/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: La cárcel perfecta

sábado, 2 de abril de 2011

La cárcel perfecta

Aunque el nombre panóptico suena vagamente futurista, se trata de un invento que tiene más de doscientos años. Jeremy Bentham, un filósofo británico del siglo XVIII, se obsesionó con la construcción de una cárcel que lograra el mayor bien a la sociedad al menor costo, como lo exigía la doctrina del utilitarismo, que él mismo había creado. Su prisión reduciría al mínimo los costos de personal al consistir de celdas con ventanas, distribuidas alrededor de una torre central desde la que un solo guardia podría vigilar a todos los presos. De hecho, como los reos no podían ver al interior de la torre, ni siquiera era necesario que el guardia estuviera siempre ahí; simplemente saber que podían estar siendo vigilados serviría para prevenir cualquier mal comportamiento. El ojo de la torre era el ojo de un dios que veía y sabía todo.

Bentham nunca logró en vida que su idea fuera puesta en práctica, aunque alrededor del mundo algunos panópticos fueron construidos después. En Colombia hubo dos: uno en Ibagué, hoy declarado monumento patrio, y otro en Bogotá, hoy convertido en sede del Museo Nacional. (Tres si contamos uno al que fueron enviados Pedro y Pablo Vicario después de asesinar a Santiago Nasar en Crónica de una muerte anunciada.)

El efecto que la cárcel de Bentham no tuvo en la arquitectura de las prisiones lo podemos hallar, en cambio, en el clima de vigilancia de la sociedad actual. Sin requerir de estructuras circulares —ya que, como en tantos otros casos, la tecnología cambió la topología de lo posible—, ¿habrá algo que se parezca más al panóptico que las ciudades modernas?

Segundo a segundo, somos vigilados. Hay cámaras de seguridad por todas partes, enviando nuestro registro quién sabe a dónde. Y —como lo predijo el filósofo— ni siquiera es necesario que se nos vigile activamente: con su mera presencia, las cámaras de tránsito han logrado hasta el milagro de que nos detengamos frente a los semáforos en rojo. El utilitarista Bentham diría que hay instalar además algunas cámaras falsas, que no graben nada y tampoco cuesten: mientras el bluff no se revele, lograrían gratis el mismo resultado.

Pero no toda la vigilancia tiene como meta el orden, ni toda es tan benigna. Mientras haya más control, por definición, habrá menos libertades, y es mucha ya la que hemos cedido. Una parte de la tarea la hacemos nosotros mismos, voluntariamente, a través de lo que revelamos de nuestra cotidianidad en las redes sociales. Otra parte la hace la mercadotecnia, que llega a conocer nuestros patrones de consumo mejor que nosotros mismos. Otra la hacen sin consultarnos nuestros aparatos, como los celulares que cargamos y que revelan cada pocos minutos nuestra ubicación exacta en el espacio. Y el vigilante más ávido es el Estado, que tiene poderosos motivos —desde el cálculo de los tributos hasta la represión abierta— para querer conocerlo todo sobre nosotros.

Esa información, debidamente tabulada y cruzada, será el registro meticuloso de nuestro paso por la vida. Cada vez será más pública, debido al entusiasmo con que le narramos a la Red todo lo que vivimos, a la poca atención que le ponemos a la seguridad y la privacidad, y a agentes como Facebook y Wikileaks, dedicados explícitamente a sacar provecho de lo que hacemos, deseamos, pensamos y consumimos. Solo una vez dentro nos daremos cuenta que hemos ingresado sin hacer resistencia en el panóptico, y que existimos dentro de la idea de un hombre cuya intención era ofrecerle a la sociedad el regalo de una cárcel perfecta.

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