Debemos a la conjunción de un arpa y un accidente el descubrimiento de la música ambiental. El sonido del arpa inquietaba, desde un amplificador en mal estado, el cuarto del compositor británico Brian Eno; el accidente lo había dejado postrado e incapaz de levantarse para ajustar el volumen demasiado bajo del estéreo. Forzado a escuchar esa grabación a un volumen apenas audible, Eno concibió la idea de una música que no buscara acaparar la atención, que, en cambio, se integrara con los demás sonidos presentes, como el ruido de la lluvia o el tintinar de los cubiertos.
Ya en 1917 el pianista francés Erik Satie había propuesto una música de fondo, sencilla y repetitiva, para acompañar eventos sociales o para ser incorporada permanentemente a los espacios públicos y privados. Satie la llamó “música de mobiliario”; sus sonidos deberían existir entre los muros y los muebles, aún cuando no hubiese nadie para escucharlos. Más adelante, el compositor John Cage habría de utilizar las artes adivinatorias del I Ching para generar notas al azar con el mismo propósito, llenar los espacios humanos de una arquitectura para el oído. Eno se inspiró en ellos para su creación —a la que llamó ambient— y aportó elementos electrónicos propios de nuestra época: sonidos mínimos, grabados en cintas separadas que se repiten indefinidamente y a ritmos distintos, de manera que entran y salen de fase de formas imprevisibles; y partituras hechas por algoritmos de computador, programados para producir resultados aleatorios, derivados de una lógica secreta.
Decía Borges en uno de sus ensayos que la prueba de que el Corán es un libro árabe está en que no figura ningún camello entre sus páginas. En los escritos de Eno tampoco aparece la palabra “etéreo”, que sin duda sería el adjetivo más obvio para describir su obra. Pero también sería el más superficial y turístico, ya que el ambient, a pesar de sus mínimos recursos, contiene una cierta ética.
Su enemiga es la música enlatada, esa que suena en los ascensores, los supermercados, los vestíbulos de los hoteles, las salas de espera, los consultorios odontológicos y los conmutadores telefónicos, y que parece diseñada para homogeneizar los espacios por medio del sonido; para tapar el tedio y las imperfecciones de la cotidianidad con melodías dulzonas, como un cocinero mediocre que cubre con una salsa fuerte sus errores en los fogones. El ambient, en cambio, no compite con el espacio, sino que lo modula. Lo afecta como lo afecta un cambio en el tono de la luz; o como un detalle del paisaje o la arquitectura que bien puede ser escrutado, bien ignorado. Funciona mejor a niveles muy bajos, casi en el límite de la audibilidad, donde apenas se hace sentir; solo esporádicamente cruza el umbral de lo consciente y reclama nuestra atención, como se nota un rayo de sol cuando el viento desplaza por un instante la hoja que lo tapa.
Su influencia es fácil de ignorar hoy, por cuenta de su enorme éxito. A la música ambiental la encontramos agazapada en la música 'nueva era', en el cine, en los comerciales de TV; hasta los altavoces de las salas chill-out de las discotecas, en las que se relajan los sentidos excitados por las drogas o la música electrónica, se han apropiado de ella. Pero todos los derivados del ambient olvidan su función original de ser un sonido para la calma, la cotidianidad, la meditación y la paz. Esta semana, en la que casi la tercera parte de la humanidad pregona las virtudes del recogimiento, es una buena ocasión para redescubrirla.
Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 18 de abril de 2011.
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