alguien quiere prenderlo, probarlo, sopesarlo, enseñárselo a su esposa. Me preguntan cosas: ¿Qué capacidad tiene? ¿Se puede usar con una memoria USB? ¿Se le puede conectar una impresora?
Esas preguntas son importantes, pero no por sus respuestas, ya que la mejor respuesta a cada una de ellas es la misma: no importa.
Esas preguntas son importantes porque apuntan al cambio que la computación con tabletas – como se le conoce a este tipo de dispositivos – va a producir en la sociedad en un tiempo muy corto. Preguntamos porque todavía estamos pensando en los computadores personales actuales, pero las tabletas no son únicamente un artefacto nuevo, son una revolución en el consumo de la información.
Hay saltos cuantitativos que cruzan un umbral y se vuelven cualitativos. Con el iPad ha pasado eso. Toda la tecnología que lo compone ya existía: los dispositivos sensibles al tacto, las redes inalámbricas, las pantallas LED y las baterías recargables. Apple tomó la pantalla que ya tenía en el iPhone, aumentó su tamaño al de un libro, y el resto lo empacó esbeltamente detrás. El resultado es, sí, un computador plano que pesa apenas libra y media y que tiene una autonomía de doce horas sin recargar. Pero también es mucho más que eso. Siempre y cuando tengamos acceso la red – acceso que ya hay voces que piden sea un derecho fundamental –, la tableta es la Encyclopedia Galactica de Asimov, la Guía del viajero intergaláctico de Douglas Adams, y la Biblioteca de Babel de Borges, todo en uno, a la mano, siempre.
Si el internet era ya todas esas cosas, la tableta nos acerca más a él eliminando los intermediarios. El mouse, el teclado, los cables y la pantalla externa desaparecen y solo queda una delgada ventana de vidrio y aluminio.
Por eso no importa su capacidad medida en bytes. Su capacidad es la capacidad de conocimiento de la especie humana, hasta el límite de nuestra habilidad para conservar ese conocimiento. No importa conectarle memorias externas. Su memoria es la gran memoria colectiva que acumulamos segundo a segundo en la red. No importan las impresoras. En un mundo en el que pululen, como ha pasado con los celulares, las tabletas electrónicas, ¿qué necesidad tendremos del papel? Casi todo lo impreso puede ser electrónico, desde los libros hasta los documentos legales. ¿Qué sentido tendrá seguir talando árboles y transportando toneladas de papel de un lado a otro para suplir nuestras necesidades de información, comunicación y entretenimiento?
Se dirá que todas esas cosas ya eran posibles con un computador personal, pero el salto en disponibilidad que representan las tabletas, por cuenta de su peso y de su bajo consumo de energía, las convertirán en el primer contendor real del libro como fuente de información. Y por su precio y su ubicuidad las tabletas serán, ellas, en cambio, el primer “computador personal” de verdad.
Se dirá también que estos aparatos son para las élites, pero lo mismo se decía de los celulares hace menos de 20 años. Las tabletas no tienen partes mecánicas, son solo circuitos impresos. Eso las hace susceptibles a reducciones de precio muy rápidas. En menos de cinco años veremos modelos por debajo de los 100 dólares.
No faltarán quienes – como yo – sentiremos nostalgia por la materialidad del libro y la revista. Pero así como sucedió con los discos de vinilo y como sucederá seguramente con los CDs, aquellos quedarán para los coleccionistas y los especialistas. La mayoría nos adaptaremos cómodamente a la primacía de la información digital. Ya nos está pasando. Las tabletas son el siguiente paso.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 17 de mayo de 2010.
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