/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: agosto 2010

martes, 31 de agosto de 2010

La sociedad de los poetas twitteros

Andrés Calamaro, rockero argentino, cerró su cuenta en Twitter la semana pasada con un portazo que se escuchó por todo el ciberespacio hispano. Dijo estar cansado de ese “coro de subnormales” e invitó a que los mensajes cortos que caracterizan a esa red social se los introdujeran por la parte de la anatomía que suele reservarse para estos casos.

No lo culpo. Lo cierto es que Twitter, al igual que el resto del internet, ha crecido sin árbitro y sin orden, más como un tumor maligno que como un organismo funcional. Ese ha sido es uno de sus puntos fuertes: sin barreras de entrada, en Twitter cualquiera opina y es libre de escuchar o de ignorar a quien quiera. Pero la contrapartida de tanta libertad es lo inane de casi todo lo que se publica en esa red. Nos enteramos inmediata e innecesariamente cuando los famosos van al gimnasio (o al dentista, o al baño); nos enteramos no una, sino mil veces, del gol que algún equipo que no conocemos marcó en algún partido que no nos interesa; nos embrutecemos sílaba a sílaba con la insólita ortografía de nuestros amigos y conocidos. Todos tienen derecho a hablar, a comentar, a protestar, a injuriar, y a inundar el canal con cualquier chiste sonso, con vendettas pusilánimes, o con mensajes crípticos a cuyo autor le parecen ingeniosísimos, y a los demás, un desperdicio de electrones. Es el Reino de la Cháchara.

La culpa, como veremos, no está en los 140 caracteres que limitan el largo de los mensajes. La enorme libertad de expresión que permiten las redes sociales no conduce a que se escuchen por igual todos los puntos de vista. Estas redes se prestan más para amplificar los lugares comunes, las ideas trilladas, y las banalidades de fácil digestión, mientras que la disensión es ignorada – o atacada con la fiereza de la horda. Es la dictadura del consenso.

Pero felizmente existen quienes les dan un uso distinto. Por un lado están los que han encontrado en Twitter el telégrafo del siglo XXI: la manera más veloz y eficiente de comunicar hechos en desarrollo, catástrofes naturales, movimientos sociales censurados por el Estado. Lo vimos durante la última Copa Mundo, que desbordó la capacidad de la red. Lo vimos también durante las protestas estudiantiles de 2008 en Irán, en el terremoto de Haití, y ahora en las inundaciones en Pakistán. Hay millones de personas con celulares habilitados para Twitter, y cualquiera de ellas puede convertirse en corresponsal sobre el terreno.

Por otro lado están los poetas twitteros. Invito a quien dude de la profundidad o elocuencia que se puedan condensar en 140 caracteres a que siga a algún practicante de este nuevo género literario. Ese espacio tan pequeño no acoge a la argumentación – no encontraremos ensayistas twitteros –, pero en cambio sí afila el aforismo y enaltece al verso breve. Un filósofo, Alain de Botton, reporta epifanías que se le ocurren a lo largo del día. “Con la edad”, dice, “uno entiende que ciertas cosas no tienen arreglo – y empieza a tomar más seriamente la frivolidad.” Desde Delhi, Natasha Badhwar, fotógrafa, cineasta, y madre de tres, comparte trinos terapéuticos: “La seguridad es un avioncito de papel. Vuela, se estrella. Doblo otro.” El crítico de cine Roger Ebert sostiene mordaces conversaciones por Twitter; así vive su voz después de que un cancer de la tiroides lo dejara sin habla.

Nietzsche, con sus máximas cortopunzantes, hubiera sido un gran twittero. También Victor Hugo, de quien se decía que componía un alejandrino cada mañana al afeitarse. Un alejandrino, con sus catorce sílabas, cabe holgadamente en un tweet

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 30 de agosto de 2010.

martes, 24 de agosto de 2010

Desobediencia virtual

En la intersección entre el arte, la tecnología, y el radicalismo político se incuban extrañas criaturas. A finales de los 80’s el Critical Art Ensemble, un colectivo de artistas en Estados Unidos, buscaba un nuevo lenguaje en las artes que estuviera a la altura de los cambios sociales de la era digital. Sus herramientas estaban en la electrónica, el video, el performance, y hasta la biología. Uno de sus temas preferidos era la crítica a la biotecnología. En un performance famoso, los participantes atónitos fueron puestos en contacto con cepas de bacterias – inocuas, según los creadores del movimiento. La intención era exponer a los asistentes a microorganismos para hacer una reflexión sobre su aceptación o rechazo a la manipulación genética. Al FBI no le causó gracia y encerró a uno de los fundadores del grupo bajo cargos de bioterrorismo.

En compañía de estos practicantes de la provocación como arte se formó Ricardo Domínguez, un profesor de la Universidad California en San Diego – una entidad pública – que ha despertado la antipatía de las autoridades norteamericanas con su nuevo proyecto: un teléfono celular que ayuda a los mexicanos intentando entrar ilegalmente a EEUU a encontrar agua y apoyo para sobrevivir su travesía por el desierto. “Es una Estatua de la Libertad móvil”, dice Domínguez, aludiendo al monumento que le daba la bienvenida a los inmigrantes que llegaban a comienzos de siglo por el puerto de Nueva York. Valiéndose de los satélites del sistema GPS, el celular actúa como una brújula inteligente que orienta al caminante hacia fuentes de agua y lugares de reposo, y lo aleja de los perros de la guardia fronteriza y las miras de los rifles de la milicia civil. El dispositivo también recita frases de aliento: “Que el camino se levante a tu encuentro y el viento esté siempre a tus espaldas”.

Al menos esa es la idea. En la realidad el prototipo construido es un aparato hechizo y crudo, una colcha de retazos de buenas intenciones fácilmente superada por cualquier GPS de bolsillo. Pero a Domínguez y sus colaboradores no les interesa manufacturar el producto para ponerlo en manos de quienes lo podrían usar. Por una parte, eso costaría dinero, y no muchos querrán financiar una empresa que será torpedeada jurídicamente y que atraerá publicidad negativa en abundancia. Algunos contribuyentes de California ya se han quejado porque sus impuestos se empleen en pagar el salario de alguien que busca favorecer la inmigración ilegal. Por otro lado, las motivaciones de este proyecto son ideológicas. Ante las protestas de individuos y autoridades, el profesor apela a la tradición de la desobediencia civil como mecanismo de protesta y cambio social. Si viola la ley, aduce, es para denunciar una injusticia.

Me parece una respuesta vacía. Que existan o no injusticias alrededor del problema de la inmigración es uno de los grandes debates de las sociedades modernas; no se trata de discutir eso. Pero Gandhi, King y Mandela, los apóstoles de la religión de la no violencia que invoca Domínguez, no se contentaron con manifestaciones conceptuales de sus ideas: inspiraron a miles de seres humanos de carne y hueso a que usaran sus propios cuerpos como fuerza de contención o como cuñas para abrir una grieta en una sociedad cerrada. Al lado de una marcha como la de Martin Luther King en 1963, el celular de Domínguez, hecho para exhibirse en un museo como símbolo de rebeldía –para ponernos, supuestamente, a pensar–, parece un chiste. 

Si de verdad se quiere contribuir a mejorar la situación de los inmigrantes usando herramientas tecnológicas hay mil maneras de hacerlo mejor. Las más importantes saldrán de manera orgánica de ellos mismos, que, por ejemplo, ya usan las redes sociales para organizarse políticamente en un país en el que políticamente no existen. De allí saldrán las reformas al sistema, no de una boutade inconsecuente como ésta que se ha pretendido hacer pasar por activismo.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 23 de agosto de 2010.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Zarzamoras

Lo que parece una buena noticia para los usuarios de teléfonos Blackberry en algunos países asiáticos puede ser una pésima noticia para los usuarios de ese sistema en todo el mundo. Y un mal augurio más para la privacidad en la era digital.

Todo comenzó hace un par de semanas cuando Indonesia, India, Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos amenazaron con bloquear los servicios de mensajería y correo de Blackberry si su fabricante canadiense, RIM, no le entregaba a esos gobiernos las claves secretas con que se cifran las comunicaciones. Estos Estados exigen que sus agencias de inteligencia puedan interceptar los datos que pasan por la red Blackberry. Según algunos indicios, la sangrienta toma de un hotel en Mumbai en 2008 y el asesinato de un líder de Hamas en Dubai en enero de este año fueron ambos coordinados usando estos teléfonos.

RIM tiene poderosos motivos para ser renuente ante tales solicitudes, ya que su reputación se construyó alrededor de la supuesta inviolabilidad de su tecnología. El Blackberry obtuvo su estatus de emblema yuppie en las manos de los atareados y famosos: abogados, inversionistas de Wall Street, ejecutivos de alto rango, celebridades y políticos (incluyendo al entonces candidato Barack Obama, confeso dependiente del chat). Todos aducen una absoluta necesidad de confidencialidad. Ceder en ese terreno podría ser fatal para la imagen de RIM.

Pero también tiene razones para hacerlo. Después de varios años de ser el teléfono inteligente líder en Estados Unidos y el segundo en el mundo, Blackberry enfrenta hoy la nada deleznable competencia de nuevos juguetes como el iPhone de Apple. Esa guerra frontal y frutal, entre la mora y la manzana (y a la que llega otro rival, el sistema Android de Google), se librará en buena parte por fuera del ya saturado mercado norteamericano. Países ricos, como Arabia Saudita y Emiratos, son mercados claves. Países populosos, como India e Indonesia, lo son aún más. Quedarse por fuera de unos u otros sería dejar de crecer en una industria en la que el tamaño importa.

Lo malo es que al capitular se crearía un precedente nefasto para todos los usuarios de redes celulares. Una vez abierta esa puerta, cada país podrá exigir acceso a los fabricantes de hardware, so amenaza de restringir sus operaciones. En el mercado global la industria de la telefonía tiene que lidiar con Estados liberales como con regímenes autoritarios. Solo los ciudadanos de los contadísimos países –si es que los hay– con instituciones que se toman en serio la privacidad podrán estar tranquilos. Los demás debemos desde ya irnos acostumbrado a que las comunicaciones no serán esa autopista abierta y libre que tanto nos venden, sino un camino de espinosas zarzas que a cada paso nos chuzan.

RIM ha anunciado que acatará las exigencias y ya muchos usuarios han puesto el grito en el cielo y propuesto el boicot en la tierra. Pero hay algo peor: nada nos garantiza que el mecanismo para escuchar nuestras comunicaciones permanezca en custodia oficial. El video sexual de Paris Hilton, así como los computadores de Raúl Reyes o los reportes secretos de la guerra afgana filtrados hace poco, nos recuerdan que en esta era la información busca –y encuentra– la forma de ser libre. Al debilitar la seguridad de sus teléfonos y dejarla en manos estatales –humanas, al fin y al cabo–, es casi una certeza que ese conocimiento terminará en manos de cualquiera.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 17 de agosto de 2010.

lunes, 9 de agosto de 2010

Deus ex machina

Hace un año, al celebrar el bicentenario del nacimiento de Charles Darwin y el aniversario 150 de la publicación del Origen de las especies, se conocieron muchas confirmaciones de la teoría de la evolución sustentadas en evidencia genética. Ahora nos llega una nueva desde los improbables campos de la computación y la aeronáutica.
Uno de los desafíos más imponentes para la medicina moderna es la cirugía reconstructiva. Avances en la visualización de tejidos, en la técnicas de trasplantes e injertos, y en la ciencia de materiales, permiten hoy proezas impensables hace unos años, pero los médicos que realizan este tipo de operaciones tienen pocas guías para hacer su trabajo más allá de su conocimiento de la anatomía humana. El instinto del cirujano puede ser muy avezado, pero conseguir resultados que se acerquen al estado original del paciente, tanto en estética como en función, es endiabladamente difícil.
No es para menos. De todas las estructuras que la ciencia ha tenido la osadía de manipular, la de nuestros cuerpos es la más compleja y delicada. El cráneo, sobre todo, está lleno de huesos pequeños y de forámenes de formas irregulares. Los primeros le dan forma al rostro, y además de permitir movimientos complicados y vitales como la respiración y la masticación, tienen que ser capaces de resistir el estrés mecánico causado por esos movimientos repetidos durante toda una vida. Los segundos existen para que la estructura ósea pueda acomodar nervios y vasos sanguíneos. Para reconstruir ese andamiaje laberíntico habría que invocar a Prometeo, el dios que según el mito griego moldeó de barro a los primeros humanos.
O invocar a Alok Sutradhar. Este investigador de Ohio State, experto en modelos tridimensionales y en materiales para la aviación, está desarrollando con su equipo de trabajo sistemas que permiten construir partes del cráneo a partir de requirimientos estructurales en vez de la intuición del médico. Una base de datos es alimentada con las necesidades que debe cumplir la pieza: dónde va una placa sólida, dónde una curva, dónde un espacio vacío, qué vasos o nervios deben caber. Un poderoso algoritmo pondera todas esas exigencias, crea un objeto que responde a las necesidades de forma, flexibilidad y firmeza, y también recomienda materiales biocompatibles que toleren las fuerzas y presiones involucradas.
El método, que se llama optimización topológica, fue inventado para diseñar piezas de aviones con base en especificaciones de forma y función. Es una gran ventaja poder modelar esas piezas y simular su funcionamiento en el computador antes de salir a construirlas y probarlas en el mundo real. 
Algunos de los primeros resultados del Dr. Sutradhar, a los que llega el programa después de intensivos cálculos, sin participación humana, muestran un parecido sorprendente, inequívoco, con las formas reales del cráneo humano. La máquina, empleando su conocimientos sobre mecánica, materiales y matemática, llega a soluciones similares a las que ha calculado el proceso de evolución después de millones de años de ensayo y error, como si hubiera aprendido el secreto de hacer formas eficientes para la vida. Es, a la vez, una validación del método del Dr. Sutradhar por la vía de la evolución, y una validación de la teoría de Darwin por la vía de la ingeniería moderna.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 9 de agosto de 2010.

lunes, 2 de agosto de 2010

Información y conocimiento

Se ha vuelto un lugar común repetir que el menos informado entre nosotros hoy tiene más datos a su disposición que los que en otros tiempos tendría un emperador. A mi mismo me asombra, cuando converso con personas muy jóvenes, de menos de veinte años, y las comparo con las de mi generación a esa edad, la relativa superioridad que tienen en el manejo de la información. No parece que la edad les alcanzara para saber tanto sobre cine, sobre música, sobre la vidas de las celebridades, o sobre cualquier cantidad de otras cosas – útiles o inútiles. Dan la impresión de un avance real de la humanidad, de un desarrollo sin precedentes en nuestra capacidad de conocimiento.

Pero al confundir conocimiento con información pasamos por alto la importancia de la experiencia y la reflexión en el actuar humano. Esa confusión oculta el gran cambio cognitivo que como especie estamos experimentando a medida que la tecnología invade cada cuadrante de nuestras vidas. Poco nos ponemos a pensar sobre los efectos negativos de ese cambio.

Uno de ellos es el riesgo de formar generaciones de hombres y mujeres llenos de datos, infinitamente informados pero carentes de criterio, de contexto, y de análisis. Hay que evitar que la comodidad de las soluciones tecnológicas nos haga olvidar los hábitos de pensar y de buscar, como sucedió con la invención de las calculadoras electrónicas, que llevó a que muchos vieran en la aritmética una molestia anticuada e innecesaria.

Como regla general, cualquier actividad que no nos cueste, que no suponga un esfuerzo, es propensa a no dejar huella. Ese es un principio incompatible con el etos facilista de la tecnología moderna, que nos promete todo el conocimiento al alcance de la mano. Pero la búsqueda de sentido, tanto en los individuos como en las sociedades, siempre será una aventura difícil y costosa, llena de desilusiones y de resultado incierto. No existe aún el atajo que reemplace aquellos caminos largos y lentos que son los únicos que los humanos conocemos para acrecentar nuestra conciencia: la lectura, la investigación, la soledad, la introspección.

Se dirá que las redes modernas simplemente son una herramienta más, una que nosotros decidimos cuándo usar y cuándo no. Eso es indudable y estoy seguro de que bien manejadas son una fuerza para el bien y una fuente de luces para la humanidad. Pero por primera vez en nuestra historia inquieta la posibilidad real de que la subienda de información nos abrume, de que la tarea de organizar y asimilar esa sobreoferta ocupe tanto de nuestro tiempo que no nos quede suficiente para aprender y para vivir lo aprendido.

Ninguna civilización se encuentra a salvo de la banalidad, pero la nuestra, asediada por el ruido blanco que producen tantos datos en una especie de estado primario, corre el riesgo de perder las habilidades duramente adquiridas por la ciencia, las artes y la filosofía. Esas habilidades incluyen la capacidad de cuestionarse, de responderse, y de entenderse. No iríamos hacia la tan mentada sociedad del conocimiento, sino hacia la de la distracción. Hacia una sociedad tan alelada que nunca se dé cuenta de no haber aspirado a la felicidad y a la sabiduría. Una sociedad a la merced del Estado y de la mercadotecnia.

Hace ochenta años, en tiempos menos vertiginosos, el poeta T.S. Elliot se angustiaba: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?” Nunca como hoy fueron tan apremiantes esas preguntas.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 2 de agosto de 2010.