Las metáforas con que describimos la mente siempre han sido consecuencias de la tecnología de una era. Desprovistos, hasta hace poco tiempo, de instrumentos para conocer el cerebro, hemos buscado en el funcionamiento de las cosas la imagen de los procesos que ocurren en su interior.
La Antigüedad entendía la mente del recién nacido como una tabula rasa, un tablero limpio en el que nada había sido inscrito aún. Con el paso de los años, la experiencia y la instrucción iban llenando el tablero de información y de conocimiento. Era la metáfora que escogía una era que salía de la oralidad y comenzaba a descubrir la escritura. Pero el paso de los siglos trajo nuevos inventos sobre los que proyectar el misterio de la mente. La Edad Media vio en los engranajes precisos del reloj mecánico un mejor modelo para el pensamiento, y así comenzamos a concebir la mente como una máquina exquisitamente diseñada. Esto traía un corolario útil para la época: si existía el reloj tenía que existir un Relojero. Y otro, inescapable: si la mente era una máquina, era susceptible a estropearse cuando alguna de sus piezas se saliera de quicio.
La Revolución Industrial exigió otra imagen, una apta para una era de eficiencias y productividades. La encontró en el invento que marcó la época: la máquina de vapor. Muchas nociones modernas, como la de sentirse “presionado” o “a punto de estallar”, vienen de esa idea de la consciencia como un sistema mecánico que regula sus excesos de presión a través de válvulas mentales. Es, en el sentido estricto de la palabra, una mente cibernética.
Estas metáforas son importantes porque imprimen sobre su tiempo un modelo del ser humano, de su personalidad y su pensamiento. La noción de la mente como una máquina de vapor, por ejemplo, subyace a las ideas de Sigmund Freud que postulan la existencia de “humores”, como si ella fuera un sistema cerrado conteniendo ciertas sustancias, cuyos balances y disponibilidad forman el temperamento, y cuyos desequilibrios explican la psicosis. Por eso de esa era nos llega la idea de la represión, solo concebible si la mente se entiende como una cámara en la que un gas bajo presión busca salida por un acceso que no le corresponde.
En el siglo XX la teoria de la mente se mudó, como era lógico, al computador —también el invento central de su época—. Empezamos a vernos como poseedores de un “disco duro”, en el que almacenamos ideas y experiencias, y de un “procesador”, que baraja esa información y organiza el pensamiento. Se nos “sobrecargan los circuitos” cuando estamos bajo estrés y por eso hay que “desconectarse”.
Inherente a la metáfora del computador es la idea revolucionaria de que podemos repogramarnos, de que podemos cambiar el software de nuestro sistema —o “cambiar el chip”— y modificar quienes somos. Dejamos de ser una máquina con movimientos preestablecidos, cuyas piezas se podían partir o desalinear, y nos volvimos sustancia mucho más maleable, como convenía al individualismo de nuestro tiempo.
Encontramos, pues, entre los inventos del hombre, aquel que mejor expresa el espíritu de una época y le damos a nuestra mente la forma de nuestras herramientas. La próxima metáfora, sin duda, será la de la Red. Nuestro pensamiento, tal vez, dejará de pertenecernos y nos veremos como nodos en un enjambre, en el que las personalidades individuales se desdibujan y surge una conciencia colectiva, global, conectada por los vínculos de la tecnología.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 24 de enero de 2011.
No todo cuanto Steve Jobs toca se convierte en oro. El Leonardo da Vinci de la era electrónica, transformador de las industrias de la computación, el entretenimiento y la animación digital, no ha tenido una trayectoria libre de fracasos. La empresa que fundó, Apple Computer, comenzó el siglo al borde de la bancarrota, con una participación de mercado exangüe y una serie de productos desastrados que no calaban en el consumidor.
No todo lo que Rupert Murdoch toca se convierte en oro. El Ciudadano Kane del siglo XXI, dueño de canales de televisión, entre ellos el poderoso grupo Fox, de cientos de diarios y revistas, de empresas editoriales y de entretenimiento, de servicios de TV por suscripción y de estudios de cine, todo agrupado bajo el monolítico nombre de News Corporation, adquirió en 2005 a la empresa MySpace por 580 millones de dólares. Ese año, Facebook apenas se conocía en algunas universidades de EEUU, y MySpace, con millones de usuarios, era el rey del nuevo mundo de las redes sociales. Cinco años después, MySpace está en quiebra y en venta, ha perdido millones y acaba de despedir a la mitad de sus empleados.
Ahora estos dos magnates se han aliado para lanzar un nuevo diario, distribuido cada mañana directamente al iPad de sus suscriptores. Pero aún no ha salido la primera edición y ya parece que The Daily se quedará corto de su promesa de ser el primer periódico completamente global y digital.
Las preguntas por resolver son muchas. ¿The Daily será un diario solo para el iPad, o se conseguirá también en otras plataformas, como Android (de Google) y Windows? Si no lo hace, mal puede aspirar a ser un medio verdaderamente masivo: estaría constreñido a los usuarios de iPad, que son, al fin y al cabo, una minoría. Pero también habrá que ver si el restrictivo Jobs lo permite. ¿Cómo se pagarán las suscripciones? Hasta ahora, la tienda de Apple sólo recibe tarjetas de crédito —con restricciones por país—, lo que también limita el potencial de lectores. ¿Cómo se repartirán los ingresos por suscripciones y por publicidad? Murdoch, acostumbrado a ser dueño absoluto de sus medios, no quiere saber nada de repartir la torta con Apple, pero a otra cosa aspira Jobs, cuyo modelo de negocios es sacarle tajada a todo lo que pase por sus tiendas y aparatos. ¿Se publicará en varios idiomas? Y, finalmente, si se va a lucrar de él, ¿cómo asegurarse de que Apple no favorezca The Daily sobre otras publicaciones que usen su plataforma tecnológica?
Todos estos asuntos, si no se resuelven, le quitarán impacto a The Daily, que terminará siendo un diario más en un mercado que no lo está pidiendo.
Ni siquiera nuestras sofisticadas y relucientes tecnologías solucionan estos conflictos, porque no son motivos técnicos sino culturales los que los animan. Surgen del choque de dos mundos, uno tratando de conservar su amenazada hegemonía y el otro tratando de imponer una nueva manera de vender noticias. Veo difícil que dos temperamentos obstinados y mercuriales como los de estos dos personajes encuentren la manera de conciliar sus paradigmas divergentes para crear un nuevo modelo periodístico. Esa tarea quedará en manos de algún futuro visionario, un outsider aún en la sombra, libre de ataduras con un campo y con el otro, que tendrá menos que perder y todo que ganar. Mientras llega, creo que veremos cómo este matrimonio por conveniencia se disipa en un divorcio por incompatibilidad de caracteres.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 17 de enero de 2011.
Cada vez que me atrevo a afirmar en público que estamos viviendo en la era del fin del libro desato unas pasiones como las que suelen animar las discusiones políticas o religiosas. Esas pasiones casi siempre están empeñadas en refutar mis argumentos. Algo tiene ese objeto, algo místico que promueve a su alrededor una defensa visceral. Yo mismo, como lector que he sido toda la vida, entiendo del apego y la veneración que suscita. Pero aún así insisto en que su final está cerca.
Los incrédulos caben en dos grupos. En el primero están los que cometen el error de confundir el “fin del libro” con “el fin de la lectura”. Aún en esta era de medios digitales nunca he pensado que estemos dejando de leer. El Internet sigue siendo un medio primordialmente textual, y por ende la mayoría de la información que consumimos a través de él es leída. Claro, esas lecturas se hacen en las pantallas de computadores, celulares y otros dispositivos, en vez de en encuadernaciones de hojas de papel. Pero la experiencia de todos los días nos indica que, gracias a la Red, probablemente hoy estemos leyendo más que nunca. El segundo grupo es el de los fetichistas. Según ellos, el libro, como objeto, nunca podrá desaparecer. El libro es tecnología inmanente, tan perfecta y adaptada a los humanos que su existencia es inseparable de la civilización, como la rueda o el fuego. Seguramente nunca prescindiremos de la rueda o del fuego, pero ningún invento tiene garantizada su supervivencia en todas las eras. La brújula y el sextante se usaron durante siglos, pero dudo que un navegador actual los prefiera a su GPS. El ábaco se ha usado durante más tiempo aún, y en algunos lugares del mundo todavía se aprende su manejo, pero las sumas y restas del comercio se hacen en calculadoras de bolsillo. El libro tal vez no sea más permanente que otras herramientas que cumplieron un propósito durante siglos, hasta que fueron reemplazadas por otras más prácticas.
No pienso que se vayan a dejar de imprimir del todo libros y revistas (aunque sí creo que los diarios de papel tienen los años contados). Seguirán existiendo como objetos de culto y de colección —como los discos de vinilo o las Biblias de Gutenberg—, y como depositarios de la nostalgia y del anacronismo (si nos caben dudas sobre esto último, preguntémonos por qué quince años después de la popularización del correo electrónico todavía hay empresas y personas que usan el fax). Pero perderán la hegemonía que han tenido sobre la distribución del conocimiento por más de cinco siglos. Las tentaciones para ello son demasiado grandes.
La primera tentación obedece a nuestra cada vez mayor expectativa de inmediatez. El Internet nos ha acostumbrado a un gran mercado global en el que todo se consigue, y en el que los bienes del conocimiento se transportan inmaterialmente y enseguida. Solo lo estrictamente material —muebles, vehículos, ropa, comida— es transportado; lo demás —libros, música, fotos, video— viaja como información pura.
La segunda tentación es más poderosa. ¿Por qué talar árboles para comunicar ideas, cuando existen alternativas que no requieren papel? ¿Cómo justificar la quema de combustibles fósiles para transportar —a diario, en el caso de los periódicos— millones de toneladas de árboles muertos, cuando la distribución se puede hacer por vía electrónica? Ese enorme ahorro para los productores, disfrazado bajo el argumento tan apreciado por nuestra era del beneficio al medio ambiente, será el punto final para la tecnología que nos sacó de la Edad Media y nos condujo a la Era de la Información.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 11 de enero de 2011.
Un pésimo regalo recibieron los venezolanos en la Navidad de 2010. En enero se instala una nueva Asamblea Nacional con participación significativa de la oposición, de manera que el presidente Hugo Chávez aprovechó los últimos días del parlamento anterior, casi cien por ciento chavista, para pasar un puñado de leyes que castran a la Asamblea entrante y lo dejan a él con poder de gobernar por fiat.
Una de esas leyes es del ámbito de esta columna. Se trata de la “Ley Resorte”, como se conoce la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión: un embeleco de 56 páginas en el que por ningún lado aparece la palabra ‘Internet’, pero que acaba de ser modificada para incluir en su alcance todos los “medios electrónicos”.
So pretexto de proteger a menores de edad de contenidos sexuales o violentos, la Ley Resorte se ha invocado en el pasado para censurar y cerrar estaciones de radio y TV. Así le sucedió a la venerable Radio Caracas Televisión, y así seguramente le sucederá a Globovisión, único canal de TV crítico de Chávez que sigue al aire —aunque no por mucho tiempo—.
Pero ya querer controlar el Internet con las restricciones horarias con que se regulan la radio y la TV —que es lo que pretende esta ley— es de una ignorancia tan elemental que mi primera reacción fue la pena ajena. En el ciberespacio la información está almacenada en servidores y viaja por la red cuando es solicitada. No sé quién le dijo a los legisladores chavistas que en Internet los contenidos se pueden “transmitir” según la hora del día; que se pueden establecer franjas horarias aptas para adultos; que un servidor de pornografía en Rusia ejercerá recato hasta que en Venezuela den las 9 de la noche.
Ese analfabetismo digital no preocupó a los asambleístas, ya que el propósito real de esta enmienda no era proteger a nadie, sino entregarle al gobierno medios para restringir la libertad del uso del Internet, como lo hacen Cuba, China, Irán y Corea del Norte.
En una de las disposiciones más insólitas, se prohíbe —de manera general— “el anonimato” en los medios, lo que llevará al cierre de casi todos los foros en línea de origen venezolano. Como no se pueden regular los contenidos que se generan en el extranjero, serán los proveedores de acceso a Internet los responsables aplicar la medida. Entendamos bien lo que implica esto por medio de una analogía, que ilustra el tamaño del disparate: es como si la compañía que opera las redes telefónicas tuviera que responder por las conversaciones que tienen sus usuarios.
Esto le dará a Chávez la facultad de cerrar proveedores de acceso a su antojo y con cualquier excusa: la simple lectura de esta columna, por ejemplo, podría dar pie para un cierre. Lo que busca es que solo sobrevivan los proveedores amañados a la ideología estatal.
Lo único positivo que hay en todo esto es que es poco probable que Venezuela tenga la disciplina técnica para hacer funcionar su propio engendro. Controlar el acceso a la radio y TV, en los que las señales están centralizadas en unas pocas estaciones, es muy distinto a hacerlo con el Internet, que es una red descentralizada y distribuida por todo el globo. Parece que eso tampoco se lo explicaron a los legisladores venezolanos.
Es una vergüenza que el vecindario se quede callado ante tamaño golpe a la libertad de expresión, que atañe al medio más democrático que existe. Habremos de arrepentirnos. En nuestra región los malos ejemplos se contagian con facilidad, y pronto veremos a otros países del continente —ya podemos adivinar algunos— emulando el pésimo ejemplo del comandante Chávez.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 3 de enero de 2011.