/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: octubre 2010

martes, 26 de octubre de 2010

Nuevas infidelidades


Ashley Madison es una agencia que vende servicios de búsqueda de parejas, como muchas que existen en internet. Pero esta agencia atiende un nicho muy particular, evidenciado en el estado civil de la mayoría de sus clientes: casado. Allí acuden señoras y señores en busca de un affaire, y la firma se encarga de la discreción y la prudencia necesarias para realizar la intermediación. La semana pasada, Yonni Barrios, uno de los mineros chilenos rescatados el 13 de octubre, a quien tanto su esposa como su amante esperaban en la superficie, recibió una oferta de Ashley Madison de 100.000 dólares para ser la imagen de la empresa. (Probablemente Yonni salía menos costoso que Tiger Woods.)

Se trata de una situación netamente moderna: el minero rescatado, convertido por los medios en una celebridad internacional; la cifra suntuosa ofrecida por prestar su imagen y su historia para promocionar un producto; el bien o servicio antes intransable y de repente convertido en negocio gracias a la revolución en las comunicaciones; el celestinaje digital. Pone de plano cómo en nuestra era la infidelidad, al igual que casi todo lo demás, ha sido transformada por los cambios tecnológicos.

La red, lo vemos todos los días, es el Gran Amplificador que, por las conexiones infinitas que crea entre seres humanos —conexiones que se extienden por todo el planeta—, no suma, multiplica. Aumenta a la potencia. Si un grupo está compuesto de cuatro individuos, por ejemplo, existen 6 distintas parejas que pueden formarse de ese grupo. Si llega una persona nueva al grupo, el número de parejas posibles aumenta a 10. Ese crecimiento exponencial depende del número de integrantes del grupo, y en internet, gracias a la facilidad para mantener conexiones con casi cualquiera en el mundo, el número de integrantes puede ser de cientos o de miles de individuos. El número de emparejamientos posibles, de millones.

Y mientras la red proporciona la escala necesaria para que opere la ley de los grandes números (la que, en su versión coloquial, básicamente dice que dado un número muy, muy grande de eventos, todo tipo de cosas improbables se vuelven propensas a suceder), la tecnología pone la herramienta. El sigilo es la principal necesidad del adúltero, y por eso el chat es el canal preferido para el affaire. En pocos años, esos mensajes cortos, transmitidos inmediatamente vía internet, se convirtieron en una forma de expresión nueva, adicional a los lenguajes hablados, escritos y gestuales que hemos usado por milenios. Si bien técnicamente el chat es un lenguaje escrito, la inmediatez, más el hecho de que es una comunicación de doble vía, lo hace muy distinto a la carta e incluso al correo electrónico; es más como un diálogo escrito. Como en otros casos de tecnologías de comunicación, lo que activó su potencial para transformar las interacciones humanas fue el teléfono celular. La novedad consiste en que hoy millones de personas cargan, en el bolsillo o en la cartera, un pequeño dispositivo para conversar sin mover los labios ni producir sonidos.

En ese nuevo espacio para el flirteo encubierto se mueven sin exponerse a miradas recelosas los mensajes de seducción de los casanovas de BlackBerry y de sus análogas femeninas. Lo que hace que la infidelidad de ahora sea juego más insidioso que la infidelidad de antes.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 25 de octubre de 2010.

martes, 19 de octubre de 2010

El silencio sideral

Todos los años en el Día de la Raza recuerdo el verso de Amado Nervo: “¿Quién será, en un futuro no lejano, el Cristóbal Colón de algún planeta?” Para la época en fue fue escrito, octubre de 1917, hace ya casi cien años, la idea de descubrir otros planetas era ciencia ficción pura. Pasaron 78 años antes de que se encontrara el primer planeta por fuera de nuestro sistema solar, y desde entonces se han encontrado unos 400 más; todo indica que debe haber millones de ellos. Lo que hasta ahora no se detectado en ninguno son indicios de algún tipo de vida.

Mi interés particular en la posibilidad de vida extraterrestre seguramente proviene de la absorción y el placer con los que veía Cosmos, de Carl Sagan, un ejemplo de un tipo de televisión educativa que hoy, desafortunadamente, ya no existe. El entusiasmo de Sagan por la vida en otros planetas era palpable, en parte por una idea que nos concierne a todos, no solo a los astrofísicos. Si se descubriera una civilización suficientemente avanzada en otra parte de la Galaxia, una que hubiera sobrevivido a la expansión poblacional, al agotamiento de los recursos naturales, y a las guerras y las enfermedades, eso indicaría que hay esperanza para el futuro de la nuestra, que la autodestrucción no es el destino inevitable del crecimiento y el progreso.

¿Cómo hallar una civilización así? Si captáramos con nuestros instrumentos alguna perturbación regular en el espectro electromagnético, algún patrón en las ondas –como los que producimos en la Tierra con las transmisiones radiales, por ejemplo–, sería prueba incontrovertible de que más allá de nuestro Sistema Solar hay alguna forma de vida inteligente, puesto que el Cosmos por su cuenta no produce ruidos ordenados. Pero hasta ahora nuestros radiotelescopios no han detectado sino silencio.

La inmensidad del espacio es ciertamente un motivo. También puede que estemos buscando en los lugares equivocados. Todos los esfuerzos se han concentrado en la búsqueda de señales de radio, pero nosotros mismos cada vez nos comunicamos más por canales como la fibra óptica, que no filtran señales al espacio. Es probable que en algunas décadas no usemos señales de radio para comunicarnos. De igual manera, una sociedad extraterrestre avanzada puede haber dejado de emitirlas hace miles de años.

Una estrategia nueva consiste en buscar indicios de contaminación ambiental. Las civilizaciones, a medida que prosperan, consumen recursos, agotan su medio ambiente, tal vez hasta colonicen otros planetas para sobrevivir. Concentraciones atípicas de gases complejos en una atmósfera lejana podrían insinuar una especie que, como la nuestra, se angustia por las calamidades que ha prodigado sobre su propio hogar. Tal vez alguna de ellas haya encontrado la forma de subsistir; tal vez de ella podamos aprender algo.

En la época de Sagan, la mayoría de los astrónomos, astrofísicos, y demás científicos dedicados a estudiar el Cosmos consideraban como posible la existencia de vida en otras partes del Universo. Treinta años después, la confirmación de que existen de otros planetas, algunos con condiciones adecuadas para la vida, hace de esa posibilidad casi una certeza. Hoy sabemos que lo improbable es que estemos solos. Por eso, el silencio cósmico puede resultar aterrador. ¿Estarán todas las civilizaciones condenadas, por la superpoblación y el agotamiento de recursos, a autoextinguirse, antes de lograr el salto tecnológico que les permita salir a saludar a sus vecinos?

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 19 de octubre de 2010.

lunes, 11 de octubre de 2010

El sexto elemento

El material opaco del centro de los lápices, el grafito, está hecho de capas superpuestas de carbono que se desprenden con facilidad, lo que permite la escritura. En 2004, dos investigadores rusos en la Universidad de Manchester usaron cinta pegante para arrancar las capas de un pedazo de grafito hasta aislar una sola capa muy delgada, de un solo átomo de altura; lo más delgado físicamente posible. A esa lámina se le llamó ‘grafeno’; por su descubrimiento Andre Geim y Konstantin Novoselov recibieron la semana pasada el Premio Nobel de Física.

La estructura del grafeno es sencilla. Visto en un microscopio electrónico, que es la única manera como se puede observar una matriz de átomos, parece una malla de anjeo. Pero la sencillez se limita a su apariencia. A medida que se estudia y se conoce más, los físicos están descubriendo en el grafeno propiedades tan especiales que han llevado a algunos a afirmar que se trata de un material milagroso. 

El primer milagro está en su casi total ausencia de espesor. En nuestro universo, en que todo tiene tres dimensiones, el grafeno es una poco común estructura bidimensional. Y a pesar de ser una sola capa, es impermeable al agua, a los gases, y es completamente inerte; no se corroe, ni se moja. 

Amén de lo anterior, el material conduce calor y electricidad mejor que cualquier otro elemento conocido, por lo que es probable que reemplace al silicio en la fabricación de transistores y microchips. Su capacidad de conducir electricidad es tan eficiente que las señales se acercan a la velocidad de la luz.

Pero lo más milagroso es su resistencia. Por su delgadez y por la economía de su estructura, el grafeno es ultraliviano. No obstante, los enlaces entre los átomos de carbono le confieren una fortaleza hasta ahora nunca conocida; el grafeno no es solo el material más delgado del mundo, sino también el más fuerte. Se ha dicho que el peso de un camión balanceado sobre un lápiz con punta de diamante, presionando sobre una lámina de grafeno en un solo punto, no alcanzaría para perforarla.

Esta mezcla de propiedades –resistencia, ligereza, conductividad, impermeabilidad y, una vez que se industrialice su producción, bajo costo– prometen hacer del grafeno el material nuevo más importante de la historia; más importante que, en su momento, el plástico. Pantallas flexibles, ropa antibalas, aviones y vehículos más livianos y eficientes, empaques para alargar la vida útil de alimentos perecederos, y computadores miles de veces más poderosos que los actuales, son algunas de las ideas que ya se están desarrollando. Otras que se han propuesto, como ascensores espaciales hechos de grafeno que permitirían a ingenieros subir al cielo a reparar satélites, parecen escenarios de ciencia ficción, pero son teóricamente posibles.

Algo intrigante para los que estudian la ciencia de los materiales es que con el grafeno nos estaríamos acercando a varios límites impuestos por las leyes de la física: el límite de la conductividad eléctrica y térmica, el límite de la fuerza estructural, el límite de la delgadez de las cosas. Estamos en el umbral de un hito en la historia de la transformación de la materia por los humanos. Si, algún día, arqueólogos del futuro –quizás de origen extraterrestre–, analizaran las reliquias de la civilización del siglo XXI, tal vez concluirían que, así como existió la Edad de Piedra y la de Bronce, la nuestra, que apenas comienza, fue la Edad del Carbono.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 11 de octubre de 2010.

lunes, 4 de octubre de 2010

Oficios que se irán


Si en los últimos veinte años hemos estado en la sociedad de la pantalla, como afirmé aquí hace dos semanas, ahora nos dirigimos hacia el mundo del sensor. Sin hacerse notar demasiado estos dispositivos se han infiltrado poco a poco en todos lados, y pronto será común su concurso silencioso en el registro y la tabulación de cada rumor de nuestra vida.

Ya los cargamos en el bolsillo. La mayoría de los celulares modernos contienen sensores de la red GPS, que es un sistema de satélites que permite conocer las coordenadas geográficas de cualquier punto sobre la Tierra. Casi todos andamos con un aparato que puede ubicarnos hasta en alta mar con más precisión que el sextante y las cartas de navegación de antes. Los teléfonos más avanzados, como el iPhone, tienen además sensores de posición que le indican no solo su lugar en el globo, sino su posición relativa en el espacio. Sin contar con ningún punto de referencia, el aparato “sabe” si está inclinado, si está boca arriba o boca abajo, si se está moviendo y a qué velocidad. La última consola de Nintendo, la Wii, asombró al mundo de los videojuegos con un nuevo control que en lugar de un joystick cuenta con ojos electrónicos que miran al jugador, leen sus movimientos, y los traducen en instrucciones para los personajes en el juego; ya Microsoft y Sony han prometido sistemas aún más ambiciosos para registrar movimiento.

Y todo eso es apenas el comienzo. Los próximos sensores serán biológicos y los tendremos implantados en el cuerpo, vigilando la presión y el pulso, las ondas cerebrales, y los patrones de sueño. Otros extenderán las capacidades de los sentidos más allá del cuerpo humano. Habrá robots que podrán probar comidas y ayudarnos a afinar una receta, y habrá herramientas para descomponer el aroma de un perfume en sus elementos esenciales y recombinarlos como un arma personalizada de conquista sexual.

Bajo este nuevo orden del mundo de los sentidos algunos oficios desaparecerán. Nadie lamentará la partida de los perros para invidentes, que serán innecesarios cuando por fin se cumpla el milagro de devolverle la vista a los ciegos por medio de pequeños sensores fotosensibles implantados directamente en la retina. En cambio, anticipo protestas del bando de los enólogos, que seguramente juzgarán con desdén, desde lo alto de sus refinadas narices, a los robots con olfato capaces de escudriñar cada matiz de la botella recién destapada e informarnos, de manera nunca antes tan objetiva, sobre la calidad del vino que vamos a tomar. Y como el sumiller electrónico aprenderá a conocer las particularidades de nuestro gusto, hará recomendaciones más acertadas que las del enólogo de formación.

Creo también que se avecina el fin de la sicología. La práctica de contarle nuestras angustias a un humano entrenado en ayudarnos a desenredarlas cederá terreno al rigor de la bioquímica. Cuando hayamos entendido bien cómo funcionan los corredores electroquímicos del cerebro y hayamos instalado allí receptores para monitorear el funcionamiento de ese órgano, es seguro que el siguiente paso será controlar los estados de ánimo con microdósis de medicamentos, de la misma manera como un diabético controla su nivel de insulina o como un marcapasos regula el corazón. ¿Desaparecerá la tristeza? Difícil imaginarlo. Pero dado que la Organización Mundial de la Salud ya considera la depresión clínica como una epidemia mundial, la inquietante posibilidad del control mental por medio de sensores cerebrales puede resultar siendo uno de los avances en salud pública más importantes del siglo. 



Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 4 de octubre de 2010.