El tren se detuvo en la estación San Nicolás, en medio de un aguacero. Un pasajero miraba por la ventana una vaca que se había resguardado de la lluvia bajo el techo de la plataforma.
Las gotas golpeaban con fuerza el vidrio del vagón. El pasajero miró su celular. La señal no era buena. “Debería bajarme a revisar el pronóstico –pensó–, adentro debe haber un meteoholograma.” En los últimos años los habían instalado por todos lados; se habían vuelto indispensables los pronósticos de corto plazo desde que el clima se había descarrilado. Pero apartó la idea. Con seguridad no habría luz. En Barranquilla siempre se iba la luz cuando llovía.
Hubiera deseado evitar la parada en esa ciudad. El viaje de Cartagena hasta Santa Marta prefería hacerlo por carretera, en su Ford eléctrico, sin paradas. Pero en invierno era imposible. El mar de leva cubría trechos largos de la autopista entre Barranquilla y Santa Marta –a veces durante semanas– y hacía imposible pasar por ahí. Como en muchas áreas costeras del mundo, ya se veían circular carros anfibios, pero aún teniendo uno habría que recargar baterías para el viaje, y en la ciudad no habría luz. Menos mal existía el tren.
Aún así, cualquier cosa hubiera sido mejor que tener que detenerse allí en un día de lluvia. Muchos años antes había vivido felizmente allí. Pero la ciudad ahora era otra. En la década pasada se comprendió por fin que el clima se había desquiciado para siempre; pero ya era demasiado tarde. En otras ciudades en riesgo se habían armado diques, desagües, sistemas de alerta. Pero en Barranquilla la costumbre de convivir con los arroyos y los desastres invernales impidió que algo se hiciera para asimilar los cambios. No fue por falta de advertencias; hubo muchas. En los primeros años del siglo el mar había derrumbado el viejo puerto. Las tormentas se volvían más violentas, más impredecibles. Las inundaciones y los damnificados se acumulaban. Con cada aguacero los arroyos se adueñaban más de la ciudad, y la ciudad terminó por perder la batalla.
Recordó una broma que decían los barranquilleros: como cada vez que llovía la ciudad se quedaba sin luz, ¡que se usen los arroyos para generar electricidad! Pero ese chiste nunca hizo reír a ninguno, y menos a las empresas que se habían instalado allí en las primeras dos décadas del siglo, atraídas por la cercanía al mar y al río, y por el nuevo tren regional. Tuvieron que salir, ahuyentadas por el agua y la infraestructura destruida.
Los meteorólogos, llamados para explicar las tormentas, de poco servían: no había regularidad en las temporadas de sol y las de lluvias, cada vez el calor era peor, la borrasca más agresiva, el vendaval más devastador. Hasta la legendaria alegría de sus habitantes se fue enmoheciendo con el tiempo, entre el abandono y el desempleo. Se tornaron pardos y taciturnos, como moradores de pantano. Los más jóvenes emigraron; la ciudad envejeció. Algún año el Carnaval se tuvo que cancelar por cuenta del diluvio. Al año siguiente lo mismo. Al otro año se dejó de intentar.
El pasajero miró por la ventana a la vaca. “Seguramente viene de la Calle 30 –pensó–, huyéndole al arroyo.” El tren no saldría por un buen rato. Había que esperar a los pasajeros que no podían llegar por la lluvia. Quería salir del vagón, pero con esa lluvia no había donde ir. Solo quedaba esperar a que escampara.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 13 de septiembre de 2010.
Ídolo.
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