El año pasado en mi casa encontramos traspapelada un carta que mi abuela en Francia le había enviado a mi padre en Colombia hacía más de cuarenta años. Transportada durante las décadas en cajas y maletas, la carta había sobrevivido no solo al paso del tiempo sino también a la azarosa trayectoria de mi padre por Bogotá, los Llanos, San Andrés, las selvas del Chocó, y Barranquilla. El papel estaba un poco envejecido y la tinta se había corrido en algunos lugares, pero por lo demás estaba bastante bien conservada. Prensada entre sus páginas había una flor seca que mi abuela había incluido para observar la tradición francesa de regalar un lirio el primero de mayo.

Acerca de la distancia entre la palabra y la acción nos dice un adagio que el papel lo aguanta todo, pero esto también es cierto en otro sentido. El papel aguanta manchas y dobleces; se puede hasta romper y buena parte de su mensaje original permanece. Cuando es protegido adecuadamente en archivos y bibliotecas, al amparo del fuego y de la humedad, su durabilidad es asombrosa, como lo evidencian tantos libros y documentos centenarios que la humanidad ha guardado. Los mejores papeles alcalinos de fabricación actual pueden durar hasta mil años.
Mi generación, en cambio, ha escogido consignar la mayor parte de sus documentos, cartas y fotografías a medios magnéticos. Es innegable la conveniencia de esto. Pero con esa miopía característica de los seres humanos que tantas veces nos impide ver las calamidades hasta que las tenemos encima, llenamos discos duros de valiosa información ignorando la precariedad de ese modo de almacenamiento.
Un disco duro es un milagro de la técnica. “Son tan complejos que es increíble que funcionen,” dice Steve Gibson, un reconocido experto. Los datos son registrados en platos imantados que giran a miles de revoluciones por minuto. Suspendido a fracciones de milímetro por encima del plato –como la aguja de un tocadiscos– está el cabezal de lectura. La densidad de información es tal que bibliotecas enteras caben en un par de pulgadas.
Esa pequeña maravilla de la ingeniería funciona muy bien hasta que deja de funcionar. Son muchas las cosas que pueden salir mal. Una descarga eléctrica puede borrar miles de megabytes en un segundo. Un impacto que haga que el cabezal de lectura toque el plato es, a escala microscópica, como un Airbus estrellándose en medio de una gran ciudad. Lo cierto es que tarde o temprano, todos los discos duros perecen.
Cuando un libro se moja o se quema solo se pierde ese libro, y para destruir el conocimiento del mundo antiguo tuvo que arder Alejandría. Pero cuando un disco duro se estropea o se extravía desaparecen de un tajo años de información – basta con un golpe, un robo, un relámpago. Por eso es esencial informarse acerca de métodos para salvaguardar los datos. El hábito de realizar copias de respaldo, por ejemplo, es una actividad cotidiana tan recomendable como cepillarse los dientes o hacer ejercicio. De lo contrario es poco probable que nuestra generación y las que nos sigan tengan muchas ocasiones de vivir la alegría y la nostalgia de encontrar una carta olvidada.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 12 de julio de 2010.
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