Supongamos que la incidencia en la población de una cierta enfermedad —cáncer de mama, por ejemplo—, es de 10 por cada 1000 personas, y que existe una prueba que la detecta con un 90% de fiabilidad. Una paciente se hace la prueba y resulta positiva. ¿Debe asustarse? ¿Qué probabilidad tiene de tener la enfermedad? Calcule el lector en su mente una respuesta.
La respuesta correcta es: no tanta. La paciente debe pedirle a su médico pruebas adicionales para confirmar el diagnóstico, ya que la probabilidad de que realmente tenga cáncer es solo de un 8%. Esto puede parecer sorprendente*, pero si su resultado fue mucho más alto que eso, no se preocupe: cuando le hacen preguntas de este tipo a profesionales en medicina, el 85% suele contestar mal.
Lo anterior es un ejemplo de ‘anumerismo’, que es como se ha traducido al castellano innumeracy: nuestra incapacidad para relacionarnos correctamente con los números. Sociedades como la nuestra han hecho grandes avances contra el analfabetismo; ahora debemos preocuparnos por reducir, por medio de la educación temprana, el anumerismo. Es un imperativo en un mundo completamente dependiente de la ciencia y la tecnología.
Eso no implica que todos nos volvamos unos genios en matemáticas, solo que a los niños y niñas desde pequeños se les enseñe a poner las cifras en contexto y a entenderlas con sentido común. Es una herramienta esencial para la vida. El anumerismo está detrás de muchas insensateces cotidianas como gastar dinero en loterías, confiar en la astrología, o creer que sueños, pulpos, naipes, residuos de tabaco o fondos de café pueden predecir el futuro. Y como ningún sanador, rezandero o “bioenergético” aguantaría el más elemental cotejo estadístico de sus “éxitos” frente a los de la medicina real, una sociedad con mejor manejo de los números pondría enseguida su sitio a la mayoría de esos charlatanes.
Donde al anumerismo puede hacer más daño es en el ámbito de lo público. Constantemente encontramos en los medios afirmaciones alarmantes, como que los hombres son los mayores causantes de accidentes viales (por supuesto: hay más conductores hombres que mujeres, ¿cómo no iban a causar más accidentes?), o que un cierto número de estudiantes sacaron resultados por debajo del promedio en las pruebas de Estado (claro: por definición una parte de los resultados tiene que estar por encima del promedio y otra por debajo), o que la civilización humana es un fracaso por sus niveles de pobreza y desigualdad (ambos flagelos están lejos de ser eliminados, pero en términos relativos la humanidad nunca había tenido tanta salud y prosperidad como ahora; a pesar del camino por recorrer, la sociedad de hace doscientos o mil años era mucho más pobre y atroz que la de hoy).
Para los medios y para los políticos es demasiado sencillo manipularnos con estadísticas como estas cuando no estamos capacitados para analizarlas. Las cifras son como un barniz que sirve para recubrir las falsedades con una apariencia de verdad. Se necesitan ciudadanos educados para raspar ese barniz y tomar decisiones apropiadas para sus vidas y sus comunidades. Pienso usar este espacio de vez en cuando para resaltar algunos de esos errores. La ciencia contiene más asombro que la seudociencia, decía el astrofísico Carl Sagan, y tiene la ventaja adicional, y no de poca monta, de ser real.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 11 de julio de 2011.