Ashley Madison es una agencia que vende servicios de búsqueda de parejas, como muchas que existen en internet. Pero esta agencia atiende un nicho muy particular, evidenciado en el estado civil de la mayoría de sus clientes: casado. Allí acuden señoras y señores en busca de un affaire, y la firma se encarga de la discreción y la prudencia necesarias para realizar la intermediación. La semana pasada, Yonni Barrios, uno de los mineros chilenos rescatados el 13 de octubre, a quien tanto su esposa como su amante esperaban en la superficie, recibió una oferta de Ashley Madison de 100.000 dólares para ser la imagen de la empresa. (Probablemente Yonni salía menos costoso que Tiger Woods.)
Se trata de una situación netamente moderna: el minero rescatado, convertido por los medios en una celebridad internacional; la cifra suntuosa ofrecida por prestar su imagen y su historia para promocionar un producto; el bien o servicio antes intransable y de repente convertido en negocio gracias a la revolución en las comunicaciones; el celestinaje digital. Pone de plano cómo en nuestra era la infidelidad, al igual que casi todo lo demás, ha sido transformada por los cambios tecnológicos.
La red, lo vemos todos los días, es el Gran Amplificador que, por las conexiones infinitas que crea entre seres humanos —conexiones que se extienden por todo el planeta—, no suma, multiplica. Aumenta a la potencia. Si un grupo está compuesto de cuatro individuos, por ejemplo, existen 6 distintas parejas que pueden formarse de ese grupo. Si llega una persona nueva al grupo, el número de parejas posibles aumenta a 10. Ese crecimiento exponencial depende del número de integrantes del grupo, y en internet, gracias a la facilidad para mantener conexiones con casi cualquiera en el mundo, el número de integrantes puede ser de cientos o de miles de individuos. El número de emparejamientos posibles, de millones.
Y mientras la red proporciona la escala necesaria para que opere la ley de los grandes números (la que, en su versión coloquial, básicamente dice que dado un número muy, muy grande de eventos, todo tipo de cosas improbables se vuelven propensas a suceder), la tecnología pone la herramienta. El sigilo es la principal necesidad del adúltero, y por eso el chat es el canal preferido para el affaire. En pocos años, esos mensajes cortos, transmitidos inmediatamente vía internet, se convirtieron en una forma de expresión nueva, adicional a los lenguajes hablados, escritos y gestuales que hemos usado por milenios. Si bien técnicamente el chat es un lenguaje escrito, la inmediatez, más el hecho de que es una comunicación de doble vía, lo hace muy distinto a la carta e incluso al correo electrónico; es más como un diálogo escrito. Como en otros casos de tecnologías de comunicación, lo que activó su potencial para transformar las interacciones humanas fue el teléfono celular. La novedad consiste en que hoy millones de personas cargan, en el bolsillo o en la cartera, un pequeño dispositivo para conversar sin mover los labios ni producir sonidos.
En ese nuevo espacio para el flirteo encubierto se mueven sin exponerse a miradas recelosas los mensajes de seducción de los casanovas de BlackBerry y de sus análogas femeninas. Lo que hace que la infidelidad de ahora sea juego más insidioso que la infidelidad de antes.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 25 de octubre de 2010.