Cuentan que en el año del Señor 2010 un molusco predijo que España ganaría la final de la Copa Mundo, y acertó. Y como si fuera poco, antes había adivinado los resultados de siete partidos más.
¿Cómo logró el pulpo llamado Paul predecir los marcadores de ocho partidos consecutivos? Podríamos atribuírselo exclusivamente a la suerte, pero la probabilidad de acertar ocho veces es lo suficientemente baja como para ameritar mirar más de cerca.
Para comenzar excluyamos la idea de que el pulpo se sentía más atraído por una u otra de las banderas que se le mostraban. Demos el beneficio de la duda e imaginemos que estamos ante un pulpo honesto que no estaba entrenado y que no fue manipulado con trucos de luces, de colores o de tipos de comida.
Los guardianes de Paul supusieron que cada juego solo podía tener ganador y perdedor –es decir, que no habría empates–, o sea que la probabilidad de acertar en cada match era cara o sello; para cada juego Paul tenía un 50% de oportunidad de escoger al equipo ganador.
Como el resultado de cada juego es independiente del de los otros, las probabilidades se multiplican para obtener la probabilidad total de acertar en varios juegos. Para adivinar dos veces de seguido las posibilidades son del 25% (0,5 × 0,5 = 0,25). Para acertar tres veces las posibilidades se reducen a 12,5%, y así sucesivamente. Al llegar a ocho aciertos de seguido, correspondientes a los siete partidos en que jugó Alemania más la final entre España y Holanda, la probabilidad es pequeña: menos del 0,4%. ¡Eso equivale a un chance de 1 entre 256!
Sería difícil que un humano pudiera superar esa probabilidad, de apariencia tan remota. Todo parecería indicar que hay algo más que la simple suerte en juego y que Paul realmente tiene algún talento sibilino. Pero analicemos más de cerca esos números. Uno entre 256 es ciertamente una posibilidad pequeña, pero no tan pequeña como parece. Es casi la misma de sacar una escalera en un juego de póquer tradicional, lo que sucede con alguna frecuencia. Una manera de entenderlo es imaginar que, en promedio, de cada 256 pulpos u otros animales adivinatorios que se pusieran a la tarea de predecir los resultados de ocho juegos, alguno le pegaría a todos.
¿Será entonces que Paul fue elegido por el azar para ser ese animal con el mayor tino? En realidad no. No fueron ni el azar ni la suerte los que decidieron, sino nosotros, los observadores humanos del pretendido fenómeno.
La culpa recae sobre algo que en estadística se conoce como sesgo de supervivencia. Nosotros no escogimos a Paul a priori para que anunciara los resultados de los juegos sino que lo continuábamos consultando a medida que él iba acertando. Si en cualquier momento hubiera fallado, hubiera dejado de ser sensación y hubiéramos dejado de seguirlo.
En el mundo hubo loros, hipopótamos, puercoespines y hasta un tití emperador haciendo predicciones, y claro, cada vez que alguno fallaba perdía su interés para los medios. Los que acertaban sobrevivían, es decir que avanzaban al siguiente pronóstico, y así hasta el final. Como ya sabemos que en promedio solo se necesitaban 256 animales para que uno, por pura y física suerte, adivinara los ocho resultados, y como había miles de animales adivinos por todo el planeta, la certeza era casi total de que en alguna parte alguno lo lograría.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 19 de julio de 2010.
[Nota: Más estrictamente, en promedio solo se necesitan 128 animales adivinando para surja un Paul, pero llegar a esa conclusión exigiría explicar el teorema del límite central, lo que estaría por fuera del alcance del texto y del espacio disponible en el periódico en el que se publica.]
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