/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: Oficios que se irán

lunes, 4 de octubre de 2010

Oficios que se irán


Si en los últimos veinte años hemos estado en la sociedad de la pantalla, como afirmé aquí hace dos semanas, ahora nos dirigimos hacia el mundo del sensor. Sin hacerse notar demasiado estos dispositivos se han infiltrado poco a poco en todos lados, y pronto será común su concurso silencioso en el registro y la tabulación de cada rumor de nuestra vida.

Ya los cargamos en el bolsillo. La mayoría de los celulares modernos contienen sensores de la red GPS, que es un sistema de satélites que permite conocer las coordenadas geográficas de cualquier punto sobre la Tierra. Casi todos andamos con un aparato que puede ubicarnos hasta en alta mar con más precisión que el sextante y las cartas de navegación de antes. Los teléfonos más avanzados, como el iPhone, tienen además sensores de posición que le indican no solo su lugar en el globo, sino su posición relativa en el espacio. Sin contar con ningún punto de referencia, el aparato “sabe” si está inclinado, si está boca arriba o boca abajo, si se está moviendo y a qué velocidad. La última consola de Nintendo, la Wii, asombró al mundo de los videojuegos con un nuevo control que en lugar de un joystick cuenta con ojos electrónicos que miran al jugador, leen sus movimientos, y los traducen en instrucciones para los personajes en el juego; ya Microsoft y Sony han prometido sistemas aún más ambiciosos para registrar movimiento.

Y todo eso es apenas el comienzo. Los próximos sensores serán biológicos y los tendremos implantados en el cuerpo, vigilando la presión y el pulso, las ondas cerebrales, y los patrones de sueño. Otros extenderán las capacidades de los sentidos más allá del cuerpo humano. Habrá robots que podrán probar comidas y ayudarnos a afinar una receta, y habrá herramientas para descomponer el aroma de un perfume en sus elementos esenciales y recombinarlos como un arma personalizada de conquista sexual.

Bajo este nuevo orden del mundo de los sentidos algunos oficios desaparecerán. Nadie lamentará la partida de los perros para invidentes, que serán innecesarios cuando por fin se cumpla el milagro de devolverle la vista a los ciegos por medio de pequeños sensores fotosensibles implantados directamente en la retina. En cambio, anticipo protestas del bando de los enólogos, que seguramente juzgarán con desdén, desde lo alto de sus refinadas narices, a los robots con olfato capaces de escudriñar cada matiz de la botella recién destapada e informarnos, de manera nunca antes tan objetiva, sobre la calidad del vino que vamos a tomar. Y como el sumiller electrónico aprenderá a conocer las particularidades de nuestro gusto, hará recomendaciones más acertadas que las del enólogo de formación.

Creo también que se avecina el fin de la sicología. La práctica de contarle nuestras angustias a un humano entrenado en ayudarnos a desenredarlas cederá terreno al rigor de la bioquímica. Cuando hayamos entendido bien cómo funcionan los corredores electroquímicos del cerebro y hayamos instalado allí receptores para monitorear el funcionamiento de ese órgano, es seguro que el siguiente paso será controlar los estados de ánimo con microdósis de medicamentos, de la misma manera como un diabético controla su nivel de insulina o como un marcapasos regula el corazón. ¿Desaparecerá la tristeza? Difícil imaginarlo. Pero dado que la Organización Mundial de la Salud ya considera la depresión clínica como una epidemia mundial, la inquietante posibilidad del control mental por medio de sensores cerebrales puede resultar siendo uno de los avances en salud pública más importantes del siglo. 



Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 4 de octubre de 2010.

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