/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: junio 2011

domingo, 19 de junio de 2011

El ocaso de la mora

Canadá no es un lugar que inmediatamente evoque ideas de alta tecnología; más bien nos recuerda olimpiadas de invierno, hojas de arce y algunos alces huraños. Tampoco es conocido porque sus gentes sean descorteses; por el contrario, tienen una fama muy merecida —he estado allí— de ser educados y amables hasta el extremo. Por eso es curioso que de allí haya salido un producto que se convirtió en una síntesis de tecnología y mala educación. Hoy, su fabricante está pasando por su peor momento.

La empresa en dificultades es RIM, el inventor canadiense de los omnipresentes y molestosos teléfonos BlackBerry. Molestosos, digo, para los que no los usamos, que ya nos hemos acostumbrado a tener que mirar constantemente la parte de arriba de la cabeza de sus usuarios, siempre gacha y enfocada en el ballet de pulgares en que se ha convertido la comunicación moderna. El chat en el BlackBerry ha transformado la vida misma; desde que existe ya nunca fueron iguales la conversación, las reuniones de negocios, la cenas en los restaurantes, la seguridad vial. El incesante bip de esta máquina de interrupciones ha producido en la cotidianidad el nivel de estrés de un controlador aéreo.

No son esas características molestas del usuario blackberriano la fuente de la amenaza para su fabricante —por el contrario, son los signos de su tremendo éxito—, pero RIM sí parece estar a punto de ser víctima de su propio invento. No porque de repente se vaya a poner de moda la cortesía de no usar el chat en ciertas situaciones (esa batalla ya se perdió hasta para los canadienses), sino porque el monopolio cerrado de RIM sobre el mundo del chat móvil está próximo a convertírsele en un problema.

El éxito del modelo de negocios de RIM consistía en que todo el mundo, o casi todo, tuviera un BlackBerry. Como el bar de moda al que uno quiere ir porque todo el mundo va a estar allí, cada nuevo usuario añadía un nodo más a la red y generaba un incentivo adicional para que llegaran más y más usuarios. El proceso parece infinito, pero se cae más rápido que una pirámide en el Putumayo si surge un nuevo bar más atractivo y los clientes comienzan a emigrar. Y hoy hay dos nuevos bares de moda en el mundo. Se llaman iPhone y Android.

El primero le está sonsacando a RIM los clientes de gama alta, que son los más lucrativos. El segundo está a punto de inundar el planeta de teléfonos inteligentes a menos de cien dólares. Ambos tienen aparatos al lado de los cuales los BlackBerry más sofisticados parecen herramientas paleozoicas. El diagnóstico es crítico.

Los millones de usuarios nuevos de teléfonos inteligentes de distintas marcas querrán comunicarse entre si, sin restricciones. Surgirá una nueva lingua franca que permita la comunicación entre todos ellos, y en ese nuevo contexto el BlackBerry Messenger, el arma mortal de RIM y la razón de su éxito, será relegado a dialecto de gueto. Para evitar marginarse, RIM deberá abrir su sistema para que se pueda comunicar con todos los demás dispositivos. Pero en el instante en que lo haga, los consumidores habrán perdido el último motivo vigente para comprar sus equipos. Es una espiral de muerte.

Los inversionistas ya lo entendieron, y esta semana mandaron la acción de la empresa 21% hacia abajo. La compañía ya anunció despidos. La desbandada de usuarios parece inevitable y se consolidará en 2012. Nadie —ni sus directores— parece entrever una estrategia de salvación. La lección es que los clientes tarde o temprano rechazan los ecosistemas cerrados, particularmente en tecnologías de comunicación. Eso estará bien para alces huraños, pero no para el inquieto consumidor actual.

domingo, 12 de junio de 2011

Donde la inteligencia es peste

Los humanos nos sentimos cómodamente instalados en el papel de amos y señores del planeta, y, dados los logros de la ciencia y la tecnología, ¿quién puede culparnos? En las últimas décadas hemos alcanzado a mirar por fuera de nuestra galaxia hasta los rincones más oscuros y lejanos del cosmos. Hemos aislado bajo el microscopio a las demás especies de la Tierra, hemos aprendido a leer el alfabeto en que está escrita la historia de la vida, y hasta hemos creado nuevas especies en nuestros laboratorios. Hemos penetrado hasta el mismísimo centro de los átomos, manipulado la goma cósmica que une a las partículas esenciales de las que está hecho el mundo, y liberado la energía contenida entre ellas. Y hemos conectado todo nuestro conocimiento en una gran nube de electrones y fotones que circunda al planeta —la noosfera— y lo hace disponible a todos, en todo lugar y en cada momento.

No nos detenemos a considerar si todas esas conquistas del intelecto humano no son tal vez un accidente más de la evolución; no el final del proceso —como parecemos pensar—, sino los resultados pasajeros de una mutación, como otras, en el lento y largo camino de las especies. ¿Por qué no? Al fin y al cabo las bacterias, las termitas y las hormigas nos demuestran que no es obligatoria la inteligencia para triunfar como especie en este mundo: que la persistencia, la colaboración y la adaptabilidad quizás sean más valiosas. Pero, más allá de eso, acontecimientos recientes me hacen poner en duda el valor neto para la supervivencia de la más alta de nuestras facultades.

La inteligencia humana no causó el tsunami que devastó en marzo una región del Japón, pero sí asentó en esa zona una central nuclear, cuya destrucción ahora va a contaminar tierra y mar por años. La mayoría de la comunidad científica opina que nuestros excesos industriales han modificado el clima del planeta al punto que ya son inevitables calamitosas consecuencias: tornados, inundaciones, deshielos, cambios en las cosechas, aumento de los precios de los alimentos, mayor incidencia de enfermedades infecciosas, hambrunas, migraciones. Entre la escualidez y la malnutrición de la misera, y la obesidad y la diabetes de la opulencia, no parecemos encontrar un intermedio sano. El cáncer se nos volvió una condición común. La última crisis financiera, que fue sin duda nuestra creación, atizada por la incontinencia en el consumo y la irresponsabilidad en el crédito, llevó a que unas 30 millones de personas que apenas se levantaban de la pobreza cayeran de nuevo en ella.

La lista de subproductos de nuestra inteligencia continuaría inagotable: desechos tóxicos, nuevas enfermedades, guerras de toda índole, economías inestables, regímenes cada vez más burocráticos y corruptos.

No hay duda de que también producimos los portentos que mencionaba al comienzo, pero no puede uno mirar la lista de nuestros desaciertos sin preguntarse si el tren del progreso no lleva tal vez al despeñadero. A diferencia del estrecho rincón de la vanidad humana, en el que la inteligencia es virtud y ventaja, en el vasto teatro de la evolución a veces parece que fuera más bien una mutación letal. Así parece en este 2011 de cataclismos climáticos, de desestabilización política y económica, de líderes anémicos. No aquello que nos coloca por encima de las demás especies, sino aquello que nos conduce a la extinción. Una rama infértil, como otras que ya han desaparecido del árbol darwiniano. Otro intento fallido, de otra especie pasajera, por imponerse en el planeta de las hormigas. (Se llama Tierra, después de todo.)

miércoles, 8 de junio de 2011

Incubadores de monstruos

Muchas voces advirtieron durante años que esto iba a pasar, pero no hicimos caso. Del lado de la medicina se nos dijo que la automedicación y el uso exagerado de antibióticos crearía nuevas bacterias, más resistentes a las drogas. Del lado de la veterinaria se sabía que las técnicas industriales de alimentación animal podían crear cepas más poderosas de E. Coli, un microorganismo que siempre hizo parte más o menos inofensiva de nuestra cadena alimentaria, pero que ahora se ha vuelto letal.

El ganado bovino evolucionó para comer pasto, pero en países industrializados como Estados Unidos come alimentos sintéticos a base de maíz. Esto tiene raíces políticas y económicas. El lobby agrícola norteamericano ha obtenido gigantescos subsidios para la producción de cereales, lo que los hace muy baratos y abundantes. La dieta maicera engorda rápida y económicamente al animal, pero trastorna su organismo de dos maneras. Le produce acidez en el rumen, a lo que el E. Coli se adapta, haciéndolo más resistente a los ácidos del estómago humano, que normalmente lo destruirían. Y debilita su sistema inmune, lo que hace obligatoria la aplicación de antibióticos y fortalece a la bacteria ante los fármacos.


Como resultado de esos dos fenómenos, ahora contamos con un nuevo pasajero en nuestra nave planetaria. Su nombre es E. Coli O104:H4 y un encuentro con él nos puede matar. No existía hasta hace unos años: nosotros lo creamos, lo metimos en nuestro ecosistema, y tendremos que convivir con él.


No es la primera vez que pasa. Hace treinta años descubrimos que habíamos introducido en nuestra cadena alimentaria otra variante, la E. Coli O157:H7. Desde entonces ha matado a cientos de personas y a miles más las ha enviado a cuidados intensivos o a la sala de diálisis. Pero la nueva mutación, que se encontró en Alemania, promete ser más letal y más indiferente a nuestros remedios. Y parece que ha aprendido el truco de transmitirse de persona a persona.


Lo curioso es que a pesar de las admoniciones de los países ricos para que los países en desarrollo mejoremos nuestras condiciones de producción de alimentos, estas superbacterias son producto de sus sistemas de producción, no de los nuestros. La escala industrial de países como EEUU potencia aún más los peligros. Una sola res contaminada, al entrar en una fábrica de hamburguesas en la que se mezcla la carne de miles de animales todos los días, puede infectar un lote de muchas toneladas. Esta carne luego es distribuida por varios estados o países y pone en riesgo a millones de consumidores.


Nuestra producción de carne, a escala natural, con una alimentación correcta desde el punto de vista evolutivo, a base de pasto como corresponde a un rumiante, es más sana y sostenible. Pero nuestra ganadería es ridiculizada y hasta excluida del comercio mundial, mientras que los países en donde se originan las superbacterias, al firmar tratados de libre comercio con nosotros, nos exigen que nos parezcamos más a ellos. El día en que entre en vigencia el TLC con EEUU, nosotros no podremos exportar ni un gramo de carne a ese país por cuenta de la aftosa, una infección que no ataca a los humanos. Pero ellos, en cuyas fábricas se incuban monstruos cada vez más peligrosos, podrán inundar de inmediato nuestro mercado.


Si seguimos creyendo que todo lo de afuera es mejor, si seguimos copiando modelos de sociedades muy distintas a la nuestra, si seguimos aceptando mansamente condiciones que nos imponen por fuerza económica y no por autoridad ética, olvidaremos nuestras técnicas naturales, sostenibles y sensatas de producir alimentos. Y pasaremos de ser parte de la solución, que es lo que podemos ser hoy para el planeta, a ser parte —y víctimas— del problema.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 7 de junio de 2011.

domingo, 5 de junio de 2011

Faltos de oficio

La tercerización está de moda. La operadora que contesta nuestra llamada al centro de servicio al cliente de una aerolínea en Bogotá puede estar en Bangalore o Buenos Aires y, gracias a cables submarinos de fibra óptica que permiten una comunicación estable y clara, no nos damos cuenta. Para sus proponentes, que prefieren llamarla con términos más neutros e higienizados, como outsourcing o BPO (por las iniciales en inglés de Business Process Outsourcing: subcontratación de procesos de negocios), es una poderosa herramienta de reducción de costos. Para los países pobres, es una forma de entrar en el mercado global, exportando un recurso que tienen en abundancia: mano de obra barata. Por eso para sus gobiernos es un objetivo de política industrial; en Colombia el ofrecimiento de servicios de BPO es un vagón de una de las locomotoras del Presidente Santos.

Los servicios de BPO globalizados existen gracias a dos factores: las redes modernas de comunicación y las asimetrías salariales entre el mundo rico y el mundo pobre. Tal vez por eso el término ‘tercerizar’ —que se refiere a la contratación de un tercero— no guste mucho: nos recuerda demasiado que el fenómeno casi siempre consiste en trasladar oficios de baja complejidad del primer al tercer mundo. Pero lo cierto es que un contador o una operadora son mucho más costosos en Estados Unidos o Alemania que en Colombia o la India. La tecnología permite conectar a la empresa en el país rico con el empleado en el país pobre, y ambas partes se benefician.

Y ahora no solo se tercerizan tareas de oficina. Existen algunos videojuegos en línea que se han hecho enormemente populares. Uno de ellos, World of Warcraft, cuenta con 12 millones de participantes, y en cualquier momento dado puede haber decenas de miles de jugadores activos. Para triunfar en los mundos virtuales de este juego —que están poblados por brujas, monstruos, magos y otros seres fantásticos—, el jugador debe acumular experiencia, y debe conseguir herramientas, armas, hechizos y, sobre todo, dinero virtual, que lo hacen más poderoso y le permiten alcanzar niveles más avanzados. Eso requiere tiempo; son muchísimas horas sentado frente al computador haciendo tareas repetitivas y tediosas antes de alcanzar un personaje más poderoso y divertido. Es un proceso fácil, aburrido y largo: perfecto para que lo ejecute otro.

Pero, ¿quién? Los jugadores —la mayoría adolescentes— no están dispuestos a pagar demasiado por el servicio; se trata, al fin y al cabo, solo de un juego. Tendría que ser subcontratado con alguien que no cobre mucho, que tenga mucho tiempo libre, que esté dispuesto a trabajar horas y horas por nada o casi nada de remuneración. Un esclavo. 

O quizás un preso. Es lo que han descubierto miles de carceleros en la China, que han pasado de someter a sus presos a trabajos forzados a someterlos a juegos forzados: días y noches enteras sin dormir, jugando juegos en línea para fortalecer personajes que luego son vendidos en el mercado negro por precios que pueden alcanzar los 500 dólares. El dinero queda en manos de los carceleros, que tienen en los presos mano de obra gratis. En referencia al oro virtual que se usa como dinero en el juego, se les conoce como “cultivadores de oro”.

Se estima que hay más de 400.000 personas dedicadas a esa actividad en la China —la mayoría presos no remunerados—, y que el negocio mueve 500 millones de dólares al año: dólares que se transfieren de los faltos de oficio del primer mundo a los carentes de libertad y de empleo del tercero.

Una versión de esta columna apareció publicada en El Heraldo de Barranquilla el 30 de mayo de 2011.