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lunes, 24 de enero de 2011

Metáforas

Las metáforas con que describimos la mente siempre han sido consecuencias de la tecnología de una era. Desprovistos, hasta hace poco tiempo, de instrumentos para conocer el cerebro, hemos buscado en el funcionamiento de las cosas la imagen de los procesos que ocurren en su interior.

La Antigüedad entendía la mente del recién nacido como una tabula rasa, un tablero limpio en el que nada había sido inscrito aún. Con el paso de los años, la experiencia y la instrucción iban llenando el tablero de información y de conocimiento. Era la metáfora que escogía una era que salía de la oralidad y comenzaba a descubrir la escritura.

Pero el paso de los siglos trajo nuevos inventos sobre los que proyectar el misterio de la mente. La Edad Media vio en los engranajes precisos del reloj mecánico un mejor modelo para el pensamiento, y así comenzamos a concebir la mente como una máquina exquisitamente diseñada. Esto traía un corolario útil para la época: si existía el reloj tenía que existir un Relojero. Y otro, inescapable: si la mente era una máquina, era susceptible a estropearse cuando alguna de sus piezas se saliera de quicio.

La Revolución Industrial exigió otra imagen, una apta para una era de eficiencias y productividades. La encontró en el invento que marcó la época: la máquina de vapor. Muchas nociones modernas, como la de sentirse “presionado” o “a punto de estallar”, vienen de esa idea de la consciencia como un sistema mecánico que regula sus excesos de presión a través de válvulas mentales. Es, en el sentido estricto de la palabra, una mente cibernética.

Estas metáforas son importantes porque imprimen sobre su tiempo un modelo del ser humano, de su personalidad y su pensamiento. La noción de la mente como una máquina de vapor, por ejemplo, subyace a las ideas de Sigmund Freud que postulan la existencia de “humores”, como si ella fuera un sistema cerrado conteniendo ciertas sustancias, cuyos balances y disponibilidad forman el temperamento, y cuyos desequilibrios explican la psicosis. Por eso de esa era nos llega la idea de la represión, solo concebible si la mente se entiende como una cámara en la que un gas bajo presión busca salida por un acceso que no le corresponde.

En el siglo XX la teoria de la mente se mudó, como era lógico, al computador —también el invento central de su época—. Empezamos a vernos como poseedores de un “disco duro”, en el que almacenamos ideas y experiencias, y de un “procesador”, que baraja esa información y organiza el pensamiento. Se nos “sobrecargan los circuitos” cuando estamos bajo estrés y por eso hay que “desconectarse”.

Inherente a la metáfora del computador es la idea revolucionaria de que podemos repogramarnos, de que podemos cambiar el software de nuestro sistema —o “cambiar el chip”— y modificar quienes somos. Dejamos de ser una máquina con movimientos preestablecidos, cuyas piezas se podían partir o desalinear, y nos volvimos sustancia mucho más maleable, como convenía al individualismo de nuestro tiempo.

Encontramos, pues, entre los inventos del hombre, aquel que mejor expresa el espíritu de una época y le damos a nuestra mente la forma de nuestras herramientas. La próxima metáfora, sin duda, será la de la Red. Nuestro pensamiento, tal vez, dejará de pertenecernos y nos veremos como nodos en un enjambre, en el que las personalidades individuales se desdibujan y surge una conciencia colectiva, global, conectada por los vínculos de la tecnología.


Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 24 de enero de 2011.

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