Se ha vuelto un lugar común repetir que el menos informado entre nosotros hoy tiene más datos a su disposición que los que en otros tiempos tendría un emperador. A mi mismo me asombra, cuando converso con personas muy jóvenes, de menos de veinte años, y las comparo con las de mi generación a esa edad, la relativa superioridad que tienen en el manejo de la información. No parece que la edad les alcanzara para saber tanto sobre cine, sobre música, sobre la vidas de las celebridades, o sobre cualquier cantidad de otras cosas – útiles o inútiles. Dan la impresión de un avance real de la humanidad, de un desarrollo sin precedentes en nuestra capacidad de conocimiento.
Pero al confundir conocimiento con información pasamos por alto la importancia de la experiencia y la reflexión en el actuar humano. Esa confusión oculta el gran cambio cognitivo que como especie estamos experimentando a medida que la tecnología invade cada cuadrante de nuestras vidas. Poco nos ponemos a pensar sobre los efectos negativos de ese cambio.
Uno de ellos es el riesgo de formar generaciones de hombres y mujeres llenos de datos, infinitamente informados pero carentes de criterio, de contexto, y de análisis. Hay que evitar que la comodidad de las soluciones tecnológicas nos haga olvidar los hábitos de pensar y de buscar, como sucedió con la invención de las calculadoras electrónicas, que llevó a que muchos vieran en la aritmética una molestia anticuada e innecesaria.
Como regla general, cualquier actividad que no nos cueste, que no suponga un esfuerzo, es propensa a no dejar huella. Ese es un principio incompatible con el etos facilista de la tecnología moderna, que nos promete todo el conocimiento al alcance de la mano. Pero la búsqueda de sentido, tanto en los individuos como en las sociedades, siempre será una aventura difícil y costosa, llena de desilusiones y de resultado incierto. No existe aún el atajo que reemplace aquellos caminos largos y lentos que son los únicos que los humanos conocemos para acrecentar nuestra conciencia: la lectura, la investigación, la soledad, la introspección.
Se dirá que las redes modernas simplemente son una herramienta más, una que nosotros decidimos cuándo usar y cuándo no. Eso es indudable y estoy seguro de que bien manejadas son una fuerza para el bien y una fuente de luces para la humanidad. Pero por primera vez en nuestra historia inquieta la posibilidad real de que la subienda de información nos abrume, de que la tarea de organizar y asimilar esa sobreoferta ocupe tanto de nuestro tiempo que no nos quede suficiente para aprender y para vivir lo aprendido.
Ninguna civilización se encuentra a salvo de la banalidad, pero la nuestra, asediada por el ruido blanco que producen tantos datos en una especie de estado primario, corre el riesgo de perder las habilidades duramente adquiridas por la ciencia, las artes y la filosofía. Esas habilidades incluyen la capacidad de cuestionarse, de responderse, y de entenderse. No iríamos hacia la tan mentada sociedad del conocimiento, sino hacia la de la distracción. Hacia una sociedad tan alelada que nunca se dé cuenta de no haber aspirado a la felicidad y a la sabiduría. Una sociedad a la merced del Estado y de la mercadotecnia.
Hace ochenta años, en tiempos menos vertiginosos, el poeta T.S. Elliot se angustiaba: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?” Nunca como hoy fueron tan apremiantes esas preguntas.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 2 de agosto de 2010.
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