No sé si lo mismo le ocurrirá a los clientes de otras compañías de telefonía celular, pero Movistar, la que yo uso, periódicamente me anda buscando para que cambie de plan. Mi reacción inicial siempre es contestar que no, que no estoy interesado, pero al final siempre termino dejándome inscribir en algunos de los planes propuestos. No lo hago por alguna ventaja que pueda percibir o necesitar en el nuevo plan: lo hago por físico cansancio.
Cualquiera que recientemente haya revisado un programa de planes de celular sabrá a qué me refiero. Estoy convencido de que esas compañías contratan a algún genio del mal —a Lex Luthor, o al Guasón— para que diseñe esas estructuras de precios cada vez más bizantinas. Hay minutos incluidos y minutos no incluidos; minutos a todo destino y minutos a números preferidos; minutos a otros operadores y minutos a teléfonos fijos. Hay minutos a celulares de los miembros del círculo familiar, del grupo de amigos o de los compañeros de trabajo. Hay listas de llamadas en las que se inscriben 4, 9 ó 10 números, con tarifas distintas a los demás. Hay minutos especiales a números internacionales, que también deben ser registrados con anticipación. Hay minutos “adicionales”, que son los más miedosos de todos, pues cuestan 10 ó 20 veces lo que los otros. Hay planes con control, sin control, por bolsa, sin bolsa, abiertos y en todas las combinaciones de los anteriores.
La confusión se multiplica cuando todas esas tarifas también son variables por franjas horarias, de manera que un minuto incluido en un plan “destino-control” a las 10 de noche puede ser cobrado a un precio inescrutablemente distinto al de un minuto a un número fijo “preferido” en un plan de bolsa a las 4 pm.
Y los nombres. Hay en Comcel una cosa esperpéntica que se llama “Plan Familia SinFinIdeal 1000 prom Ab”, y otra, igual de amable, que se proclama “BB SinFin 225 Ideal TIncIn”. Movistar no se queda atrás e invita a inscribirse en el plan “Nuevo Total Plus 2000 B Control 2”. Mientras uno intenta descifrar esas descripciones que parecen nombres de cualquier cosa —pasta dental, planes exequiales, vacaciones en el espacio— menos que de un componente básico de la canasta familiar, parece oírse en el fondo la risa del genio del mal que los bautizó.
Lo más molesto es tener que escoger el plan según el destino de las llamadas, como si uno escogiera el operador de celular de sus familiares, amigos o clientes. Para decidir correctamente, se necesita un análisis estadístico de los patrones de consumo, que alimente un modelo matemático predictivo, que determine una mezcla óptima de minutos teniendo en cuenta horas, destinos, duración de las llamadas, etc. Un programa como los que se usan para predecir las variaciones de la bolsa de valores (¿será por eso que se llaman planes “de bolsa”?) o para estudiar el cambio climático.
Como mi modesto computador de escritorio no tiene esas prestaciones, entro en estado de semi pánico cada vez que veo asomarse por mi oficina a mi asesora de Movistar. Sé a qué viene. Intento esconderme, pero al final termino por repetirle la broma de siempre —que aún no he terminado mi PhD en minutos de celular para poder entender bien sus tarifas— y dejo que ella decida.
Estoy seguro de que todo se trata de una estrategia de las empresas de comunicaciones para proteger su rentabilidad a través de la opacidad. Al final siempre termina uno pagando por más de lo que usa o, peor, incurriendo en esos temibles minutos adicionales.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 28 de marzo de 2011.
Bitácora sobre ciencia, tecnología y otros temas desde Barranquilla, ciudad entrópica-tropical.
miércoles, 30 de marzo de 2011
lunes, 28 de marzo de 2011
Riesgos del rechazo nuclear
Va a ser muy difícil que el accidente en Fukushima, con toda la ansiedad que ha despertado alrededor del globo, no produzca una desbandada mundial en contra de la generación de electricidad con energía nuclear. La mera mención de la palabra ‘radiactivo’ evoca ideas de mutaciones, muerte y cáncer, y es un hecho que la exposición a grandes cantidades de radiación es altamente peligrosa. Sin embargo, para nuestra civilización, alejarnos del todo de fuentes atómicas de energía puede más peligroso aún.
La generación a base de fuentes renovables —como la radiación solar capturada en paneles fotovoltaicos, o la energía del viento convertida a electricidad por turbinas eólicas (ya es hora de que dejemos de llamar ‘molinos’ a esos aparatos, que nada muelen)— no pesa casi en la producción mundial, y pasarán décadas antes de que ocupe un rango significativo. De manera que, sin energía nuclear, estaríamos forzados a recargar la generación sobre las fuentes que actualmente producen el 80% de la electricidad mundial: carbón, gas natural y agua represada.
Esas fuentes de energía no son menos problemáticas que la nuclear. En minas de carbón chinas mueren entre 2.000 y 3.000 personas al año: más, en doce meses, de las que han muerto en todos los accidentes nucleares de la historia, incluyendo el actual. A esa cifra hay que sumarle las muertes por enfermedades respiratorias causadas por la quema de carbón alrededor del globo.
En materia ambiental, la combustión de carbón y de gas contribuye al efecto invernadero, que puede estar alterando el clima del planeta con consecuencias incalculables. La construcción de represas causa perturbaciones irreversibles en ecosistemas nativos e incluso desplazamiento de poblaciones enteras.
Tales sistemas de generación tampoco son más seguros frente a desastres naturales, como lo podemos comprobar en el caso mismo del terremoto en Japón. Mientras la prensa se ha concentrado en el sensacionalismo nuclear y el terror a la radiación, las bolas de fuego que se vieron por televisión no provenían de la planta nuclear, sino de una refinería de petróleo. Y la segunda mayor causa de destrucción en la zona, después del tsunami, fue la ruptura de un embalse.
Hay que aceptar que los riesgos harán parte de cualquier solución que implementemos a las necesidades de la humanidad; lo que no quiere decir que no se puedan mitigar. Las nuevas centrales nucleares —como las que se planean construir en Francia y EEUU— son mucho más seguras que el diseño de hace 40 años de las de Fukushima. El sentido común indica que deben ser ubicadas lejos de zonas de riesgo geológico (si bien este es un lujo esquivo para un país como Japón).
Adicionalmente, su uso solo debe ser confiado a estados que demuestren un alto grado de organización, disciplina, transparencia, capacidad de prevención de desastres y formación ingenieril. Un país se somete a un proceso de selección más riguroso para ser sede de una Copa Mundo o de unos Juegos Olímpicos que para ser asiento de un reactor en el que fisionan átomos. Eso debe cambiar. Nuestro vecino, Hugo Chávez, ha dicho que Venezuela tiene “derecho” a tener una central nuclear en su territorio. Mientas no demuestre estar a la altura de semejante herramienta de doble filo, no lo tiene.
Por último, es seguro que terroristas de todas las calañas deben estar mirando con mucho interés lo que está sucediendo en Japón. Un “accidente” inducido por el hombre tiene que hacer parte del abanico de desastres a prevenir.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 22 de marzo de 2011.
La generación a base de fuentes renovables —como la radiación solar capturada en paneles fotovoltaicos, o la energía del viento convertida a electricidad por turbinas eólicas (ya es hora de que dejemos de llamar ‘molinos’ a esos aparatos, que nada muelen)— no pesa casi en la producción mundial, y pasarán décadas antes de que ocupe un rango significativo. De manera que, sin energía nuclear, estaríamos forzados a recargar la generación sobre las fuentes que actualmente producen el 80% de la electricidad mundial: carbón, gas natural y agua represada.
Esas fuentes de energía no son menos problemáticas que la nuclear. En minas de carbón chinas mueren entre 2.000 y 3.000 personas al año: más, en doce meses, de las que han muerto en todos los accidentes nucleares de la historia, incluyendo el actual. A esa cifra hay que sumarle las muertes por enfermedades respiratorias causadas por la quema de carbón alrededor del globo.
En materia ambiental, la combustión de carbón y de gas contribuye al efecto invernadero, que puede estar alterando el clima del planeta con consecuencias incalculables. La construcción de represas causa perturbaciones irreversibles en ecosistemas nativos e incluso desplazamiento de poblaciones enteras.
Tales sistemas de generación tampoco son más seguros frente a desastres naturales, como lo podemos comprobar en el caso mismo del terremoto en Japón. Mientras la prensa se ha concentrado en el sensacionalismo nuclear y el terror a la radiación, las bolas de fuego que se vieron por televisión no provenían de la planta nuclear, sino de una refinería de petróleo. Y la segunda mayor causa de destrucción en la zona, después del tsunami, fue la ruptura de un embalse.
Hay que aceptar que los riesgos harán parte de cualquier solución que implementemos a las necesidades de la humanidad; lo que no quiere decir que no se puedan mitigar. Las nuevas centrales nucleares —como las que se planean construir en Francia y EEUU— son mucho más seguras que el diseño de hace 40 años de las de Fukushima. El sentido común indica que deben ser ubicadas lejos de zonas de riesgo geológico (si bien este es un lujo esquivo para un país como Japón).
Adicionalmente, su uso solo debe ser confiado a estados que demuestren un alto grado de organización, disciplina, transparencia, capacidad de prevención de desastres y formación ingenieril. Un país se somete a un proceso de selección más riguroso para ser sede de una Copa Mundo o de unos Juegos Olímpicos que para ser asiento de un reactor en el que fisionan átomos. Eso debe cambiar. Nuestro vecino, Hugo Chávez, ha dicho que Venezuela tiene “derecho” a tener una central nuclear en su territorio. Mientas no demuestre estar a la altura de semejante herramienta de doble filo, no lo tiene.
Por último, es seguro que terroristas de todas las calañas deben estar mirando con mucho interés lo que está sucediendo en Japón. Un “accidente” inducido por el hombre tiene que hacer parte del abanico de desastres a prevenir.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 22 de marzo de 2011.
lunes, 14 de marzo de 2011
Godzilla vs. los ingenieros
Tal vez por ser la única en conocer la aniquilación total e inmediata de la bomba atómica, la cultura nipona fantasea constantemente con su destrucción. Su mito moderno más revelador es el de Godzilla, un dinosaurio mutante que surge del mar para asolar a Tokyo con rayos de fuego. Venga, como la bomba, desde el cielo, o, como el sismo, del fondo de la tierra —o en manos de criaturas prehistóricas, o de robots del futuro—, la posibilidad de la aniquilación convive íntimamente con la sociedad del sol naciente, y por eso esa nación era tal vez la única capaz de asumir con preparación y resiliencia una suerte tan cruel.
Es un pueblo que sabe cómo evacuar un edificio, hacia dónde huir y dónde resguardarse. Los cuerpos de respuesta están listos en segundos para ayudar a los heridos. En cada hogar hay reservas de agua, comida y material de primeros auxilios. Las normas de construcción son las más estrictas de cualquier país, y se cumplen.
Pero el mayor mérito le corresponde a la admirable ingeniería nipona, la más avanzada del mundo en crear estructuras que resistan desastres. Solo una práctica de esa profesión que sea metódica, organizada, disciplinada y anclada en la más exigente formación —valores de la cultura japonesa— puede producir esos rascacielos sorprendentes, que al sacudirse siguen intactos. Y puesto que el mundo moderno está lleno de cámaras, ésta ha sido la catástrofe natural más filmada de la historia: hay mucho material que registró en directo el estremecimiento, que será estudiado por ingenieros y permitirá una mejor preparación para futuras calamidades.
Así como se le rinde respeto a la tumba simbólica del soldado desconocido, habría que erigirle un monumento a esos ingenieros anónimos cuyo método y rigor salvaron millones de vidas. Mucho tenemos que aprender de ellas y ellos en nuestro medio, en donde en las facultades universitarias son toleradas la copia y el plagio; en donde celebramos, como si fuera un valor nacional, ser “folclóricos”; en donde asociamos la desorganización y la improvisación con la creatividad o la alegría. Ser juicioso no es una cuestión de estilo, ni una característica aburrida que desentona con el espíritu caribe: es una decisión ética que, a la hora de la verdad, cuando tiembla la tierra (o se revienta el dique), determina si somos cómplices de la destrucción o salvadores de vidas. Un titular que ha hecho falta en la prensa de estos días podría, con mucho orgullo por los alcances del ingenio humano, decir algo como: “Millones de vidas salvadas gracias a la prevención y la ingeniería moderna”.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 14 de marzo de 2011.
lunes, 7 de marzo de 2011
La condena de Tántalo
Por infanticida, asesino, ladrón y canibal, los dioses griegos diseñaron para Tántalo un castigo especial. Lo sometieron a vivir perpetuamente en un lago en el que el agua le llegaba hasta las rodillas, y en el que sobre su cabeza se alargaban las ramas de un árbol repleto de frutos. Tanto el agua como los frutos lo tentaban, pero cada vez que tenía sed y se agachaba a beber, el agua se retiraba, y cada vez que trataba de alcanzar algún fruto, las ramas del árbol retrocedían. Así, condenándolo a una eternidad de tentaciones insatisfechas, se vengaron de él los dioses.
Del mito griego de Tántalo proviene el nombre del tantalio, un elemento que se ha vuelto importante en las últimas décadas porque con él se fabrican componentes indispensables para la electrónica contemporanea. Sin el tantalio no habría computadores ni teléfonos celulares. Pero como no se consigue en estado puro, se debe extraer de minerales que lo contienen aleado a otras sustancias. El principal de estos es el coltán, un mineral escasísimo en la naturaleza, pero esencial para la vida moderna.
Descubrir reservas de coltán es como ganarse la lotería: una roca ignota de repente puede valer hasta mil dólares el kilo. Junto a Brazil, Australia, el Congo, y otros pocos países, Colombia es una de las regiones del globo favorecidas con yacimientos de coltán. Pero como aquellos ganadores de un premio mayor que, por no saber administrar su riqueza, terminan peor que cuando eran pobres, la bendición del coltán puede no serlo tanto si no se controla su extracción.
La presencia en el subsuelo de recursos naturales valiosos no siempre es una circunstancia tan afortunada como se creería. Los economistas advierten sobre la “enfermedad holandesa”, que ocurre cuando, por las exportaciones exageradas de ciertos bienes, la moneda de un país se revalúa y vuelve menos competitivos los demás bienes exportables que produce. Pero ese problema se puede mitigar con medidas macroeconómicas; hay otros riesgos más peligrosos.
En algunos estados las reservas de crudo han caído en manos de regímenes autocráticos, que usan el dinero que reciben para enquistarse en el poder, como en Arabia Saudita, Irán y la tambaleante Libia. Otros países se vuelven adictos al dinero fácil que resulta de explotar el subsuelo y terminan con una economía malacostumbrada, que no agrega valor, que no genera incentivos al emprendimiento y que, al no producir, todo lo importa; es el caso de Venezuela. Y, en ciertas regiones, recursos como los diamantes, los alcaloides y el mismo coltán, son botín de mafias o fuentes de financiación de guerras civiles como la del Congo, que ya suma cinco millones de muertos.
A lo anterior hay que añadirle el daño muchas veces irreversible que la extracción genera en los ecosistemas de la regiones ricas en minerales.
Colombia conoce bien muchos de estos males, y por eso debe preparase para que este “oro azul” no se convierta en un nuevo factor de violencia, como el oro verde de nuestras esmeraldas y el oro blanco de nuestros carteles. Sin el debido control, el sueño de riqueza que prometen este y otros minerales son más bien una condena como la de Tántalo, en la que vemos la salida del subdesarrollo al alcance de la mano, pero cada vez que nos acercamos a ella, se aleja.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 7 de marzo de 2011.
Del mito griego de Tántalo proviene el nombre del tantalio, un elemento que se ha vuelto importante en las últimas décadas porque con él se fabrican componentes indispensables para la electrónica contemporanea. Sin el tantalio no habría computadores ni teléfonos celulares. Pero como no se consigue en estado puro, se debe extraer de minerales que lo contienen aleado a otras sustancias. El principal de estos es el coltán, un mineral escasísimo en la naturaleza, pero esencial para la vida moderna.
Descubrir reservas de coltán es como ganarse la lotería: una roca ignota de repente puede valer hasta mil dólares el kilo. Junto a Brazil, Australia, el Congo, y otros pocos países, Colombia es una de las regiones del globo favorecidas con yacimientos de coltán. Pero como aquellos ganadores de un premio mayor que, por no saber administrar su riqueza, terminan peor que cuando eran pobres, la bendición del coltán puede no serlo tanto si no se controla su extracción.
La presencia en el subsuelo de recursos naturales valiosos no siempre es una circunstancia tan afortunada como se creería. Los economistas advierten sobre la “enfermedad holandesa”, que ocurre cuando, por las exportaciones exageradas de ciertos bienes, la moneda de un país se revalúa y vuelve menos competitivos los demás bienes exportables que produce. Pero ese problema se puede mitigar con medidas macroeconómicas; hay otros riesgos más peligrosos.
En algunos estados las reservas de crudo han caído en manos de regímenes autocráticos, que usan el dinero que reciben para enquistarse en el poder, como en Arabia Saudita, Irán y la tambaleante Libia. Otros países se vuelven adictos al dinero fácil que resulta de explotar el subsuelo y terminan con una economía malacostumbrada, que no agrega valor, que no genera incentivos al emprendimiento y que, al no producir, todo lo importa; es el caso de Venezuela. Y, en ciertas regiones, recursos como los diamantes, los alcaloides y el mismo coltán, son botín de mafias o fuentes de financiación de guerras civiles como la del Congo, que ya suma cinco millones de muertos.
A lo anterior hay que añadirle el daño muchas veces irreversible que la extracción genera en los ecosistemas de la regiones ricas en minerales.
Colombia conoce bien muchos de estos males, y por eso debe preparase para que este “oro azul” no se convierta en un nuevo factor de violencia, como el oro verde de nuestras esmeraldas y el oro blanco de nuestros carteles. Sin el debido control, el sueño de riqueza que prometen este y otros minerales son más bien una condena como la de Tántalo, en la que vemos la salida del subdesarrollo al alcance de la mano, pero cada vez que nos acercamos a ella, se aleja.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 7 de marzo de 2011.
Intelectos inhumanos
En el cada vez más frecuente enfrentamiento entre el intelecto humano y el de las máquinas, hubo un nuevo asalto la semana pasada; y los humanos perdimos.
Un supercomputador creado por IBM, Watson —del que hablamos en este espacio el año pasado—, venció a los dos mejores participantes en la historia del popular concurso de TV estadounidense Jeopardy! La hazaña de un computador entender preguntas de conocimiento general, formuladas en lenguaje natural con sus matices, bromas y juegos de palabras, era considerada, hasta hace unos años, imposible.
A medida que estos sistemas capaces de comprender preguntas y resolverlas mejor que el más experto de los expertos se vuelvan comunes, muchas disciplinas serán transformadas. Para un médico o un abogado, por ejemplo, cuya formación consiste en buena parte de grandes cantidades de información memorizada, un Watson de bolsillo simplificará el oficio como lo hace la calculadora para el ingeniero. Un diagnóstico incierto o un fallo complejo podrán ser resueltos en segundos, invocando como sustentación nada menos que todo el conocimiento acumulado de la humanidad, en todas las culturas, todos los idiomas y todas las eras.
Esa transferencia de criterio del ser humano al computador sin duda tendrá sus detractores. Pero el asunto más espinoso que surge del perfeccionamiento de máquinas que “piensan” es el de la inteligencia artificial. ¿Cuándo podemos decir que una máquina es “inteligente”? ¿Qué puede significar esa palabra aplicada a un montón de transistores?
Ese problema antecede por mucho la era de la informática, ya que antes que sobre las máquinas esa pregunta se formuló sobre nosotros mismos. Ya en el siglo XVII, Descartes se preguntaba cómo podíamos estar seguros de que las demás personas que conocemos en el mundo existen de hecho. ¿Cómo saber que son entes pensantes y autónomos? ¿Qué tal que un diablillo malvado controlara nuestra consciencia, haciéndonos creer que el mundo y la gente existen, cuando en realidad todo es una ilusión, una especie de película proyectada en el cerebro?
Esa noción de un genio malvado controlando nuestras percepciones —cuya expresión más célebre y moderna está en el exitoso film The Matrix— puede ser volteada para ayudarnos a entender la inteligencia artificial. Si un aparato nos logra convencer de su inteligencia, entonces debemos concluir que es inteligente: al menos en la misma medida en que pensamos que las demás personas lo son.
Esa fue la condición planteada hace sesenta años por el matemático británico Alan Turing. Turing, que dejó tantas cosas —fue el padre de la informática moderna y un héroe indispensable de la Segunda Guerra Mundial, ya que logró romper los códigos secretos de la máquina Enigma alemana, y así los Aliados podían leer las comunicaciones cifradas de los nazis—, y que tuvo un triste final —fue perseguido después de la guerra por homosexual y castrado químicamente; luego se suicidó—, dejó otro legado que será necesario para nuestro siglo. Se conoce como la “prueba de Turing” y consiste en colocar a una persona y una máquina en dos cuartos separados. En otro cuarto, un interlocutor humano sostiene una conversación con ambos, sin verlos, por medio de un teclado y una pantalla. Si el interlocutor humano no puede determinar cuál de los dos es la persona y cuál la máquina, hemos de concluir que la máquina posee inteligencia.
Ese experimento, sencillo pero contundente, hasta ahora no ha sido superado por ninguna máquina o programa, pero el éxito de Watson promete que está cerca el día en que alguno de los productos del ingenio humano logrará pasar la prueba de Turing y confundirnos acerca de su inteligencia.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 21 de febrero de 2011.
Un supercomputador creado por IBM, Watson —del que hablamos en este espacio el año pasado—, venció a los dos mejores participantes en la historia del popular concurso de TV estadounidense Jeopardy! La hazaña de un computador entender preguntas de conocimiento general, formuladas en lenguaje natural con sus matices, bromas y juegos de palabras, era considerada, hasta hace unos años, imposible.
A medida que estos sistemas capaces de comprender preguntas y resolverlas mejor que el más experto de los expertos se vuelvan comunes, muchas disciplinas serán transformadas. Para un médico o un abogado, por ejemplo, cuya formación consiste en buena parte de grandes cantidades de información memorizada, un Watson de bolsillo simplificará el oficio como lo hace la calculadora para el ingeniero. Un diagnóstico incierto o un fallo complejo podrán ser resueltos en segundos, invocando como sustentación nada menos que todo el conocimiento acumulado de la humanidad, en todas las culturas, todos los idiomas y todas las eras.
Esa transferencia de criterio del ser humano al computador sin duda tendrá sus detractores. Pero el asunto más espinoso que surge del perfeccionamiento de máquinas que “piensan” es el de la inteligencia artificial. ¿Cuándo podemos decir que una máquina es “inteligente”? ¿Qué puede significar esa palabra aplicada a un montón de transistores?
Ese problema antecede por mucho la era de la informática, ya que antes que sobre las máquinas esa pregunta se formuló sobre nosotros mismos. Ya en el siglo XVII, Descartes se preguntaba cómo podíamos estar seguros de que las demás personas que conocemos en el mundo existen de hecho. ¿Cómo saber que son entes pensantes y autónomos? ¿Qué tal que un diablillo malvado controlara nuestra consciencia, haciéndonos creer que el mundo y la gente existen, cuando en realidad todo es una ilusión, una especie de película proyectada en el cerebro?
Esa noción de un genio malvado controlando nuestras percepciones —cuya expresión más célebre y moderna está en el exitoso film The Matrix— puede ser volteada para ayudarnos a entender la inteligencia artificial. Si un aparato nos logra convencer de su inteligencia, entonces debemos concluir que es inteligente: al menos en la misma medida en que pensamos que las demás personas lo son.
Esa fue la condición planteada hace sesenta años por el matemático británico Alan Turing. Turing, que dejó tantas cosas —fue el padre de la informática moderna y un héroe indispensable de la Segunda Guerra Mundial, ya que logró romper los códigos secretos de la máquina Enigma alemana, y así los Aliados podían leer las comunicaciones cifradas de los nazis—, y que tuvo un triste final —fue perseguido después de la guerra por homosexual y castrado químicamente; luego se suicidó—, dejó otro legado que será necesario para nuestro siglo. Se conoce como la “prueba de Turing” y consiste en colocar a una persona y una máquina en dos cuartos separados. En otro cuarto, un interlocutor humano sostiene una conversación con ambos, sin verlos, por medio de un teclado y una pantalla. Si el interlocutor humano no puede determinar cuál de los dos es la persona y cuál la máquina, hemos de concluir que la máquina posee inteligencia.
Ese experimento, sencillo pero contundente, hasta ahora no ha sido superado por ninguna máquina o programa, pero el éxito de Watson promete que está cerca el día en que alguno de los productos del ingenio humano logrará pasar la prueba de Turing y confundirnos acerca de su inteligencia.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 21 de febrero de 2011.
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