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jueves, 5 de mayo de 2011

La muerte de un cosmonauta

El 23 de abril de 1967, un puesto de espionaje estadounidense en Turquía interceptó una extraña comunicación. La calidad de la señal no permitía entender bien la conversación, pero parecía ser un frenético SOS lanzado por un cosmonauta ruso a punto de estrellarse en su nave espacial. El piloto de la nave gritaba enfurecido a los ingenieros en tierra que lo habían dejado morir. Uno de los líderes del gobierno le decía que sería un héroe de la patria. Su esposa le preguntaba qué debía decirle a sus hijos. Minutos después la cápsula se estrelló contra el suelo, carbonizando instantáneamente a su pasajero.

El cosmonauta se llamaba Vladimir Komarov, y sabía desde antes de despegar en el Soyuz 1 que no volvería vivo de esa misión. Su amigo cercano, el también cosmonauta Yuri Gagarin —famoso por ser el primer hombre en órbita—, había revisado con varios ingenieros la cápsula espacial y sabía que tenía un mar de defectos. La navegación no funcionaba bien; las antenas fallaban intermitentemente; el paracaídas de reingreso a la Tierra no siempre abría. La misión era una condena a muerte, pero Leonid Brezhnev, en ese entonces líder de la URSS, no quería saber nada de cancelaciones.

Brezhnev quería una caminata espacial entre dos naves, la Soyuz y otra que sería lanzada al día siguiente, para celebrar con una hazaña nunca antes vista los 50 años de la Revolución Rusa. Con la arrogancia típica de los líderes totalitarios creyó que su voluntad bastaba para que el espectáculo funcionara, en contravía de las recomendaciones de sus ingenieros y pilotos, que sabían que era una misión suicida.

Komarov conocía todos esos problemas y sabía que el éxito de la misión era improbable, pero aún así no hizo nada por evitarla. Sabía que si se negaba a viajar, el irreductible Brezhnev jamás permitiría que se cancelara el viaje: simplemente se le asignaría al siguiente piloto.

El siguiente piloto era Gagarin. Uno de los dos tendría tendría que arriesgar la vida en ese viaje, y Komarov sabía que su negativa a ir sería la muerte de su amigo; por eso ecogió ir él.

Esa terrible historia permaneció oculta durante 44 años, y se conoció ahora no porque el gobierno ruso la hubiera revelado, sino gracias a la labor diligente de dos autores que acaban de publicar un libro sobre el caso con base en las filtraciones de un antiguo agente de la KGB. En Colombia, la llamada “ley de inteligencia”, que hace trámite actualmente por el Congreso, propone un plazo igual de largo para la desclasificación de información secreta de la nación: 40 años, más una extensión de 15 años si el Estado lo considera necesario.

Es un plazo demasiado largo. Esa información le pertenece a la sociedad, y aunque es cierto que puede ser necesario mantenerla secreta durante un tiempo por motivos de seguridad nacional, tarde o temprano debe ser desclasificada para permitir su revisión. Muchos de los involucrados en decisiones o acciones estatales habrán muerto para cuando se levante la reserva, de manera que la sociedad perdería la oportunidad de aplicar justicia —así sea solo simbólica— en los casos en que se revele evidencia de delitos, corrupción o, como en el caso ruso, negligencia. Como contraste, el Freedom of Information Act, una norma similar que aplica en Estados Unidos, ordena la desclasificación automática de documentos secretos al cabo de 25 años. La norma nuestra, en cambio, en lugar de favorecer el glasnost, se asemeja más a los métodos de desinformación del estalinismo.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 2 de mayo de 2011.

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