Andrés Calamaro, rockero argentino, cerró su cuenta en Twitter la semana pasada con un portazo que se escuchó por todo el ciberespacio hispano. Dijo estar cansado de ese “coro de subnormales” e invitó a que los mensajes cortos que caracterizan a esa red social se los introdujeran por la parte de la anatomía que suele reservarse para estos casos.
No lo culpo. Lo cierto es que Twitter, al igual que el resto del internet, ha crecido sin árbitro y sin orden, más como un tumor maligno que como un organismo funcional. Ese ha sido es uno de sus puntos fuertes: sin barreras de entrada, en Twitter cualquiera opina y es libre de escuchar o de ignorar a quien quiera. Pero la contrapartida de tanta libertad es lo inane de casi todo lo que se publica en esa red. Nos enteramos inmediata e innecesariamente cuando los famosos van al gimnasio (o al dentista, o al baño); nos enteramos no una, sino mil veces, del gol que algún equipo que no conocemos marcó en algún partido que no nos interesa; nos embrutecemos sílaba a sílaba con la insólita ortografía de nuestros amigos y conocidos. Todos tienen derecho a hablar, a comentar, a protestar, a injuriar, y a inundar el canal con cualquier chiste sonso, con vendettas pusilánimes, o con mensajes crípticos a cuyo autor le parecen ingeniosísimos, y a los demás, un desperdicio de electrones. Es el Reino de la Cháchara.
La culpa, como veremos, no está en los 140 caracteres que limitan el largo de los mensajes. La enorme libertad de expresión que permiten las redes sociales no conduce a que se escuchen por igual todos los puntos de vista. Estas redes se prestan más para amplificar los lugares comunes, las ideas trilladas, y las banalidades de fácil digestión, mientras que la disensión es ignorada – o atacada con la fiereza de la horda. Es la dictadura del consenso.
Pero felizmente existen quienes les dan un uso distinto. Por un lado están los que han encontrado en Twitter el telégrafo del siglo XXI: la manera más veloz y eficiente de comunicar hechos en desarrollo, catástrofes naturales, movimientos sociales censurados por el Estado. Lo vimos durante la última Copa Mundo, que desbordó la capacidad de la red. Lo vimos también durante las protestas estudiantiles de 2008 en Irán, en el terremoto de Haití, y ahora en las inundaciones en Pakistán. Hay millones de personas con celulares habilitados para Twitter, y cualquiera de ellas puede convertirse en corresponsal sobre el terreno.
Por otro lado están los poetas twitteros. Invito a quien dude de la profundidad o elocuencia que se puedan condensar en 140 caracteres a que siga a algún practicante de este nuevo género literario. Ese espacio tan pequeño no acoge a la argumentación – no encontraremos ensayistas twitteros –, pero en cambio sí afila el aforismo y enaltece al verso breve. Un filósofo, Alain de Botton, reporta epifanías que se le ocurren a lo largo del día. “Con la edad”, dice, “uno entiende que ciertas cosas no tienen arreglo – y empieza a tomar más seriamente la frivolidad.” Desde Delhi, Natasha Badhwar, fotógrafa, cineasta, y madre de tres, comparte trinos terapéuticos: “La seguridad es un avioncito de papel. Vuela, se estrella. Doblo otro.” El crítico de cine Roger Ebert sostiene mordaces conversaciones por Twitter; así vive su voz después de que un cancer de la tiroides lo dejara sin habla.
Nietzsche, con sus máximas cortopunzantes, hubiera sido un gran twittero. También Victor Hugo, de quien se decía que componía un alejandrino cada mañana al afeitarse. Un alejandrino, con sus catorce sílabas, cabe holgadamente en un tweet.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 30 de agosto de 2010.