El apéndice humano es un ejemplo de un órgano vestigial: uno que sigue existiendo a pesar de ya no cumplir ninguna función en el cuerpo. Se piensa que colaboraba en la digestión de la celulosa vegetal que ingeríamos cuando, al igual que los simios de los que descendemos, éramos herbívoros. Ese pasado no es aún lo suficientemente remoto, o de lo contrario ya no tendríamos apéndice, ya que la evolución no solo crea nuevas formas adaptadas al entorno, sino que también depura el mundo de aquellos órganos o especies que ya no sirven.
Los cambios hechos por los seres humanos no están informados por la misma sabiduría. Basta ver lo que estamos haciendo de nuestras herramientas electrónicas. Miles de millones de personas cargan en el bolsillo o la cartera un microcomputador capaz de: identificar con precisión la longitud y latitud del portador sobre el globo terrestre; tomar fotos de alta resolución, grabar películas en alta definición, y editarlas; realizar operaciones aritméticas y también de matemática más avanzada; reproducir canciones y video; conectarse a la red global de información; jugar videojuegos; escuchar radio FM; participar en redes sociales, mandar mensajes de texto, chatear; almacenar todos nuestros archivos, cartas, cuentas, fotos y recuerdos.
Todo lo anterior en un invento que originalmente solo pretendía hacer llamadas telefónicas. Los celulares y computadores se han vuelto como esas navajas suizas con bracitos que al desplegarse descubren sierra, tijeras, destornillador, pinzas, lupa y hasta palillo de dientes, porque los cambios en la informática no son evolutivos, sino acumulativos. Apilamos lo nuevo sobre lo viejo, y lo viejo queda ahí. Si a un diseño de vehículo le reemplazamos el motor de gasolina por un motor eléctrico, hay que sacar el motor anterior para abrir espacio para el nuevo. Pero el software no es así; es infinitamente plástico. No presenta limitaciones para lo que el ingenio humano quiera hacer con él.
Esto sin duda es un gran espacio para la creatividad humana, y también un triunfo de la economía de mercado, puesto que se producen herramientas cada vez más versátiles a precios más bajos. Pero también hace pensar en una casa en la que se acumulan cosas y cosas y nunca se bota nada a la basura. Y en ese tumulto de cosas —de programas nuevos y archivos viejos— se agazapan dos grandes problemas.
El primero es el de la complejidad. Nuestros aparatos se están volviendo endiabladamente complicados. Las personas mayores que no crecieron rodeadas de estas tecnologías —es decir, casi la mitad de la población del mundo— tienen dificultades para configurar un simple teléfono, y ni qué decir de un computador. Y aún las generaciones que sí crecieron hablando el lenguaje de las máquinas tienen que aceptar como hechos inevitables la distracción y el tiempo que se necesita para domesticarlas.
El segundo problema resulta del primero, y es más urgente. Los sistemas complejos son, por naturaleza, más inseguros, más vulnerables a los hackers y los delincuentes informáticos. Al consignarle toda nuestra información más delicada a estos aparatos inescrutables, nos arriesgamos al fraude, al robo de identidad y a la pérdida de intimidad.
La solución estaría en aprender más de la naturaleza y de sus diseños, en aplicarle a nuestros inventos informáticos esa sabiduría que bien conocen los ingenieros en otras disciplinas. Esta indica que menos es más, y que la inteligencia consiste no en hacer las cosas lo más complicado posible, sino en encontrar la solución más sencilla que dé los resultados que buscamos.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 14 de febrero de 2011.
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