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domingo, 11 de diciembre de 2011

jueves, 8 de diciembre de 2011

La isla jurásica

Algo debe tener la temporada de fin de año que lleva a las dictaduras ridículas —mas no por eso menos crueles— de nuestro continente a desempolvar sus ya desdentados delirios totalitarios. La Navidad pasada fue el comandante venezolano Hugo Chávez quien se lució aprobando unas modificaciones a la perniciosa “Ley Resorte” que controla las comunicaciones en ese país. La nueva ley buscaba hacer responsables a los prestadores de servicio de Internet de todas las comunicaciones que pasaran por sus redes, lo que desembocaría en una censura de facto, y pretendía también imponerle a la red restricciones según la hora: como la que en la televisión colombiana se anunciaba con aquel jingle que invitaba a los niños a cepillarse los dientes y acostarse a dormir.

Ahora el turno es para el régimen de Raúl Castro. Su canciller, Bruno Rodríguez, según nota publicada en el diario El Espectador, acaba de descubrir las redes sociales. “Siento que vivimos una oportunidad con estas tecnologías”, dice, cosa que cualquier niño de ocho años años en el mundo libre le hubiera podido explicar. Y como no podía faltar el ingrediente de paranoia antiyanqui, agrega que hay que buscar “alternativas” para “salir de la dictadura de Microsoft y Apple.”

Ignoremos el blanco demasiado fácil que presenta un burócrata de la represión hablando de dictaduras. Más bien expliquémosle al canciller lo siguiente.

El Internet no lo inventó ni Microsoft, ni Apple, ni Google, ni Amazon (aunque esas empresas sí proveen buena parte de la infraestructura sobre la que transitan nuestros datos), sino que nació de un proyecto financiado en la década de los 60 por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Luego, universidades como MIT y Stanford se sumaron a la iniciativa hasta crear, poco a poco, la integración de redes que conocemos hoy.

En otras palabras, el Internet, del cual nos beneficiamos todos en el planeta, fue un proyecto pagado en sus inicios por el contribuyente norteamericano, que luego creció espectacularmente gracias a inversiones hechas por universidades y empresas privadas gringas. Si bien la red hoy es de todos, venir a quejarse ahora de la presencia que tienen ciertas empresas en ella es como llegar a la fiesta tarde, sin ser invitado, protestar porque la comida es mala y además porque sirvieron poquito.

En lugar de quejarse, podrían abrirle las puertas de la isla a la red, no solo para permitirle al pueblo cubano beneficiarse de ella, sino también para enriquecerla de vuelta. Así es que se agradece ese regalo: compartiendo con los usuarios del mundo lecturas, imágenes, sonidos e ideas cubanas. La gran virtud de las redes es la de combatir la insularidad, tanto la que impone la geografía como la que se adueña del espíritu de un pueblo aislado del mundo por la necedad de sus gobernantes. Lo que realmente disgusta al régimen no son Apple y Microsoft, sino la pérdida del aislamiento como mecanismo de control social.

Lo único que se salva de todo esto es que, al igual que en Venezuela, en un mundo tan conectado como éste es poco lo que estos gobiernos pueden hacer para de verdad aislar a sus sociedades. Ya hace rato que disidentes como Yoani Sánchez le hacen pistola al régimen y sus controles. A los dinosaurios cubanos la insularidad física de su país los ha favorecido en su empeño por crear una sociedad jurásica, desconectada de la modernidad, pero es poco probable que esa estrategia les siga funcionando por mucho tiempo.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 5 de diciembre de 2011.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Durban, fracaso seguro

Hemos recorrido hasta ahora el 1% del nuevo milenio y está claro que algunas de las visiones más optimistas que el siglo actual le inspiró al siglo pasado aún están lejos de realizarse. El fin de la pobreza, la paz en la Tierra, las curas del sida y del cáncer no estaban a la vuelta del milenio, como pensábamos. Como tampoco parece estarlo la solución a ese otro problema, el cambio climático, que nació de la sociedad industrial y que se afianza como la crisis central de nuestro tiempo.

Hace dos años se reunieron los líderes del mundo en Copenhague a diseñar un plan global para mitigar las consecuencias de los cambios en el clima. Si bien todavía existe escepticismo acerca de si esos cambios son o no “antropogénicos” —es decir, causados por las actividades de la especie humana—, de lo que ya no parece haber duda es de que el planeta está en un ciclo de calentamiento. El incremento ha sido de menos de un grado en los últimos cien años, pero esa alteración basta para trastocar el equilibrio de todos los ecosistemas planetarios. De no hacer nada, se espera que durante este siglo las temperaturas sigan subiendo, entre 2 y 4 grados más. Un acuerdo que permitiera contener el incremento por debajo de los 2 grados era lo que se buscaba en Dinamarca.

Copenhague fue un rotundo fracaso. No solo fue imposible lograr un consenso en políticas ambientales entre los países ricos y los países en desarrollo, el tímido documento que resultó de dos semanas de deliberaciones ni fue aceptado por todos los países, ni tampoco tiene fuerza de ley.

Un hacker anónimo contribuyó al desastre. Unos días antes de la cumbre, alguien filtró un archivo cifrado con miles de correos electrónicos robados de un servidor de la Universidad de Anglia del Este, una institución del Reino Unido que alberga una de la unidades de investigación climatológica más prestigiosas del mundo. La unidad defiende la explicación antropogénica del calentamiento global.

Los correos buscaban desacreditar a los investigadores de tres maneras. Primero, revelaban un alto grado de desacuerdo entre los más importantes expertos mundiales en climatología. Segundo, sugerían la existencia de un proyecto organizado para acallar voces que disentían de la hipótesis de que el calentamiento es causado por el hombre. Por último, demostraban que, en algunos casos, hubo ocultamiento y hasta alteraciones de datos cuando estos chocaban con la explicación antropogénica.

El daño que hizo el “climate-gate” fue enorme. Algunos políticos, más que todo en EEUU, han llegado incluso a usar los correos para sustentar el retiro del apoyo estatal a investigaciones sobre el cambio climático.

La semana pasada, el mismo hacker, que permanece anónimo, reveló otro grupo de correos, buscando sumarle desprestigio a las mismas instituciones y personas que fueron atacadas la primera vez.

El momento de la nueva filtración es estratégico. Hoy arranca en Durban, Sudáfrica, la siguiente ronda de negociaciones en esta barca ebria que ha sido hasta ahora la lucha por la reducción de emisiones. No solo los correos filtrados y la terquedad de las naciones sabotearán la cumbre. La crisis financiera global y la sombra que se cierne sobre la moneda única europea han hecho que la atención del mundo esté por estos días en otro lado. De nuevo, el fracaso está garantizado. Puesto que no parece que la humanidad posea la habilidad de encontrar un consenso alrededor de la crisis, tal vez lo más sensato sea desde ya aprender a convivir con el calentamiento, como lo hacemos con el cáncer, el sida, la guerra y la miseria.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 28 de noviembre de 2011.

lunes, 21 de noviembre de 2011

Los pies sobre la tierra

Es tal la confianza de nuestra era en la tecnología, que nos parece corriente que ésta invada espacios a los que no tendría por qué ser invitada: espacios como el sexo, la alimentación, y hasta la locomoción humana. La tecnología aplicada al movimiento siempre me ha intrigado. ¿Qué puede haber que sea más natural —y menos artificioso— que correr y caminar? Sin embargo los corredores y atletas de hoy cuentan, para forrarse los pies, con un catálogo de opciones de ciencia ficción. Burbujas de aire comprimido debajo del talón; capas de polímeros de última generación para disipar impactos; pieles sintéticas que aíslan de la temperatura y evaporan la transpiración; textiles impregnados de cobre que se auto-esterilizan contra las bacterias; y hasta unos Adidas con microchip hay en el mercado, que ajustan la amortiguación de las zapatillas a las condiciones del terreno y el ritmo del corredor.

Lo curioso, afirma Daniel Lieberman, un profesor de biología evolutiva de Harvard que ha dedicado su carrera a investigar el tema, es que, después de varias décadas de adelantos asombrosos en tecnología para los pies, no hay evidencia alguna de que ésta haya hecho algo para reducir las lesiones y las molestias que aquejan a los corredores. Algunos estudios indican que, por el contrario, pueden estarse empeorando.

Una nueva teoría acerca del movimiento humano se está abriendo paso, que afirma que hay que volver a correr como lo hacían nuestros ancestros en las sabanas de África, y como lo hacen hoy aún los maratonistas kenianos y etíopes: descalzos. El pie —explica Lieberman— es en si un sistema dinámico de amortiguación de impacto que se ajusta a cualquier terreno y a cualquier movimiento, y que protege los tobillos y las rodillas mucho mejor que cualquier zapato “inteligente”. Es parte de un sistema de retroalimentación complejísimo que evolucionó durante millones de años para proteger al cuerpo de los golpes de la marcha.

Pero por andar calzados durante tantos siglos, nuestro cuerpo ha olvidado cómo caminar y cómo correr. Correr con zapatillas deportivas, aún las más suaves y sofisticadas es, según estos investigadores, tan dañino como para las mujeres usar zapatos de tacón alto. O como tener la pierna dentro de un yeso, que nos protege del mundo exterior mientras por dentro se debilitan músculos indispensables para que el cuerpo haga bien una de sus funciones básicas.

“Nacidos para correr”, se titula un best-seller que se ha publicado sobre esto, y que defiende esa tesis con evidencia evolutiva del pasado, pero también de la actualidad, pues aún quedan en el mundo tribus cuyos miembros, algunos de más de 80 años, llegan a correr 100 km en un día, sin lesionarse y sin zapatos modernos. Para el resto de nosotros, la civilización tiene su precio, y nos ha atrofiado esa facultad al punto que hoy tendríamos que reeducarnos para volver a movernos de forma correcta. Un caso más en el que la tecnología de la evolución supera por mucho los mejores propósitos de la industria humana.

Por mi parte, no creo que de la noche a la mañana comience a andar descalzo por ahí, pero sí he vuelto a poner —literalmente— los pies sobre la tierra. Un caudal de información sensorial sube desde el suelo hasta el cerebro a través de la planta de los pies: una de las zonas de nuestro cuerpo que, como las manos y los genitales, contiene más densidad de terminaciones nerviosas. Por algo la evolución las puso allí.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 21 de noviembre de 2011.

martes, 15 de noviembre de 2011

La detección de los tigres

Pensar —ese cálculo laborioso con el que resolvemos ecuaciones o buscamos la solución a problemas complejos— es, para la mayoría de nosotros, endiabladamente difícil. Pensar hace que nuestro cerebro consuma glucosa, que las pupilas se dilaten y hasta que se acelere el ritmo cardíaco. Por eso, y a pesar de que los filósofos desde hace siglos nos vienen diciendo que es la razón lo que nos separa del animal, los humanos usamos poco el raciocinio y nos apoyamos casi siempre en ese sistema de emitir juicios y decisiones que llamamos “intuición”.

Llegó a mis manos esta semana uno de los libros más esperados de 2011, Thinking, Fast And Slow (“Pensamiento, Veloz y Lento”, aún sin título oficial en español), de Daniel Kahneman, que resume cuarenta años de investigaciones sobre este tema por parte de uno de los principales pensadores de nuestro tiempo. Kahneman es sicólogo, y a pesar de nunca haber estudiado economía, recibió en 2002 el Premio Nobel de Economía por su contribución a explicar cómo las personas tomamos decisiones frente al riesgo.

El libro del profesor Kahneman es un compendio de malas noticias para el ego humano. Divide el pensamiento en dos sistemas. El primero, al que podríamos llamar “intuición”, es veloz, toma decisiones automáticamente y su uso no supone ningún esfuerzo. El segundo, la “razón”, es lento, perezoso, profundo y laborioso; nos ayuda a solucionar cuestiones difíciles, pero exige un esfuerzo de concentración grande y por eso tendemos a usarlo lo menos posible. Una conclusión es que no somos tan racionales como pensamos. La otra, más grave, es que el módulo mental que toma la mayoría de nuestras decisiones y emite la mayor parte de juicios acerca de nuestro entorno es altamente susceptible a equivocarse, a dejarse engañar por ilusiones de todo tipo, y a sacar conclusiones apresuradamente y con base en información incompleta.

La explicación de todo esto está en la evolución. El módulo intuitivo de nuestro cerebro evolucionó para alertarnos sobre peligros inmediatos y permitirnos ponernos a salvo. Es muy hábil para reconocer patrones en la naturaleza, incluso donde nada hay, y por lo tanto muy dado a falsos positivos: esa sombra que se movió justo a nuestra derecha puede ser, o no, un tigre acechándonos, pero es mejor echar a correr primero y constatar después.

Ese sistema de pensamiento automático con el tiempo nos ha servido para mucho más. Es lo que permite conducir un automóvil mientras se sostiene una conversación con el pasajero de al lado, por ejemplo. Y en algunas personas está tan desarrollado que un maestro de ajedrez puede ojear una partida en curso y decir, sin pensar: “Mate en tres”.

Pero por su misma rapidez y automatismo es un sistema dado a frecuentes equivocaciones, y de ahí que debamos desconfiar de la intuición humana en muchos casos. ¿Debo casarme con mi pareja actual?; ¿Debo invertir en acciones de esta compañía?; ¿Por qué candidato debo votar?, son asuntos en los que el sistema intuitivo se entromete sin que siquiera nos demos cuenta. Nos hace tomar decisiones importantes para nuestra vida usando lo que en el fondo solo pretendía ser un sistema muy avanzado de reconocimiento de patrones para salvarnos el pellejo en situaciones de peligro. Desde fallas en el funcionamiento de los mercados y en el funcionamiento de la sociedad, hasta fallas en nuestras propias vidas —dice Kahneman—, pueden ser explicadas por nuestro exceso de confianza en ese módulo de detección de tigres que llamamos intuición.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 15 de noviembre de 2011.

martes, 8 de noviembre de 2011

Una modernidad barranquillera (segunda parte)

Decía en este espacio la semana pasada, en la primera parte de este texto, que a pesar de nuestra visión con frecuencia pesimista de la ciudad, Barranquilla está llena de atributos buenos que merecen ser preservados. No podemos sacrificar todo en el altar del cambio y la transformación. Existen valores, algunos intangibles como nuestro patrimonio cultural, pero otros que se pueden tasar y medir en términos de calidad de vida, que debemos reconocer y proteger para no alterar para siempre y para mal el alma de la ciudad.

Barranquilla, por su puerto, por su ubicación frente al Caribe, por su apertura a inmigrantes de todas partes del mundo, es, más aún que otras ciudades, una comunidad que se forma de las influencias que nos llegan de todos lados, tanto las buenas como las malas. Nuestra gastronomía, por ejemplo, se enriqueció de las delicias árabes de nuestros ancestros; y hoy se empobrece con los productos de mala nutrición y peor sabor que nos importan las cadenas norteamericanas.

La ciudad no cuenta con plazas públicas que cumplan de verdad la función de ser sus “centros”, por los cuales pasen sus habitantes y crucen miradas a través de diferencias de estrato, pensamiento, vestido, e ideología. Esos espacios fueron usurpados —malignamente, me parece— por los centros comerciales. De la misma manera, tampoco estamos cuidando el centro, no geográfico, sino espiritual, de la ciudad. Por eso somos, de más de una manera, una ciudad sin centro. Una ciudad ex-céntrica.

Y por tanto, a pesar de sus ventajas y su belleza, una ciudad con un cierto complejo de inferioridad que la hace vulnerable a modas, charlatanes y “expertos” de acuñación local o extranjera.

¿De verdad necesitamos para sentirnos modernos y prósperos, por ejemplo, autopistas de ocho carriles atravesando la ciudad? ¿Una ciudad diseñada más para automóviles que para personas? Una parte de la comunidad, que siempre ha vivido con un pie en Miami y otro en Barranquilla, parece creer que la modernidad radica en parecernos a urbes que el tiempo va demostrando que cada vez son más agresivas para sus habitantes. Cambios de ese estilo, que se acomodan a lo que nuestro complejo de inferioridad nos indica que debe ser una ciudad, transformarían a Barranquilla en una urbe muy diferente y menos agradable que la que está atrayendo a tanta gente por estos días.

No se trata de ir en contra del progreso, sino de conservar el estilo de ciudad que ha hecho de Barranquilla una solución de calidad de vida para muchas personas que la prefieren a la congestión, la contaminación y el ajetreo de nuestras demás capitales. Somos un pueblo que estuvo en estado de coma por un número alarmante de décadas y que ahora se despierta en pleno siglo XXI, con una infraestructura en su senectud y enfrentada a un aluvión de cambios y desafíos que no dan espera. En la prisa por transformarnos corremos el riesgo de dejar olvidada el alma amable y agradable de esta ciudad. En los largos años de nuestro letargo, precisamente porque no se exigió mucho de ella, esa alma pudo dormir tranquila, sin riesgo de ser suplantada durante el sueño por otra que no nos pertenecía. Ahora que estamos —por fin— entrando en un nuevo siglo de apertura y de cambios, en un círculo virtuoso que nos parecía inalcanzable, es cuando más tenemos que defenderla y encontrar la fortaleza que nos permita encarar el vendaval de la modernidad y decirnos: “Estas son las cosas que queremos salvar; las que vamos a amarrar para que no se las lleve el viento”.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de noviembre de 2011.

lunes, 31 de octubre de 2011

Una modernidad barranquillera (primera parte)

La mayoría de las personas con las que estudié el bachillerato no viven hoy en Barranquilla. Casi todas escogieron estudiar en universidades fuera de la ciudad; y las demás poco a poco fueron migrando a vidas profesionales en otros lados. A las generaciones que vinieron antes y después de la mía no les pasó lo mismo en la misma medida, ya que fue a nosotros a quienes la crisis de finales de los 90 nos coincidió con el momento en el que entrábamos al mundo laboral.

Cuento lo anterior porque recientemente he visto algo que a los de esta “generación perdida” (como la llama un amigo, que observó que en la reunión de exalumnos que organizó el colegio hace unos años los de nuestra edad eran los menos representados) nos parecía imposible: la migración parece haberse detenido y de repente la gente quiere venir, o volver, a Barranquilla.

Lo noté por primera vez el año pasado, cuando una pareja de amigos de Bogotá me contaban que renunciaban a sus empleos en la capital y se mudaban a nuestra ciudad por razones de calidad de vida: menos estrés y contaminación, y menos horas desperdiciadas en embotellamientos de automóviles. Luego, en los últimos meses, me he sorprendido de conocer cada vez más casos de personas —sobre todo de Bogotá, pero también de Antioquia y los Santanderes— que han escogido a Barranquilla como su nueva casa.

Ese cambio de tendencia no puede ser accidental y tiene que obedecer a alguna explicación. Pero hasta ahora Barranquilla no había ofrecido ni más, ni mejores oportunidades de trabajo que otras capitales del país; otros tienen que ser los motivos que atraen a los inmigrantes. Algunos, como mis conocidos bogotanos, lo hacen porque esperan tener aquí una vida más sana. Otros prevén —con razón— que la ciudad está a punto de convertirse en el epicentro de los cambios económicos que resultarán del tratado de libre comercio con Estados Unidos y buscan, estratégicamente, conseguir un buen puesto en la mesa. Otros están hastiados de las ineficiencias de la vida en las ciudades más grandes —costos de transporte y estacionamiento, trancones, horas perdidas en desplazamientos— y han preferido sacrificar sus puestos mejor pagados, y algunas ventajas en educación y vida cultural, por una vida a escala más humana.

Cualesquiera que sean los motivos, Barranquilla está de moda, ha vuelto a ser atractiva para colombianos y extranjeros, y la ciudad —o sea, todos nosotros— tiene que reflexionar sobre el tipo de modernidad que quiere tener.

Hablamos mucho sobre nuestros problemas de infraestructura, sobre la necesidad de ampliar vías y corregir nuestros vergonzosos arroyos; y todo eso es bueno y necesario. Pero mientas seguimos discutiendo nuestras manidas carencias, el siglo XXI nos ha caído encima con procesos y oportunidades que no dan espera. Acostumbrados, como lo estamos, a quejarnos de todo en la ciudad —y, tristemente, a quejarnos en lugar de exigir cambios de nuestros gobernantes, o al menos modificar en nosotros mismos las dejadeces más flagrantes de nuestro comportamiento— nos olvidamos que, también, la ciudad tienen cosas agradables, factores que personas de afuera sí están viendo y apreciando. El reto de nuestra modernidad es el de no permitir que el vendaval de cambios que se aproxima —que serán, muchos de ellos, positivos— arrastre de paso con las características más amables de la ciudad. Como veremos, no todas son compatibles con ciertas visiones importadas del progreso, y nuestra modernidad ha de ser, si ha de valer la pena, una modernidad barranquillera.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 31 de octubre de 2011.

lunes, 24 de octubre de 2011

Hackers entre nosotros

Escribía en este espacio hace unas semanas que los ataques informáticos serán un problema creciente en los próximos años, que la sociedad está poco preparada para enfrentarlos y los medios poco capacitados para reportarlos. Acabo de poder observar en vivo los riesgos concretos a los que nos enfrentamos, gracias a un evento al que asistí por curiosidad, ya que en la ciudad casi nunca se realizan foros serios sobre este asunto.

Se trató de HackXColombia, un evento con fines filantrópicos que tuvo lugar hace dos semanas en varias ciudades del país. En Barranquilla lo organizaron estudiantes del programa de Ingeniería de Sistemas de la Universidad Autónoma.

Luego de un homenaje a Steve Jobs, que acababa de morir tres días antes, tomaron la palabra dos expertos colombianos en seguridad informática. Uno de ellos, un hacker curtido, especialista en hardware, conocido como F4Lc0n, hizo una exposición acerca de la ética hacker, los orígenes del fenómeno y el arduo camino para obtener el estatus de hacker, un recorrido para el que no existen mapas. Independiente de si sus habilidades son usadas para el bien o el mal, el mundo del hacker es una verdadera meritocracia. Lo rige una suerte de código ético, una especie de disciplina samurái que sirve en todos los aspectos de la vida de quien la practica.

El otro expositor, el ingeniero Carlos Mario Penagos, estuvo a cargo de una charla más concreta, y más escalofriante. Penagos tiene en su hoja de vida el honor, importante dentro de la comunidad informática, de haber descubierto debilidades en sistemas operativos como Windows o en programas que corren sobre esos sistemas, huecos que pueden ser explotados para poner un computador ajeno al servicio de un atacante. Descubrir ese tipo de debilidades (conocidas como exploits, por su nombre en inglés) exige tiempo, ingenio, perseverancia y, sobre todo, un conocimiento profundo de las entrañas de la máquina. Es una labor difícil cuyo éxito depende de la mezcla de habilidad técnica con el olfato de un Sherlock Holmes.

Penagos hizo una demostración en vivo y en menos de media hora de cómo penetrar un sistema Windows XP y dejarlo enteramente en sus manos. Una vez adentro, el atacante puede hacer con él lo que quiera: robar claves e información, borrar archivos y secuestrar el equipo parar repartir correo basura o para atacar otros sistemas. Y todo eso sucede sin que el dueño se percate de nada. Penagos hizo algunas recomendaciones para estar más seguros (no descargar música o películas ilegalmente por Internet, por ejemplo, y evitar sitios de pornografía), pero al final sentenció: “Todo es vulnerable porque todo está hecho por humanos. Los programas antivirus no sirven para nada. Hay sistemas más seguros que otros, pero al final todo se puede hackear: hasta los carros. La única manera de estar seguro es desconectar el computador.”

Lo que advierte Penagos, y que ya lo hemos advertido en este espacio, es totalmente cierto. De hecho, es peor: en la actualidad los cambios tecnológicos se dan tan rápido que ningún software o producto electrónico alcanza a ser sometido a controles de calidad muy rigurosos antes de salir al mercado. En todos se encuentran maneras de penetrarlos para robar información personal, para infiltrar cuentas bancarias, para espiar al esposo o a la novia, para sembrar evidencia u obtenerla ilegalmente, o para tomar el computador o teléfono celular de una víctima desprevenida y ponerlo a trabajar para un cartel criminal o una causa vandálica. Es una realidad que la sociedad moderna se está demorando demasiado en entender.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 24 de octubre de 2011.

martes, 18 de octubre de 2011

Una línea que debe ser trazada por la ciencia

El debate sobre el aborto en Colombia, que revivió la semana pasada por cuenta de la intención de algunos senadores de volver a prohibirlo, se está dando alrededor de las circunstancias del embarazo: si la madre fue violada, si su vida está en riesgo, etc. Esto es entendible, pero desafortunado. Para los defensores de la libertad de abortar, la justificación de acuerdo con las circunstancias de la concepción es la fruta bajita, el logro más alcanzable en lo que es un tema muy complejo. Para los opositores es un punto en el que tal vez puedan transigir por razones humanitarias. Pero en ambos casos se trata de una manera de evadir el debate real. Ni la mayoría de los embarazos interrumpidos son producto de violaciones, ni se enfrenta la cuestión de fondo: ¿a partir de qué momento debe el Estado defender la vida del feto?

El otro problema con los argumentos basados en circunstancias es que para discutir el asunto se invoca más la intencionalidad del embarazo —si fue deseado o no— que realidades biológicas que apliquen con más generalidad a todos los embarazos.

Hasta los más acérrimos defensores de la libertad de abortar deben aceptar que llega un momento en el que el organismo que crece dentro del vientre de la madre ya tiene sistema nervioso, habilidades cognitivas superiores y hasta las emociones de un ser humano desarrollado. Se trata ya de un individuo con un comienzo de personalidad, independiente de la madre, cuya eliminación constituiría un asesinato y que por lo tanto el Estado debe proteger.

Por el otro lado, hasta los prohibicionistas más intransigentes tendrán que aceptar que no hay nada en la ciencia que justifique imbuir de características humanas, ni de los derechos que le corresponden a un ciudadano, al puñado de células que se organizan luego de la concepción. Como esas células no sienten, ni piensan, ni actúan sino por división celular automática, solo una perspectiva religiosa, que vea un alma en el óvulo fecundado, puede atribuirles el estatus especial de vida “sagrada”. Pero como las razones religiosas no tienen cabida en un estado laico, las cortes no pueden adoptar esa posición. No es valido tampoco el argumento de la crueldad hacia el embrión. A diario, y sin que nos asalten mayores remordimientos, matamos miles de cerdos, reses, peces y aves: organismos, esos sí, con un sistema nervioso desarrollado y con capacidad real de sentir pavor y dolor. Solo una visión religiosa y antropocéntrica del universo puede hallar más vida en el cigoto que en un animal adulto.

Entre esos dos extremos, entonces, existe un territorio gris, un no-man’s land que la sociedad debe explorar para trazar la raya antes de la cual la mujer decide qué hacer con su cuerpo —e interrumpir el embarazo, si lo desea—; y después de la cual el Estado protege al nuevo ser como a cualquier otro ciudadano. (Aunque dada la labor que el estado colombiano ha hecho de protegernos la vida, proteger al feto “como a cualquier otro ciudadano” quizás sea una maldición.)

Esa línea debe ser trazada sin invocar argumentos relativos a la circunstancia de la concepción o la intencionalidad del embarazo. El proceso será sin duda polémico y estará sembrado de innumerables batallas jurídicas y científicas. Concluirlo será la labor de cortes, juristas, médicos, biólogos, representantes de cada bando, y de años de debate, pero la sociedad tiene la obligación de mirar de frente el tema y tomar una posición clara frente a él, permitiendo que la mano que dibuje la línea sea guiada por la ciencia, no por el feminismo, la religión o la política. No hacerlo es cerrarle las puertas a avances importantes como la fertilización in vitro o el uso con fines médicos de células madre; y condenar a las mujeres colombianas a un estado premoderno de ser paridoras antes que personas.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de octubre de 2011.

lunes, 3 de octubre de 2011

Paradojas de la tecnología bancaria

Hay que ver el lío que se ha formado en los Estados Unidos a raíz de la decisión de Bank of America, el banco más grande de ese país, de empezar a cobrar 5 dólares mensuales por el uso de las tarjetas débito. Para el ahorrador norteamericano la gratuidad de ciertos productos bancarios como las chequeras, y los pagos y retiros con tarjeta débito, es casi un derecho fundamental. En Colombia, en cambio, los bancos desde siempre nos cobran por los servicios más básicos sin que los clientes hayamos reaccionado con la indignación que esos abusos nos deberían producir.

El retiro de efectivo de un cajero electrónico, por ejemplo, es gratis en algunos bancos (según el tipo de cliente y de cuenta), pero es más común que cueste alrededor de 1.000 pesos. Cuando el retiro es en un cajero de otra entidad, puede costar más de 7.000. Como cada banco pone límites al monto que se puede retirar en cada transacción —de 200.000 a 400.000—, eso quiere decir que en algunos casos el cliente está pagando una tasa del 2% al 3% por el uso de su propio dinero.

Ya conozco la respuesta: es un libre mercado; si no le gusta cámbiese de banco. Pero primero que todo, el mercado no parece ser tan libre; parece más bien que existiera colusión entre los agentes para mantener altas las tarifas. Y, segundo, la mayoría de los usuarios no pueden cambiarse con facilidad. Un empleado usualmente depende del banco en el que su empresa le consigna su salario, y por lo tanto no tiene otra salida que la de dejarle un porcentaje de sus ingresos todos los meses.

La Asobancaria suele argumentar que los bancos están obligados a cobrar esas tarifas para recuperar lo invertido en la red de cajeros del país. Pero esa razón es poco convincente. La banca electrónica, ya sea por cajeros o por Internet, no le aumenta costos a los bancos, sino que se los reduce. De no ser por los cajeros automáticos tendrían que tener más oficinas, pagar más arriendos, más gerentes y secretarias, más cajeros y cajeras, más servicios públicos, etc. Si un cajero automático realiza 100 transacciones, son 100 personas menos que atender por ventanilla.

Otra razón por la que el argumento de la inversión tecnológica resulta falaz es que no se explica entonces por qué se sigue cobrando anacrónicamente por algunas cosas que la tecnología hace rato hizo obsoletas. Mi preferida es el cobro por consignación en “otras plazas”, que tiene un costo de 15.000 o 20.000 pesos según la entidad, como si todas las cuentas bancarias no fueran nacionales y como si hubiera algún movimiento real de dinero —y no de números en un pantalla— que justificara tal costo. ¿No que se había hecho una gran inversión en tecnología? Esa inversión debería llevar a que el costo de consignar dinero en Bogotá para una cuenta en Barranquilla fuera cero. Como clientes no podemos aceptar que se presuma de una gran infraestructura tecnológica al tiempo que nos cobran como si las cuentas bancarias aún se conciliaran con movimientos físicos de dinero a mula, como en la colonia.

El gobierno y los bancos insisten en la importancia para el desarrollo de la nación de la “bancarización” de la población. Pero los mayores obstáculos a esa penetración de los servicios bancarios, sobre todo para la población más pobre, los imponen ellos mismos. El primero con medidas toscas como el 4 por mil, que arrebata una tajada de cada transacción y penaliza el uso del sistema financiero. Los segundos por lucrarse, no de prestar dinero al interés como les corresponde, sino de la indiferencia de una clientela que aún no ha despertado a los abusos que se cometen con ella.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 3 de octubre de 2011.

lunes, 26 de septiembre de 2011

Hackers: fantasía y realidad

Está claro que este año ha sido el de la explosión de los delitos informáticos en nuestro país. El vandalismo de páginas en la red se ha vuelto un riesgo común para políticos y entidades estatales; no hay día que no veamos una noticia de ese tipo. “Intentan ataque de ‘hackers’ a la registraduría”, dice un titular de este diario de la semana anterior. Otro caso común es el robo de contraseñas de Twitter, Facebook o de correo; esto le ha ocurrido a famosos desprevenidos de la farándula nacional, pero también a personalidades que cuentan con el mayor aparato de seguridad para protegerlos, como el presidente Santos o el expresidente Uribe. En cuanto a los fraudes financieros por medios electrónicos, por cada uno de los que nos enteramos por la prensa debe hacer cien otras personas o empresas que están siendo víctimas de ellos sin siquiera sospecharlo. Desafortunadamente, la característica común de todas estas noticias es la falta de profundidad, lo que deja a los lectores más confundidos que informados acerca de un tema que ya de por si es misterioso.

La imagen del hacker ha sido, hasta ahora, un monopolio de las fantasías hollywoodenses. En los ochenta se trataba de un muchacho de gafas y acné, jorobado sobre un teclado en el sótano de su casa, que desataba accidentalmente la Tercera Guerra Mundial mientras intentaba por diversión penetrar un sistema del Pentágono. En los años siguientes, a medida que los computadores crecían en popularidad y estatus dentro de la cultura, y que el Internet los conectaba y los volvía más sociables, el hacker pasó a ser una figura más sexy, interpretada por actores más taquilleros: Sandra Bullock, Angelina Jolie, Hugh Jackman. La última versión en llegar a la pantalla grande —y también la más compleja y atractiva— es la Lisbeth Salander del novelista sueco Stieg Larsson: bisexual, con piercings y tatuajes, atormentada, antisocial, feminista, con síndrome de Asperger y con propensión a la violencia no solo virtual sino física.

De allí viene que la sociedad tenga del pirata informático una imagen tan fantástica como la del pirata de parche, pata de madera y loro al hombro. Pero el personaje no solo es real, sino que está presente en organizaciones de todo tipo. Pasa desapercibido, porque es un empleado más, sin señales distintivas como el tatuaje de dragón que adorna a Lisbeth. Tiene acceso a sus claves, su información financiera y sus datos privados. Y cada vez más utiliza esas herramientas no solo para la invasión de la privacidad o el vandalismo (o para hacer justicia, como la heroína de Larsson), sino para el chantaje y el hurto. Lo que le da al hacker un incentivo monetario para hacer su labor e incluso para organizarse en conciertos criminales.

Nadie sale de casa dejando puertas o ventanas abiertas, y sin embargo es exactamente eso lo que hacemos con nuestros computadores personales y teléfonos inteligentes. Estamos expuestos constantemente, a un descuido de ser víctimas de una suplantación de identidad o de un robo, y usualmente sin darnos cuenta de que hemos sido afectados.

La seguridad informática es un asunto complejo, más aún que la seguridad física. Cambia todos los días, porque la tecnología avanza rápido y las defensas tienen que evolucionar a la par. El primer paso es la concientización, y para eso unos medios bien informados serán de ayuda. Pero hará falta mucho más que eso, y en los años siguientes el tema será una fuente de frecuentes malas noticias.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 26 de septiembre de 2011.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Un Ferrari en un camino de herradura

En las azoteas de algunos edificios del norte de Barranquilla se oxidan desde hace años las antiguas antenas parabólicas. Versiones hipertrofiadas de las actuales antenas de televisión satelital, fueron el primer intento que hizo la sociedad —en aquel caso la alta sociedad— para escapar de la tiranía del tedio de los dos únicos canales de televisión, el 11 y el 13, con que se disponía en esos días. Esos radio observatorios caseros, de varios metros de diámetro, que daban a los edificios que coronaban o a las casas que los ostentaban (pues eran también un símbolo de estatus, o al menos de dinero) una apariencia de base militar, fueron una de las primeras formas de piratería contemporánea. Muchas casas, además del plato parabólico en el jardín, contaban con el sofisticado descrambler para recomponer las señales que los gringos cifraban para evitar que se las robaran en países tercermundistas.

Los que no contábamos con los medios para obtener nuestra televisión desde el espacio exterior, contábamos al menos con la venerable tienda de alquiler de películas para rellenar las carencias de la TV nacional. Eran tan indispensable a la vida del barrio como la panadería, la tienda o la peluquería. En la década de los 90 casi todas perecieron ante el doble asalto de Blockbuster —cadena norteamericana que se declaró en bancarrota el año pasado— y de la competencia con el DVD pirata y, luego, la descarga por Internet.

Mientras tanto, no tardábamos en civilizarnos y pasar de la elitista parabólica al más igualitario cable coaxial, que inauguró la TV por cable en el país y trajo por fin a las pantallas colombianas esa dieta audiovisual indispensable para el hogar moderno, compuesta de noticias las 24 horas, documentales sobre fieras exóticas, series gringas, telenovelas, realities, programas infantiles y pornografía.

El nuevo elemento en el paisaje audiovisual se llama Netflix. Se trata de un servicio de cine y series de televisión que se transmiten por Internet directo al televisor, teléfono o computador del suscriptor. Entre los aficionados a ver cine en casa no se habla de otra cosa. Promete un catálogo cuasi infinito de donde escoger, ya que no necesita mantener un inventario físico de DVDs. No gasta casi nada en personal ni arriendos, de manera que se permite ofrecer precios muy bajos. En EEUU su impacto fue tal que se le considera —junto a la piratería— responsable de la quiebra de Blockbuster.

Pero hasta ahora la oferta de Netflix en Colombia es peor que una desilusión: es paupérrima. El negocio de la transmisión de contenidos online —cine, música, libros, etc.— sigue enredado en una maraña de leyes divergentes por región que hacen que, en un mundo globalizado e integrado comercialmente, sea prácticamente ilegal vender un CD o una película de un país a otro. Tenemos los Ferraris de la tecnología y las comunicaciones modernas para transmitir cine, TV y música a nuestro antojo, pero nos toca andarlos sobre los caminos de herradura de un marco legal decimonónico.

Mientras no se despejen esos obstáculos que pretenden defender los derechos de autor y la propiedad intelectual utilizando barreras incongruentes con el mundo actual, no podremos aprovechar la oferta de servicios como Netflix o como la tienda de música en línea de Apple. Y como mientras tanto los canales tradicionales de distribución desaparecen, no nos van quedando muchas alternativas. Por suerte aún contamos con las pocas tiendas de alquiler que todavía sobreviven.

Y con la piratería.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 19 de septiembre de 2011.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Dinero de mentira

El dinero, tal vez la más grande y compleja de nuestras construcciones culturales, es, antes que nada, un masivo acto de fe. Confiamos en que tiene algún valor intrínseco, pero en realidad su valor se deriva únicamente de nuestra disposición a aceptarlo como medio de pago. Eso lo pude confirmar de primera mano en Buenos Aires en 2002. La economía argentina acababa de tragarse una píldora de cianuro y los argentinos corrían despavoridos a imprimir monedas locales con tal de contar con algún mecanismo para intercambiar bienes y servicios. Hubo una docena de esas monedas, con nombres que inspiraban poca confianza: “bofes”, “patacones”, “lecops”. Su posesión, en lugar de la tranquilidad del efectivo, provocaba en el portador una especie de frenesí. Había que circular ese dinero de inmediato, pasarlo a manos de otro, usarlo para pagar algo antes de que alguien en algún lado decidiera arbitrariamente dejar de recibirlo y se viniera abajo de repente todo el andamiaje de monedas alternativas.

Cualquier cosa puede servir como moneda. No tiene que estar avalada por un estado o por un banco central. (De hecho, otro aspecto de la crisis argentina fue que demostró que el respaldo estatal al peso era también una ficción.) Un papel sirve, sin duda, o una pieza de metal, pero casi que cualquier objeto. Los pobladores de una isla llamada Yap, en el Océano Pacífico, usaban gigantescos discos de piedra caliza como moneda. Eran tan pesados que muchos no se podían mover hasta la casa de su dueño, pero todos sabían a quién pertenecía cada disco y cuándo cambiaba de propietario.

Dado lo anterior, era inevitable que, en esta era de digitalización de todo lo posible, a alguien se le ocurriera la idea de crear una moneda virtual. Ya hubo varios intentos, pero el último, llamado ‘bitcoin’, llama la atención porque además se ser un medio de pago pretende ser algo más radical: una moneda sin autoridad central, por fuera del control de cualquier banco o gobierno. La economía del bitcoin es un experimento contemporáneo en la creación de dinero cuyo valor solo dependerá del comercio y no de intervenciones macroeconómicas.

Ya se puede obtener bitcoins. Hay casas de cambio en línea en las que se cambian dólares, euros y otras monedas por la nueva moneda virtual. Pero más intrigante es cómo cualquiera puede unilateralmente decidir aceptar bitcoins como pago de algún producto o servicio prestado. Por medio de esa aceptación es que nace una moneda; ese simple acto de fe le transfiere, a una cosa que antes no lo tenía, un valor: el valor del producto o de la mano de obra que se pagó con ese medio.

Como cualquier economía, la de los bitcoins, en sus dos años de existencia, ya ha tenido inflaciones, deflaciones, crisis y burbujas especulativas. Libertarios y anarquistas siguen de cerca esta nueva economía, con la esperanza de que el bitcoin se convierta en un rival para el dólar y otras monedas oficiales. En la otra orilla, mientras tanto, los gobiernos temen que se use para financiar actividades ilícitas y para evadir impuestos. Muchos economistas son escépticos sobre la viabilidad de una “plata virtual”, creada en un programa de computador, sin respaldo estatal, sin existencia física y sin valor intrínseco. Una moneda de mentira.

Se olvida que, desde el tambaleante dólar hasta el ascendente yuan, y pasando por los aparatosos discos de Yap y los granos de cacao que eran el dinero de los aztecas, todas las monedas de la humanidad han sido, en un comienzo, de mentira. Y todas siguen siendo, en igual medida, virtuales.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 12 de septiembre de 2011.

jueves, 15 de septiembre de 2011

La disposición de los cuerpos

Por siglos, a los creyentes de todas las denominaciones les bastaron el fuego y la sepultura para disponer del cuerpo una vez había entregado el alma. Las grandes religiones discrepaban en algunos asuntos de forma —los islámicos prohibían la cremación; los hindúes la ordenaban; el Vaticano la miraba con recelo y la terminó aceptando a regañadientes a mediados del siglo anterior, siempre y cuando la última misa se oficiara con el cuerpo presente—, pero en general esos dos métodos agotaban los recursos para despedir al extinto de este valle de lágrimas y enviarlo a su última morada o a su próxima reencarnación.

Pero como en tantos otros ámbitos en los que el siglo XX vino a trastocar todo, el ingenio de la modernidad quiso reinventar los mecanismos del viaje final. Los adelantos de la Revolución Industrial no tardaron en ser puestos al servicio de la eliminación de los cadáveres, y de la venerable pira funeraria pasamos al horno crematorio, con justificaciones que iban, desde la higiene pública, hasta la eficiencia atroz que requirieron los nazis para erradicar con celeridad una raza entera. Más adelante algún astronauta frustado miró hacia el firmamento e imaginó la expulsión sideral del cuerpo o de sus cenizas: nació la industria del envío al espacio de despojos mortales. Unos antioqueños emprendedores ofrecían hace unos años en nuestro país estas exequias extraterrestres, no sé con qué resultados financieros. Una de las últimas propuestas fue la de la transformación en joya del difunto, cuyos tejidos son obligados, bajo enormísimas presiones, a transubstanciarse en diamante. Una proeza humana que busca quizás imitar a la divina de convertir a la carne y sangre en hostia y vino.

Además del rito religioso, es también el terror al enterramiento vivo lo que justifica tanta parafernalia para disponer tan totalmente del cuerpo. Hay que destruirlo y obliterarlo de tal forma —por acción del fuego, del viaje a la luna, de la compresión diamantina— que no quede posibilidad alguna sobre la Tierra de que la carne sufra después del paso final. De los sufrimientos del alma habrá de ocuparse ella en el más allá, pero qué en el más acá no sobreviva nada que pueda doler.

La última adición al portafolio de la aniquilación corporal es la licuefacción. Una firma británica diseñó el sistema, en el que el cuerpo es introducido en una cámara con una solución alcalina que lo desaparece en cuestión de horas, como un cardumen de pirañas.

Tiene sus beneficios el método: es rápido, permite la evacuación del cadáver directamente a las aguas servidas y su huella de carbono es mínima, lo que habrá de complacer a Greenpeace. Completa, además, para la eliminación de los cuerpos, los cuatro elementos del mundo antiguo: ya podemos partir como aire, como fuego, como tierra, y ahora, por fin, como agua. Pero como aminoácidos somos y en aminoácidos hemos de convertirnos, propongo una nueva modalidad para liberarse de nuestra armadura cárnica, una más a tono con los tiempos que corren: la descarga y almacenamiento de la información genética del finado. La secuencia de su genoma puede ser conservada en un disco duro o hasta en una práctica memoria USB, para culminar su paso por la vida en la paz de los bits. Aguardando, en un futuro de clonaciones y resucitaciones por vía de la ingeniería genética, su siguiente reencarnación.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 5 de septiembre de 2011.

lunes, 29 de agosto de 2011

La brillante necedad de Steve Jobs

Con más de 300 patentes a su nombre y un legado tecnológico que cambió e hizo convergir en un par de décadas a las comunicaciones, la computación y el entretenimiento, el director de la compañía más admirada del planeta termina su carrera celebrado como el Leonardo Da Vinci de la era digital. Pero Steven Paul Jobs no siempre fue visto como el brillante capitán de industria que se le considera ahora. Durante un periodo, desde su primer retiro de la compañía, en 1985, hasta más allá de su regreso en 1996 a la empresa que había fundado, su talento ejecutivo fue una cifra incierta. Jobs era un visionario, sin duda, pero también un microgerente autoritario cuyo particular estilo —su desdén por los grupos focales, los estudios de mercado y los MBAs de Harvard y de Wharton— llenaba de incertidumbre a los inversionistas de Wall Street. Para 1997 su compañía se sumía en la bancarrota. La influyente revista Wired publicaba un artículo llamado ’101 maneras de salvar a Apple’ y la portada traía, en alusión al Sagrado Corazón de Jesús, una manzana martirizada por un alambre de púas debajo de la cual se leía: “Rece”. Mientras tanto, los amigos (y rivales) de Jobs en la industria de la computación prosperaban: Larry Ellison lograba que el chorro de datos que producía a diario el mundo corporativo tuviera que pasar por su sistema Oracle, y pagarle peaje; Microsoft, con Office y Windows, conquistaba la Tierra y sus planetas aledaños, y hacía de su fundador, Bill Gates, el hombre más rico del mundo. No había cabida en ese apretado club para una compañía pequeña, testaruda, excéntrica, sin rumbo —y quebrada— como Apple.

La historia que siguió, la de cómo la cenicienta de Silicon Valley salió de cuidados intensivos y se convirtió en una de las empresas más grandes y respetadas del planeta, será materia de estudio durante décadas en las facultades de administración. Pero no saldrá de esos ámbitos otro líder del talante especial de Jobs. Él mismo le sugiere a sus seguidores no buscar su trayectoria de vida en el formalismo de la universidad, sino a través de la expresión de una originalidad insolente, de un individualismo empedernido. Para Jobs, esa búsqueda pasó por el abandono de los estudios, por la aparentemente inútil —pero más adelante fundamental para la creación de la Mac— disciplina de la tipografía, por un viaje a la India, por la conversión al budismo y la experimentación con LSD.

Pero esa manera de vivir la vida fue sólo la manifestación más visible de lo que me parece que ha de ser su principal legado: una fe absoluta en la visión propia. La misma que le hizo confiar más en su olfato que en las estadísticas de los estudios de mercado. Que lo llevó a lanzar al mundo productos que nadie quería, o que nadie, salvo él, sabía que íbamos a querer. Que le impulsó varias veces a canibalizar los errores de su compañía, sin miedo de arrancar de nuevo desde cero, arrastrando detrás a sus clientes. Que generó a su alrededor una admiración rayana en la idolatría: un “campo de distorsión de la realidad”, como dicen sus seguidores, que transformaba la tecnología en deseo.

Esa fe, sobre todo, le permitió enfrentar un cúmulo de adversidades sin jamás ponerle a la adversidad el nombre de ‘fracaso’. Sus problemas empresariales y personales —su primera salida forzosa de Apple, la cuasi quiebra de la firma, un cáncer pancreático, un transplante de hígado, y ahora el desequilibrio hormonal que le hizo perder la mitad de su peso y lo llevó a admitir su inhabilidad para seguir dirigiendo las operaciones cotidianas de la compañía— habrían bastado para reducir a seres menos obstinados, pero la necedad de Jobs es irreductible. Esa obstinación, que fue su defecto más criticado, tendrá que ser revaluada; y tendrá que ser vista como lo que le permitió lograr la meta, clarividente como pocas y ambiciosa como ninguna, que se propuso cuando más joven dijo que lo que quería era “dejar una huella en el universo”.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.

lunes, 22 de agosto de 2011

Un paso creíble hacia la 'urna de cristal'

Una noticia que pasó relativamente desapercibida la semana pasada fue una de las más decisivas en la historia reciente del país en materia de lucha contra la corrupción. Es merecido el entusiasmo con el que el Ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, anunció la puesta en marcha del nuevo ‘Portal de Transparencia Económica’.

Uno de los primeros sueños de la era del Internet fue el de que la red hiciera más efectiva la veeduría ciudadana, al poner a disposición de todas las personas información sobre los procesos del Estado y sobre los resultados de la gestión pública. Esa meta se ha cumplido en alguna medida en ciertos países, pero en la mayoría aún no se han aprovechado al máximo las herramientas tecnológicas para apalancarse hacia una democracia más eficiente. Con la apertura del portal, Colombia acaba de avanzar admirablemente en esa dirección.

Cualquier ciudadano, desde un estudiante de primaria hasta un miembro de gabinete —y pasando por periodistas, académicos, investigadores e inversionistas— tendrá desde ahora acceso en un mismo sitio a todos los presupuestos de los distintos entes estatales y a indicadores sobre la ejecución de esos dineros. Se podrá ver en qué se están gastando los fondos públicos, cuánto cuestan los proyectos que se están financiando y a quién se le adjudican contratos.

Esta noticia excelente es una muestra de cómo el Internet puede convertirse en un factor de democracia no solamente desde abajo hacia arriba, como es el caso de las redes sociales, sino también de arriba hacia abajo: desde las iniciativas de un Estado dispuesto a enseñar sus libros y someterse al escrutinio ciudadano. Es el paso más claro que ha dado hasta el momento esta administración para erigir la ‘urna de cristal’ que prometió el Presidente Santos en su discurso de posesión. La forma más poderosa de combatir la corrupción no es pasando leyes que no se cumplen, sino que cada quien se convierta en doliente de los dineros que con esfuerzo ha contribuido para el financiamiento de la nación; que cada uno entienda que cada peso que gasta el gobierno provino de los bolsillos de todos, y que por tanto tenemos el derecho y la responsabilidad de vigilar el destino y el uso de esos pesos.

El portal permitirá que discusiones sobre las decisiones que nos afectan a todos —sobre gastos en educación, defensa y salud, por ejemplo— estén sustentadas con cifras, y no solamente con opiniones. Pero el efecto más transformador que podría tener se daría si su empleo comienza desde ahora a ser enseñado en los colegios. La mejor manera de formar ciudadanos responsables es que desde niños esos ciudadanos aprendan cómo funciona el aparato estatal, y que además sepan que cuentan en su arsenal con herramientas como ésta para separar la verdad de las mentiras.

Ojalá, además, que la voluntad de transparencia que se ha demostrado con este lanzamiento llegue más allá en los próximos meses. Otro cambio urgente que debería emprender este gobierno es el de por fin hacer públicas y verificables las votaciones en el Senado y la Cámara de Representantes. El referendo que intentó pasar Álvaro Uribe al comienzo de su gobierno propuso esa importante enmienda, pero el proyectó desafortunadamente fue derrotado. Es momento de volverlo a proponer, y de añadirle la creación de un sitio en Internet en el que se puedan consultar las votaciones actuales y pasadas de los congresistas. Así como exigimos transparencia económica, exigimos transparencia y verificabilidad legislativas.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.

martes, 16 de agosto de 2011

¡No más e-mail!

Por ser rápido, práctico, conveniente y barato, el e-mail fue la primera aplicación importante en el Internet. Por primera vez existía un canal de comunicación instantáneo y de bajo costo que permitía alcanzar cualquier lugar del globo. Pero veinte años después, por cuenta de esa misma inmediatez y sencillez, que fueron sus principales virtudes, se nos ha convertido en un dolor de cabeza.

Estamos inundados de e-mail. Mientras antes enviar una carta requería el mínimo esfuerzo de imprimirla y estampillarla, hoy no existe diferencia entre enviar un e-mail a 10 ó a 10.000 personas. El esfuerzo es el mismo y el costo, insignificante; por eso nos llegan tantos. La mayoría de usuarios no se toman el trabajo de borrar los textos anteriores que se acumulan al final de los correos, de manera que el mensaje crece con cada nuevo reenvío. Y ni hablar del correo indeseado que nos llega sin parar, a la razón de cientos de mensajes por día.

Por eso estoy empezando a aplicar en mi vida personal una idea radical: la de que llegó la hora de cerrar nuestra cuenta de correo.

Me imagino la cara de rechazo en el lector, quien como todos nosotros ha llegado a depender tanto del correo electrónico que ya no concibe las relaciones humanas y profesionales sin él. Pero tal vez una estadística haga menos polémica mi propuesta. Un ejecutivo promedio dedica dos horas al día a leer y responder correos: una jornada entera de trabajo a la semana. ¿Quién puede seguir pensado que esa sea una forma eficiente de comunicarse?

El problema está en con qué reemplazarlo. Una idea que algunos ya están utilizando consiste en, primero, cerrar (o abandonar) nuestra cuenta de correo actual y crear una cuenta nueva, privada, que solo será utilizada para ciertas comunicaciones autorizadas. También hay que crear una cuenta en Twitter (o Google+) para uso público.

Luego, hay que informar a todos nuestros colegas, clientes, conocidos, etc., que a partir de la fecha solo podrán comunicarse con nosotros a través de nuestra cuenta pública. Eso nos permitirá seguir recibiendo mensajes de cualquier persona o entidad, pero con la ventaja de que tendrán que ser cortos y concisos. Cualquiera que desee enviarnos algo más largo, o privado, tendrá primero que pedir autorización (a través de la cuenta pública, o por medio de un contacto personal, lo que indicaría que se trata de alguien que conocemos) para escribir a nuestra cuenta restringida. Ese pequeño acto restablecería el mínimo esfuerzo que se necesitaba para contactarnos en la época de las cartas de papel. Así se eliminaría todo el correo indeseado, y se garantizaría que sólo las comunicaciones que verdaderamente nos interesan lleguen a nuestras pantallas.

Cualquier otro correo —publicidad, chistes, fotos, chismes, spam, virus, teorías dudosas, promociones farmacéuticas, cadenas falsas para salvar a niños desahuciados, fraudes nigerianos— pasará ignorado.

Pero, ¿por qué tomarnos el trabajo de cambiar nuestra forma de comunicarnos, exigiendo ‘mínimos esfuerzos’ en estos tiempos en que la facilidad, la velocidad y la inmediatez imperan? Porque el costo de no hacerlo es demasiado alto. En una era de sobrecarga de información, nuestra capacidad de atención se vuelve un recurso escaso. Una paso para vivir más sanos y eficientes —para ser mejores personas, padres, amigos, trabajadores, ciudadanos—, es reclamar de vuelta nuestra atención y protegerla como se protege cualquier otro activo valioso: poniéndola a salvo de riesgos y de abusos.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 16 de agosto de 2011.

domingo, 14 de agosto de 2011

La casa en el aire

Lo primero que hay que saber sobre la ahora tan mentada ‘nube’ tecnológica, a la que nos dicen que se irán a vivir nuestros datos, es que no es tan nueva como los medios la hacen parecer. Desde hace años mucha de nuestra información personal reside en la nube, así antes no la llamáramos de esa forma. Pensemos, por ejemplo, en nuestras cuentas de correo electrónico o en todas las fotos y comentarios que a diario se suben a redes sociales como Facebook. Lo que sí es nuevo es la escala y la variedad de los servicios que ahora se van a prestar desde la nube. Aplicaciones corporativas, antes el dominio de grandes compañías como IBM, Microsoft y Oracle, o de pequeñas casas de software especializado, ya se están mudando para allá. Incluso programas que exigen computadores de cierto rendimiento, como software para edición de audio, video e imágenes, ya se están trasladando a la nube también. La principal consecuencia para empresas y usuarios será ahorrar en infraestructura de servidores y en almacenamiento.

Lo segundo es que, aunque la palabra hace pensar en un sitio etéreo y celestial en donde descansan plácidamente nuestros datos y aplicaciones, la nube debe ser entendida como lo que es en realidad: enormes instalaciones industriales de cómputo repartidas por el globo; kilómetros de cables conectado miles de servidores y discos duros entre si.

El requisito más importante de esas instalaciones es una capacidad interminable de almacenamiento. Toda la verborragia de la civilización, todo el torrente de datos que producimos a diario en nuestras interacciones sociales y laborales —cada libro, foto, noticia y transacción comercial, además del acumulado de todos los siglos previos a la aparición de Internet— debe ser procesado y almacenado en vastos silos de información.

Esos silos consisten de millones de discos duros, cada uno girando unas 15.000 veces por minuto, 24 horas al día, 365 días al año. Tanto ellos como los procesadores que los controlan, consumen un vataje considerable y producen bastante calor, de manera que se necesita energía para hacerlos funcionar y también para enfriarlos y evitar que se derritan víctimas de su propio calentamiento. Cada hora que pasa, la nube de datos produce otra nube, una nube negra de contaminación y de gases de invernadero.

¿Cuánto contamina un e-mail? Diría uno que nada, y que en todo caso es preferible a imprimir cartas sobre hojas de papel. Pero tenemos tendencia a usar el correo indiscriminadamente, enviando e-mails a muchos destinatarios a la vez y copiando en cada respuesta los textos anteriores, lo que incrementa de forma exponencial la necesidad de almacenamiento para guardarlos y transmitirlos. Un estudio divulgado por el diario francés Le Monde estima que una empresa de 100 empleados añade casi 14 toneladas de gases de invernadero a la atmósfera cada año: una nube contaminante que equivale a las emisiones de 13 jet de pasajeros cubriendo París - Nueva York en ida y regreso.

El estudio solo cuenta los correos electrónicos de una sola organización. Faltaría contabilizar la emisiones que resultan de las miles de otras actividades que se realizan a diario en Internet: las horas gastadas en juegos repetitivos como Farmville, las baterías de los celulares, las redes inalámbricas prendidas todo el tiempo. Que nuestros datos vivan en el aire es una conveniencia indiscutible, pero dista de ser una actividad neutra frente al medio ambiente. Ese lado oscuro de la nube tendrá ser explorado también.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de agosto de 2011.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Un rockero puro

Mi adolescencia fue puro rock. A diferencia de la mayoría de las personas de mi edad y de mi entorno, que escuchaban por igual los éxitos del hit parade gringo y los géneros tropicales de rigor, mis LPs, casetes y, luego, CDs contenían puros sonidos anglosajones. Fue así que llegué a la mayoría de edad, musicalmente el menos barranquillero de los barranquilleros.

Todo eso cambió en poco tiempo en otoño de 1993 cuando, recién desembarcado en Atlanta, EEUU, me enfrenté por primera vez a la obligación muy norteamericana de tener que definirme étnicamente. Los latinoamericanos, hijos de un continente muy desentendido de cuestiones de raza —nietos todos, al fin y al cabo, de la misma mezcla de europeos, negros e indios—, sentimos poco la necesidad de andar por ahí identificándonos como miembros de una etnia u otra. Pero en Estados Unidos esa identificación es un requisito casi desde el primer día en que uno llena el formulario para la visa. Así que llené el formulario, chuleé la casilla indicada, y al llegar a ese país me reinventé de la noche a la mañana como algo que siempre había sido, pero nunca había ejercido: un latino y, más que eso, un barranquillero.

Sometido al contraste de un país foráneo, fui conociendo partes de mi que antes no había advertido; e inventando otras para llenar los vacíos en mi ‘latinidad’. Quería que mis amigos extranjeros conocieran la música de mi tierra, pero, ¿cómo, si yo mismo no la conocía bien? No me reconocía en las letanías melífluas de Sergio Vargas, no me movían los ladridos del baile del perro de Wilfrido, me indigestaba la sopa de caracol, y aún me faltaba un tiempo para descubrir la grandeza del vallenato clásico.

Me salvó de ese estado de impostura cultural quien fuera, hasta el pasado martes, musicalmente el más barranquillero de los barranquilleros —así no hubiera nacido aquí—. Lo había oído de toda la vida, por supuesto, pero fue en la soledad de mi primer año de universidad en un país lejano cuando por fin escuché con detenimiento su música. Y descubrí que me era completamente familiar, pero a la vez nueva y extraña. Mientras que la música tropical no salía de sus temas manidos de amor y desengaño, de machos machos y mujeres ingratas, estas canciones se aventuraban a un léxico insólito y una temática sin normas, que lo mismo hablaba de amor que de ninfas y centuriones, insomnio o rebelión. Y así como en las letras se mezclaban lo alto con lo bajo, el vocabulario rebuscado con la sílaba como sonido primario, en la instrumentación se combinaba la sofisticación del jazz con la percusión del chandé. No me quedaba duda: en el Joe Arroyo habitaba el espíritu rebelde y desreglado del rockero puro.

La ventaja de redescubrir tardíamente un sonido que ha estado con uno toda la vida es que se puede entonces acercarse a él con oídos nuevos. Y así entender, por ejemplo, que Joe Arroyo fue, ante todo, un gran vanguardista. Veinte años de estarlo escuchando no me han alcanzado para agotar la riqueza y la complejidad de su obra.

Su partida prematura tuvo al menos el entierro que se merecía: el más concurrido que se haya visto en esta tierra desde el de la Mamá Grande. Quise salirme por esta semana de los temas habituales de esta columna para contar que fue gracias a él que descubrí hace muchos años que yo también cargaba en mi a esta ciudad y sus ritmos, y que la barranquilleridad no tiene normas, sino que está definida por iconoclastas tremendos, por grandes cronopios como éste que se ha ido.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 1ero de agosto de 2011.

lunes, 8 de agosto de 2011

La gramática del futuro

En Dr. Strangelove, una estupenda comedia de 1964 dirigida por Stanley Kubrick, un general enloquecido decide bombardear Rusia con tal de evitar que los soviéticos destruyan a los Estados Unidos por medio de la adición de flúor al agua potable. Ese general es la imagen viva de las exageradas neurosis de los humanos frente a los cambios, las modas y las nuevas tecnologías.

Esos miedos han existido desde siempre. Las sociedades son resistentes a los cambios, y cada generación encuentra, entre los artefactos y las costumbres de su modernidad, a quién o a qué echarle la culpa de ellos. Así, distintas épocas han visto el colapso de la civilización en los telares, la televisión, la minifalda o el reggaetón. Pero, sin falta, la civilización sobrevive, y los temidos cambios resultan ser simplemente la manera como la humanidad se adapta a sus nuevas realidades.

Cuento esto porque aunque me disponía a escribir sobre otro tema esta semana, me detuvo la lectura de una columna publicada en este diario el viernes pasado, llamada ‘TIC, Todos los idiotas comunicados’. Su autor se aterra de que las nuevas formas de comunicación, como los teléfonos Blackberry, estén llevándonos a una sociedad de “ignorancia e idiotas”, y encuentra evidencia de ello en el deterioro de la gramática y la sintaxis, y en el abandono del “lenguaje clásico”.

Quienes han seguido mis textos saben que mi posición frente a las nuevas tecnologías de información y de comunicación es profundamente ambivalente. He escrito que nuestras redes y aparatos están afectando las habilidades cognitivas del ser humano de maneras que aún es muy temprano para comprender. Incluso he estado de acuerdo con el autor de la columna en lo odiosos que son los Blackberry y el chat en general.

Pero con lo que sí no puedo estar de acuerdo es con su premisa de una nueva sociedad de idiotas por culpa de esos aparatos y del tipo de comunicación que propician. Entre otras razones porque no hay tal cosa como lenguaje “clásico”. Las apreciadas normas de gramática y sintaxis a las que él se refiere son, así como las formas fonéticas, el resultado de prácticas de comunicación que dependieron siempre de la tecnología y las costumbres de una época. La gramática, la ortografía y la sintaxis son asuntos cambiantes; lo que se está forjando en los pulgares de los chateadores y los salones de las redes sociales es la escritura del futuro, que permitirá contracciones, abreviaciones, números y símbolos que hoy nos parecen extraños. Más que idiotez, lo que estos jóvenes poseen es una gran creatividad morfológica.

Nada de escandaloso ni de apocalíptico hay en eso, y el fenómeno ni siquiera es de ahora. El hebreo, una lengua “clásica” si existe alguna, hace siglos prescindió de las vocales en el idioma escrito y las representa con puntos que modifican las consonantes, del mismo modo como hoy hay quien digita ‘q’ o ‘k’ en lugar de ‘que’.

Se pregunta entonces el columnista dónde habrá que encontrar la explicación de que los jóvenes de hoy tengan menos “compromiso y conocimiento”. Yo no sé si sea cierto que no lo tengan, pero en lugar de buscarla en las redes, que se busque la explicación más bien en los padres de esos jóvenes que no supieron inculcarles el suficiente “compromiso” o el amor por el conocimiento. “El viejo camino rápidamente envejece —dice otro producto de 1964, la canción de Bob Dylan The Times They Are a-Changin'—. Por favor apártense del nuevo si no pueden echar una mano, porque los tiempos están cambiando.”


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 25 de julio de 2011.

jueves, 4 de agosto de 2011

Devoradores de libros

Del sinnúmero de opciones que tiene la humanidad para consumar su propia destrucción, que van desde flagelos clásicos, como el hambre, la enfermedad y la guerra, hasta calamidades modernas, como la bomba atómica y el cambio climático, hay una amenaza menos imponente, menos vistosa, pero igual de acechante. Es pertinaz como la hormiga, de quien seguramente es primo lejano. Se alimenta de nuestro conocimiento, bajo forma de libros, y pone en riesgo los cimientos, literales, de la sociedad. Es la pesadilla de los erradicadores de plagas: el bicho que entre nosotros conocemos como comején.

Mi obsesión personal con esta termita deriva, sin duda, de la posesión de una colección de libros de respetable tamaño, que he trasteado en cajas por varios lugares del mundo durante los últimos 20 años. Así como otros se preocupan por tener en su hogar un jardín, espacio para una mascota o una cocina amplia, mi preocupación principal en cada mudanza ha sido tener un espacio adecuado para mis libros. Y en regiones tropicales como en la que nací y en la que ahora vivo, mi terror capital es encontrarme un día con esa especie de enfermedad de la madera, que se manifiesta con esas pústulas de aserrín que son el rastro infame del comején buscando la biblioteca.

No contenta con devorar libros y estructuras, he aprendido recientemente que la terrible termita tiene un vínculo con el calentamiento global. Como subproducto de su alimentación perniciosa, el bicho excreta gas metano, el más dañino de los gases que calientan la atmósfera a través del efecto invernadero. Algunos científicos opinan que el comején es el mayor productor planetario de gas metano. Léase bien: el mayor. Por encima de la contaminante industria. Por encima, también, de las mansas vacas, tan vilipendiadas últimamente por su contribución al acaloramiento general.

Y, mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros, sagaces humanos, para contrarrestar el efecto de esos gases de invernadero? Pues bien: sembramos árboles; reforestamos. Es decir, construímos gigantescos restaurantes para termitas, generosos silos de celulosa, bufetes gratis en los que nuestros amables compañeros de planeta se alimentan y procrean.

Es un círculo vicioso: el globo se calienta cada vez más, pero las medidas que empleamos para enfriarlo pueden terminar por inyectar a la atmósfera más de los gases que lo calientan. Entre la tala feroz, en un extremo, y las buenas intenciones de la reforestación, en el otro, hemos roto algún equilibrio atávico entre las termitas y el resto del ecosistema. En algunas regiones de latitudes intermedias, los inviernos se han calentado lo suficiente para que el comején sobreviva todo el año, clavándole sus dientes a la madera otrora templada por el frío.

Nos dicen que la modernidad va a acabar con el libro. Que el e-book, el iPad y los tablets lo tienen en la mira. Que perecen los periódicos y cierran las revistas. Que la literatura, la poesía —y ¡hasta la lectura misma!—, están en peligro. No, señores: cuando yo miro mi biblioteca me invade el miedo a un enemigo mucho más antiguo. Un victimario implacable y tenaz. Un invasor, para todos los efectos prácticos, infinito. Poseedor de una magia negra que convierte en veneno al papel.

Que se lleve por delante el Internet al Libro, si quiere —termino por pensar, ya preso de la angustia—, ¡pero que el comején no acabe con los míos!


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de julio de 2011.

jueves, 28 de julio de 2011

Ahora, a combatir el 'anumerismo'

Supongamos que la incidencia en la población de una cierta enfermedad —cáncer de mama, por ejemplo—, es de 10 por cada 1000 personas, y que existe una prueba que la detecta con un 90% de fiabilidad. Una paciente se hace la prueba y resulta positiva. ¿Debe asustarse? ¿Qué probabilidad tiene de tener la enfermedad? Calcule el lector en su mente una respuesta.

La respuesta correcta es: no tanta. La paciente debe pedirle a su médico pruebas adicionales para confirmar el diagnóstico, ya que la probabilidad de que realmente tenga cáncer es solo de un 8%. Esto puede parecer sorprendente*, pero si su resultado fue mucho más alto que eso, no se preocupe: cuando le hacen preguntas de este tipo a profesionales en medicina, el 85% suele contestar mal.

Lo anterior es un ejemplo de ‘anumerismo’, que es como se ha traducido al castellano innumeracy: nuestra incapacidad para relacionarnos correctamente con los números. Sociedades como la nuestra han hecho grandes avances contra el analfabetismo; ahora debemos preocuparnos por reducir, por medio de la educación temprana, el anumerismo. Es un imperativo en un mundo completamente dependiente de la ciencia y la tecnología.

Eso no implica que todos nos volvamos unos genios en matemáticas, solo que a los niños y niñas desde pequeños se les enseñe a poner las cifras en contexto y a entenderlas con sentido común. Es una herramienta esencial para la vida. El anumerismo está detrás de muchas insensateces cotidianas como gastar dinero en loterías, confiar en la astrología, o creer que sueños, pulpos, naipes, residuos de tabaco o fondos de café pueden predecir el futuro. Y como ningún sanador, rezandero o “bioenergético” aguantaría el más elemental cotejo estadístico de sus “éxitos” frente a los de la medicina real, una sociedad con mejor manejo de los números pondría enseguida su sitio a la mayoría de esos charlatanes.

Donde al anumerismo puede hacer más daño es en el ámbito de lo público. Constantemente encontramos en los medios afirmaciones alarmantes, como que los hombres son los mayores causantes de accidentes viales (por supuesto: hay más conductores hombres que mujeres, ¿cómo no iban a causar más accidentes?), o que un cierto número de estudiantes sacaron resultados por debajo del promedio en las pruebas de Estado (claro: por definición una parte de los resultados tiene que estar por encima del promedio y otra por debajo), o que la civilización humana es un fracaso por sus niveles de pobreza y desigualdad (ambos flagelos están lejos de ser eliminados, pero en términos relativos la humanidad nunca había tenido tanta salud y prosperidad como ahora; a pesar del camino por recorrer, la sociedad de hace doscientos o mil años era mucho más pobre y atroz que la de hoy).

Para los medios y para los políticos es demasiado sencillo manipularnos con estadísticas como estas cuando no estamos capacitados para analizarlas. Las cifras son como un barniz que sirve para recubrir las falsedades con una apariencia de verdad. Se necesitan ciudadanos educados para raspar ese barniz y tomar decisiones apropiadas para sus vidas y sus comunidades. Pienso usar este espacio de vez en cuando para resaltar algunos de esos errores. La ciencia contiene más asombro que la seudociencia, decía el astrofísico Carl Sagan, y tiene la ventaja adicional, y no de poca monta, de ser real.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 11 de julio de 2011.

La hora loca


Geko Jones, un disc-jockey de Nueva York que mezcla ritmos latinoamericanos y africanos con música electrónica, estaba un día tarareando una canción en presencia de un amigo de Sierra Leona. El amigo lo interrumpió para preguntarle  dónde había conocido ese ritmo que, para él, era de su país. Jones le explicó que se trataba de una cumbia de Colombia, la tierra de su padre.

La cumbia tuvo una época de gran despliegue en el siglo pasado, en las instrumentaciones de esos big bands tropicales que fueron las orquestas de Lucho Bermúdez y Pacho Galán. Pero fueron otros ritmos, como el tango, el bolero, y, más adelante, la salsa, la samba y el merengue, los que se convirtieron en los sonidos latinoamericanos por excelencia a los ojos del mundo. La cumbia parecía condenada a no ser invitada a la fiesta. Siguió siendo importante entre nosotros, por su papel en las fiestas populares del Caribe colombiano, pero sin nuevos desarrollos, sin exponentes contemporáneos, e ignorada por buena parte del resto del planeta.

Eso, por fin, está cambiando. De la mano de bandas colombianas como Sidestepper y Bomba Estéreo; en las canciones de artistas mexicanos, argentinos y chilenos; y en las pistas de DJs de Texas, California y Nueva York. Como en la hora loca de los matrimonios, la cumbia está reapareciendo como una invitada de honor entre los ritmos del mundo.

El sampling, o el uso en una canción de fragmentos de otras grabaciones, es desde la década del 70 un elemento común del rap, el hip-hop y la música electrónica. Pero el Internet ha hecho más fácil conseguir grabaciones esotéricas de todas partes del mundo, e incrementó exponencialmente la materia prima disponible para los mezcladores de sonidos. La cumbia ha sido una de las grandes favorecidas por esta nueva tendencia cultural, en la que los ritmos y melodías del pasado son mezclados y recombinados intensamente para construir la música del presente.

La razón del éxito de la cumbia como base para samples explica también el asombro del sierraleonés al escuchar en labios de su amigo un ritmo ancestral venido del otro lado de la Tierra. Ritmos originarios del oeste de África llegaron a América y pervivieron por siglos en enclaves de esclavos negros en nuestro territorio. En ese relativo aislamiento sobrevivieron intactos el choque con el Nuevo Mundo. Conservaron su musicalidad primaria, una percusión esencial que les crea afinidad natural con otros sonidos, como el rock y la música electrónica, pero, fundamentalmente, con el hip-hop.

El hip-hop, y sus congéneres, como el reggaetón, han conquistado al mundo. Se escucha y se compone hip-hop en todos los países y en todos los idiomas: he escuchado canciones en alemán, en chino, en ruso y en persa. Es una revolución en la música de los jóvenes solo comparable con la del rock en el siglo XX. Y gracias a la facilidad de nuestra cumbia para mezclarse con él, y a los enamorados de ella, como DJ Geko, viaja con frecuencia de pasajera en el vehículo del hip-hop. Así se está haciendo conocer en todo el planeta.

A diferencia del sierraleonés, a nosotros que crecimos en la cuna de la cumbia eso no debería sorprendernos. La nueva consciencia de este mundo globalizado e interconectado se encuentra a gusto es en las mezclas y los mestizajes. Siglos antes de que existieran los mecanismos electrónicos para hacer lo que de forma natural hizo el crisol del Caribe, las cadencias de la cumbia, por su origen en la fusión de elementos africanos, americanos y europeos, prefiguraron el espíritu de la modernidad. Por eso le ha llegado el turno de ponerse de moda.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 5 de julio de 2011.

martes, 5 de julio de 2011

¿Facebook comienza a pasar de moda?

Hablaba en este espacio la semana pasada sobre la empresa canadiense RIM, que a pesar de la enorme popularidad del teléfono inteligente BlackBerry, su producto estrella, está encaminada a perder su liderazgo en un mercado que domina. Hoy voy a mencionar a otra organización cuya apabullante hegemonía —más grande aún, en su sector, que la de BlackBerry en el suyo— no la pone a salvo de pasar de moda. Me refiero a Facebook.

Sí: Facebook.

Pero: ¿Facebook no está acaso en la cima del éxito? Su fundador, Mark Zuckerberg, ¿no fue elegido hombre del año por la revista Time? ¿Su historia no acaba de ser llevada al cine en una película nominada al Oscar y dirigida por uno de los directores más populares de nuestro tiempo? ¿No ha llegado a los 700 millones de usuarios? Si fuera un país, Facebook sería el tercero más populoso del mundo, solo superado por la India y la China. ¿No está anunciada su entrada en bolsa el año que viene, con una valoración inicial exorbitante, sin precedentes, de 100.000 millones de dólares?

Lo anterior es todo cierto, y seré el primero en reconocer que mi visión del futuro de la red social es altamente especulativo y que irá en contravía de la mayoría de los observadores del mercado. Al fin y al cabo, de alguna parte, de inversionistas dispuestos a creer en la firma, tendrán que salir los 100.000 millones de dólares que se anticipa que se ofrecerán por ella. Pero aún así pienso que en la curva ascendente de su popularidad Facebook ya tocó el punto más alto, y que el reto que le espera ahora, el de mantener su liderazgo absoluto y no defraudar las tremendas expectativas que ha creado, será difícil de lograr. El principal obstáculo está en que sus millones de usuarios, la novedad inicial ya superada, tienen hacia la red sentimientos cada vez más tibios, cuando no negativos.

Aunque Facebook lo niega, observadores muy juiciosos de la compañía han notado que en las últimas semanas su ritmo de crecimiento se ha aplanado, lo que indica que no le están llegando tantos usuarios nuevos como antes. En algunos países, como Estados Unidos y Canadá, ya hay grandes números de personas que han cerrado sus cuentas. El número de desertores en esos dos países va en 7 millones: poco si se le compara con el total, pero una señal inequívoca de que algo está cambiando. Y esa cifra no incluye los millones de personas que han abandonado sus cuentas sin cerrarlas oficialmente.

Las razones son muchas y merecerían todo un análisis sociológico. Una parte de los usuarios se ha aburrido de la actitud descuidada y abusiva de la red con su información privada. Otros están cansados de la cháchara que parece ser su idioma predominante. Y muchos están dándose cuenta de que no vale la pena la cantidad de tiempo que le dedican a mantenerse al tanto de las insignificancias en la vida de los demás. Han decidido que, así como nadie se muere arrepentido de no haber pasado más tiempo en la oficina, nadie se muere deseando haber pasado más tiempo en Facebook. (Yo mismo, que cerré mi cuenta hace unos meses, hago parte de ese último grupo.)

Otras redes que parecían invencibles, como Hi5 y MySpace, hoy están quebradas y resultaron no ser sino modas de nula rentabilidad. Para crear software se necesita tiempo e ingenio, pero poca infraestructura y capital. Eso, que permitió que Facebook fuera creado en un dormitorio de Harvard, también permitirá que surjan con facilidad competidores. No tengo duda de que en algún cuarto universitario o algún garaje de alguna parte del mundo se construye desde ya la que será la red social de mañana.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 28 de junio de 2011.

domingo, 19 de junio de 2011

El ocaso de la mora

Canadá no es un lugar que inmediatamente evoque ideas de alta tecnología; más bien nos recuerda olimpiadas de invierno, hojas de arce y algunos alces huraños. Tampoco es conocido porque sus gentes sean descorteses; por el contrario, tienen una fama muy merecida —he estado allí— de ser educados y amables hasta el extremo. Por eso es curioso que de allí haya salido un producto que se convirtió en una síntesis de tecnología y mala educación. Hoy, su fabricante está pasando por su peor momento.

La empresa en dificultades es RIM, el inventor canadiense de los omnipresentes y molestosos teléfonos BlackBerry. Molestosos, digo, para los que no los usamos, que ya nos hemos acostumbrado a tener que mirar constantemente la parte de arriba de la cabeza de sus usuarios, siempre gacha y enfocada en el ballet de pulgares en que se ha convertido la comunicación moderna. El chat en el BlackBerry ha transformado la vida misma; desde que existe ya nunca fueron iguales la conversación, las reuniones de negocios, la cenas en los restaurantes, la seguridad vial. El incesante bip de esta máquina de interrupciones ha producido en la cotidianidad el nivel de estrés de un controlador aéreo.

No son esas características molestas del usuario blackberriano la fuente de la amenaza para su fabricante —por el contrario, son los signos de su tremendo éxito—, pero RIM sí parece estar a punto de ser víctima de su propio invento. No porque de repente se vaya a poner de moda la cortesía de no usar el chat en ciertas situaciones (esa batalla ya se perdió hasta para los canadienses), sino porque el monopolio cerrado de RIM sobre el mundo del chat móvil está próximo a convertírsele en un problema.

El éxito del modelo de negocios de RIM consistía en que todo el mundo, o casi todo, tuviera un BlackBerry. Como el bar de moda al que uno quiere ir porque todo el mundo va a estar allí, cada nuevo usuario añadía un nodo más a la red y generaba un incentivo adicional para que llegaran más y más usuarios. El proceso parece infinito, pero se cae más rápido que una pirámide en el Putumayo si surge un nuevo bar más atractivo y los clientes comienzan a emigrar. Y hoy hay dos nuevos bares de moda en el mundo. Se llaman iPhone y Android.

El primero le está sonsacando a RIM los clientes de gama alta, que son los más lucrativos. El segundo está a punto de inundar el planeta de teléfonos inteligentes a menos de cien dólares. Ambos tienen aparatos al lado de los cuales los BlackBerry más sofisticados parecen herramientas paleozoicas. El diagnóstico es crítico.

Los millones de usuarios nuevos de teléfonos inteligentes de distintas marcas querrán comunicarse entre si, sin restricciones. Surgirá una nueva lingua franca que permita la comunicación entre todos ellos, y en ese nuevo contexto el BlackBerry Messenger, el arma mortal de RIM y la razón de su éxito, será relegado a dialecto de gueto. Para evitar marginarse, RIM deberá abrir su sistema para que se pueda comunicar con todos los demás dispositivos. Pero en el instante en que lo haga, los consumidores habrán perdido el último motivo vigente para comprar sus equipos. Es una espiral de muerte.

Los inversionistas ya lo entendieron, y esta semana mandaron la acción de la empresa 21% hacia abajo. La compañía ya anunció despidos. La desbandada de usuarios parece inevitable y se consolidará en 2012. Nadie —ni sus directores— parece entrever una estrategia de salvación. La lección es que los clientes tarde o temprano rechazan los ecosistemas cerrados, particularmente en tecnologías de comunicación. Eso estará bien para alces huraños, pero no para el inquieto consumidor actual.