Con más de 300 patentes a su nombre y un legado tecnológico que cambió e hizo convergir en un par de décadas a las comunicaciones, la computación y el entretenimiento, el director de la compañía más admirada del planeta termina su carrera celebrado como el Leonardo Da Vinci de la era digital. Pero Steven Paul Jobs no siempre fue visto como el brillante capitán de industria que se le considera ahora. Durante un periodo, desde su primer retiro de la compañía, en 1985, hasta más allá de su regreso en 1996 a la empresa que había fundado, su talento ejecutivo fue una cifra incierta. Jobs era un visionario, sin duda, pero también un microgerente autoritario cuyo particular estilo —su desdén por los grupos focales, los estudios de mercado y los MBAs de Harvard y de Wharton— llenaba de incertidumbre a los inversionistas de Wall Street. Para 1997 su compañía se sumía en la bancarrota. La influyente revista Wired publicaba un artículo llamado ’101 maneras de salvar a Apple’ y la portada traía, en alusión al Sagrado Corazón de Jesús, una manzana martirizada por un alambre de púas debajo de la cual se leía: “Rece”. Mientras tanto, los amigos (y rivales) de Jobs en la industria de la computación prosperaban: Larry Ellison lograba que el chorro de datos que producía a diario el mundo corporativo tuviera que pasar por su sistema Oracle, y pagarle peaje; Microsoft, con Office y Windows, conquistaba la Tierra y sus planetas aledaños, y hacía de su fundador, Bill Gates, el hombre más rico del mundo. No había cabida en ese apretado club para una compañía pequeña, testaruda, excéntrica, sin rumbo —y quebrada— como Apple.
La historia que siguió, la de cómo la cenicienta de Silicon Valley salió de cuidados intensivos y se convirtió en una de las empresas más grandes y respetadas del planeta, será materia de estudio durante décadas en las facultades de administración. Pero no saldrá de esos ámbitos otro líder del talante especial de Jobs. Él mismo le sugiere a sus seguidores no buscar su trayectoria de vida en el formalismo de la universidad, sino a través de la expresión de una originalidad insolente, de un individualismo empedernido. Para Jobs, esa búsqueda pasó por el abandono de los estudios, por la aparentemente inútil —pero más adelante fundamental para la creación de la Mac— disciplina de la tipografía, por un viaje a la India, por la conversión al budismo y la experimentación con LSD.
Pero esa manera de vivir la vida fue sólo la manifestación más visible de lo que me parece que ha de ser su principal legado: una fe absoluta en la visión propia. La misma que le hizo confiar más en su olfato que en las estadísticas de los estudios de mercado. Que lo llevó a lanzar al mundo productos que nadie quería, o que nadie, salvo él, sabía que íbamos a querer. Que le impulsó varias veces a canibalizar los errores de su compañía, sin miedo de arrancar de nuevo desde cero, arrastrando detrás a sus clientes. Que generó a su alrededor una admiración rayana en la idolatría: un “campo de distorsión de la realidad”, como dicen sus seguidores, que transformaba la tecnología en deseo.
Esa fe, sobre todo, le permitió enfrentar un cúmulo de adversidades sin jamás ponerle a la adversidad el nombre de ‘fracaso’. Sus problemas empresariales y personales —su primera salida forzosa de Apple, la cuasi quiebra de la firma, un cáncer pancreático, un transplante de hígado, y ahora el desequilibrio hormonal que le hizo perder la mitad de su peso y lo llevó a admitir su inhabilidad para seguir dirigiendo las operaciones cotidianas de la compañía— habrían bastado para reducir a seres menos obstinados, pero la necedad de Jobs es irreductible. Esa obstinación, que fue su defecto más criticado, tendrá que ser revaluada; y tendrá que ser vista como lo que le permitió lograr la meta, clarividente como pocas y ambiciosa como ninguna, que se propuso cuando más joven dijo que lo que quería era “dejar una huella en el universo”.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.
Bitácora sobre ciencia, tecnología y otros temas desde Barranquilla, ciudad entrópica-tropical.
lunes, 29 de agosto de 2011
lunes, 22 de agosto de 2011
Un paso creíble hacia la 'urna de cristal'
Una noticia que pasó relativamente desapercibida la semana pasada fue
una de las más decisivas en la historia reciente del país en materia
de lucha contra la corrupción. Es merecido el entusiasmo con el que el
Ministro de Hacienda, Juan Carlos Echeverry, anunció la puesta en
marcha del nuevo ‘Portal de Transparencia Económica’.
Uno de los primeros sueños de la era del Internet fue el de que la red hiciera más efectiva la veeduría ciudadana, al poner a disposición de todas las personas información sobre los procesos del Estado y sobre los resultados de la gestión pública. Esa meta se ha cumplido en alguna medida en ciertos países, pero en la mayoría aún no se han aprovechado al máximo las herramientas tecnológicas para apalancarse hacia una democracia más eficiente. Con la apertura del portal, Colombia acaba de avanzar admirablemente en esa dirección.
Cualquier ciudadano, desde un estudiante de primaria hasta un miembro de gabinete —y pasando por periodistas, académicos, investigadores e inversionistas— tendrá desde ahora acceso en un mismo sitio a todos los presupuestos de los distintos entes estatales y a indicadores sobre la ejecución de esos dineros. Se podrá ver en qué se están gastando los fondos públicos, cuánto cuestan los proyectos que se están financiando y a quién se le adjudican contratos.
Esta noticia excelente es una muestra de cómo el Internet puede convertirse en un factor de democracia no solamente desde abajo hacia arriba, como es el caso de las redes sociales, sino también de arriba hacia abajo: desde las iniciativas de un Estado dispuesto a enseñar sus libros y someterse al escrutinio ciudadano. Es el paso más claro que ha dado hasta el momento esta administración para erigir la ‘urna de cristal’ que prometió el Presidente Santos en su discurso de posesión. La forma más poderosa de combatir la corrupción no es pasando leyes que no se cumplen, sino que cada quien se convierta en doliente de los dineros que con esfuerzo ha contribuido para el financiamiento de la nación; que cada uno entienda que cada peso que gasta el gobierno provino de los bolsillos de todos, y que por tanto tenemos el derecho y la responsabilidad de vigilar el destino y el uso de esos pesos.
El portal permitirá que discusiones sobre las decisiones que nos afectan a todos —sobre gastos en educación, defensa y salud, por ejemplo— estén sustentadas con cifras, y no solamente con opiniones. Pero el efecto más transformador que podría tener se daría si su empleo comienza desde ahora a ser enseñado en los colegios. La mejor manera de formar ciudadanos responsables es que desde niños esos ciudadanos aprendan cómo funciona el aparato estatal, y que además sepan que cuentan en su arsenal con herramientas como ésta para separar la verdad de las mentiras.
Ojalá, además, que la voluntad de transparencia que se ha demostrado con este lanzamiento llegue más allá en los próximos meses. Otro cambio urgente que debería emprender este gobierno es el de por fin hacer públicas y verificables las votaciones en el Senado y la Cámara de Representantes. El referendo que intentó pasar Álvaro Uribe al comienzo de su gobierno propuso esa importante enmienda, pero el proyectó desafortunadamente fue derrotado. Es momento de volverlo a proponer, y de añadirle la creación de un sitio en Internet en el que se puedan consultar las votaciones actuales y pasadas de los congresistas. Así como exigimos transparencia económica, exigimos transparencia y verificabilidad legislativas.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.
Uno de los primeros sueños de la era del Internet fue el de que la red hiciera más efectiva la veeduría ciudadana, al poner a disposición de todas las personas información sobre los procesos del Estado y sobre los resultados de la gestión pública. Esa meta se ha cumplido en alguna medida en ciertos países, pero en la mayoría aún no se han aprovechado al máximo las herramientas tecnológicas para apalancarse hacia una democracia más eficiente. Con la apertura del portal, Colombia acaba de avanzar admirablemente en esa dirección.
Cualquier ciudadano, desde un estudiante de primaria hasta un miembro de gabinete —y pasando por periodistas, académicos, investigadores e inversionistas— tendrá desde ahora acceso en un mismo sitio a todos los presupuestos de los distintos entes estatales y a indicadores sobre la ejecución de esos dineros. Se podrá ver en qué se están gastando los fondos públicos, cuánto cuestan los proyectos que se están financiando y a quién se le adjudican contratos.
Esta noticia excelente es una muestra de cómo el Internet puede convertirse en un factor de democracia no solamente desde abajo hacia arriba, como es el caso de las redes sociales, sino también de arriba hacia abajo: desde las iniciativas de un Estado dispuesto a enseñar sus libros y someterse al escrutinio ciudadano. Es el paso más claro que ha dado hasta el momento esta administración para erigir la ‘urna de cristal’ que prometió el Presidente Santos en su discurso de posesión. La forma más poderosa de combatir la corrupción no es pasando leyes que no se cumplen, sino que cada quien se convierta en doliente de los dineros que con esfuerzo ha contribuido para el financiamiento de la nación; que cada uno entienda que cada peso que gasta el gobierno provino de los bolsillos de todos, y que por tanto tenemos el derecho y la responsabilidad de vigilar el destino y el uso de esos pesos.
El portal permitirá que discusiones sobre las decisiones que nos afectan a todos —sobre gastos en educación, defensa y salud, por ejemplo— estén sustentadas con cifras, y no solamente con opiniones. Pero el efecto más transformador que podría tener se daría si su empleo comienza desde ahora a ser enseñado en los colegios. La mejor manera de formar ciudadanos responsables es que desde niños esos ciudadanos aprendan cómo funciona el aparato estatal, y que además sepan que cuentan en su arsenal con herramientas como ésta para separar la verdad de las mentiras.
Ojalá, además, que la voluntad de transparencia que se ha demostrado con este lanzamiento llegue más allá en los próximos meses. Otro cambio urgente que debería emprender este gobierno es el de por fin hacer públicas y verificables las votaciones en el Senado y la Cámara de Representantes. El referendo que intentó pasar Álvaro Uribe al comienzo de su gobierno propuso esa importante enmienda, pero el proyectó desafortunadamente fue derrotado. Es momento de volverlo a proponer, y de añadirle la creación de un sitio en Internet en el que se puedan consultar las votaciones actuales y pasadas de los congresistas. Así como exigimos transparencia económica, exigimos transparencia y verificabilidad legislativas.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.
martes, 16 de agosto de 2011
¡No más e-mail!
Por ser rápido, práctico, conveniente y barato, el e-mail fue la primera aplicación importante en el Internet. Por primera vez existía un canal de comunicación instantáneo y de bajo costo que permitía alcanzar cualquier lugar del globo. Pero veinte años después, por cuenta de esa misma inmediatez y sencillez, que fueron sus principales virtudes, se nos ha convertido en un dolor de cabeza.
Estamos inundados de e-mail. Mientras antes enviar una carta requería el mínimo esfuerzo de imprimirla y estampillarla, hoy no existe diferencia entre enviar un e-mail a 10 ó a 10.000 personas. El esfuerzo es el mismo y el costo, insignificante; por eso nos llegan tantos. La mayoría de usuarios no se toman el trabajo de borrar los textos anteriores que se acumulan al final de los correos, de manera que el mensaje crece con cada nuevo reenvío. Y ni hablar del correo indeseado que nos llega sin parar, a la razón de cientos de mensajes por día.
Por eso estoy empezando a aplicar en mi vida personal una idea radical: la de que llegó la hora de cerrar nuestra cuenta de correo.
Me imagino la cara de rechazo en el lector, quien como todos nosotros ha llegado a depender tanto del correo electrónico que ya no concibe las relaciones humanas y profesionales sin él. Pero tal vez una estadística haga menos polémica mi propuesta. Un ejecutivo promedio dedica dos horas al día a leer y responder correos: una jornada entera de trabajo a la semana. ¿Quién puede seguir pensado que esa sea una forma eficiente de comunicarse?
El problema está en con qué reemplazarlo. Una idea que algunos ya están utilizando consiste en, primero, cerrar (o abandonar) nuestra cuenta de correo actual y crear una cuenta nueva, privada, que solo será utilizada para ciertas comunicaciones autorizadas. También hay que crear una cuenta en Twitter (o Google+) para uso público.
Luego, hay que informar a todos nuestros colegas, clientes, conocidos, etc., que a partir de la fecha solo podrán comunicarse con nosotros a través de nuestra cuenta pública. Eso nos permitirá seguir recibiendo mensajes de cualquier persona o entidad, pero con la ventaja de que tendrán que ser cortos y concisos. Cualquiera que desee enviarnos algo más largo, o privado, tendrá primero que pedir autorización (a través de la cuenta pública, o por medio de un contacto personal, lo que indicaría que se trata de alguien que conocemos) para escribir a nuestra cuenta restringida. Ese pequeño acto restablecería el mínimo esfuerzo que se necesitaba para contactarnos en la época de las cartas de papel. Así se eliminaría todo el correo indeseado, y se garantizaría que sólo las comunicaciones que verdaderamente nos interesan lleguen a nuestras pantallas.
Cualquier otro correo —publicidad, chistes, fotos, chismes, spam, virus, teorías dudosas, promociones farmacéuticas, cadenas falsas para salvar a niños desahuciados, fraudes nigerianos— pasará ignorado.
Pero, ¿por qué tomarnos el trabajo de cambiar nuestra forma de comunicarnos, exigiendo ‘mínimos esfuerzos’ en estos tiempos en que la facilidad, la velocidad y la inmediatez imperan? Porque el costo de no hacerlo es demasiado alto. En una era de sobrecarga de información, nuestra capacidad de atención se vuelve un recurso escaso. Una paso para vivir más sanos y eficientes —para ser mejores personas, padres, amigos, trabajadores, ciudadanos—, es reclamar de vuelta nuestra atención y protegerla como se protege cualquier otro activo valioso: poniéndola a salvo de riesgos y de abusos.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 16 de agosto de 2011.
Estamos inundados de e-mail. Mientras antes enviar una carta requería el mínimo esfuerzo de imprimirla y estampillarla, hoy no existe diferencia entre enviar un e-mail a 10 ó a 10.000 personas. El esfuerzo es el mismo y el costo, insignificante; por eso nos llegan tantos. La mayoría de usuarios no se toman el trabajo de borrar los textos anteriores que se acumulan al final de los correos, de manera que el mensaje crece con cada nuevo reenvío. Y ni hablar del correo indeseado que nos llega sin parar, a la razón de cientos de mensajes por día.
Por eso estoy empezando a aplicar en mi vida personal una idea radical: la de que llegó la hora de cerrar nuestra cuenta de correo.
Me imagino la cara de rechazo en el lector, quien como todos nosotros ha llegado a depender tanto del correo electrónico que ya no concibe las relaciones humanas y profesionales sin él. Pero tal vez una estadística haga menos polémica mi propuesta. Un ejecutivo promedio dedica dos horas al día a leer y responder correos: una jornada entera de trabajo a la semana. ¿Quién puede seguir pensado que esa sea una forma eficiente de comunicarse?
El problema está en con qué reemplazarlo. Una idea que algunos ya están utilizando consiste en, primero, cerrar (o abandonar) nuestra cuenta de correo actual y crear una cuenta nueva, privada, que solo será utilizada para ciertas comunicaciones autorizadas. También hay que crear una cuenta en Twitter (o Google+) para uso público.
Luego, hay que informar a todos nuestros colegas, clientes, conocidos, etc., que a partir de la fecha solo podrán comunicarse con nosotros a través de nuestra cuenta pública. Eso nos permitirá seguir recibiendo mensajes de cualquier persona o entidad, pero con la ventaja de que tendrán que ser cortos y concisos. Cualquiera que desee enviarnos algo más largo, o privado, tendrá primero que pedir autorización (a través de la cuenta pública, o por medio de un contacto personal, lo que indicaría que se trata de alguien que conocemos) para escribir a nuestra cuenta restringida. Ese pequeño acto restablecería el mínimo esfuerzo que se necesitaba para contactarnos en la época de las cartas de papel. Así se eliminaría todo el correo indeseado, y se garantizaría que sólo las comunicaciones que verdaderamente nos interesan lleguen a nuestras pantallas.
Cualquier otro correo —publicidad, chistes, fotos, chismes, spam, virus, teorías dudosas, promociones farmacéuticas, cadenas falsas para salvar a niños desahuciados, fraudes nigerianos— pasará ignorado.
Pero, ¿por qué tomarnos el trabajo de cambiar nuestra forma de comunicarnos, exigiendo ‘mínimos esfuerzos’ en estos tiempos en que la facilidad, la velocidad y la inmediatez imperan? Porque el costo de no hacerlo es demasiado alto. En una era de sobrecarga de información, nuestra capacidad de atención se vuelve un recurso escaso. Una paso para vivir más sanos y eficientes —para ser mejores personas, padres, amigos, trabajadores, ciudadanos—, es reclamar de vuelta nuestra atención y protegerla como se protege cualquier otro activo valioso: poniéndola a salvo de riesgos y de abusos.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 16 de agosto de 2011.
domingo, 14 de agosto de 2011
La casa en el aire
Lo primero que hay que saber sobre la ahora tan mentada ‘nube’ tecnológica, a la que nos dicen que se irán a vivir nuestros datos, es que no es tan nueva como los medios la hacen parecer. Desde hace años mucha de nuestra información personal reside en la nube, así antes no la llamáramos de esa forma. Pensemos, por ejemplo, en nuestras cuentas de correo electrónico o en todas las fotos y comentarios que a diario se suben a redes sociales como Facebook. Lo que sí es nuevo es la escala y la variedad de los servicios que ahora se van a prestar desde la nube. Aplicaciones corporativas, antes el dominio de grandes compañías como IBM, Microsoft y Oracle, o de pequeñas casas de software especializado, ya se están mudando para allá. Incluso programas que exigen computadores de cierto rendimiento, como software para edición de audio, video e imágenes, ya se están trasladando a la nube también. La principal consecuencia para empresas y usuarios será ahorrar en infraestructura de servidores y en almacenamiento.
Lo segundo es que, aunque la palabra hace pensar en un sitio etéreo y celestial en donde descansan plácidamente nuestros datos y aplicaciones, la nube debe ser entendida como lo que es en realidad: enormes instalaciones industriales de cómputo repartidas por el globo; kilómetros de cables conectado miles de servidores y discos duros entre si.
El requisito más importante de esas instalaciones es una capacidad interminable de almacenamiento. Toda la verborragia de la civilización, todo el torrente de datos que producimos a diario en nuestras interacciones sociales y laborales —cada libro, foto, noticia y transacción comercial, además del acumulado de todos los siglos previos a la aparición de Internet— debe ser procesado y almacenado en vastos silos de información.
Esos silos consisten de millones de discos duros, cada uno girando unas 15.000 veces por minuto, 24 horas al día, 365 días al año. Tanto ellos como los procesadores que los controlan, consumen un vataje considerable y producen bastante calor, de manera que se necesita energía para hacerlos funcionar y también para enfriarlos y evitar que se derritan víctimas de su propio calentamiento. Cada hora que pasa, la nube de datos produce otra nube, una nube negra de contaminación y de gases de invernadero.
¿Cuánto contamina un e-mail? Diría uno que nada, y que en todo caso es preferible a imprimir cartas sobre hojas de papel. Pero tenemos tendencia a usar el correo indiscriminadamente, enviando e-mails a muchos destinatarios a la vez y copiando en cada respuesta los textos anteriores, lo que incrementa de forma exponencial la necesidad de almacenamiento para guardarlos y transmitirlos. Un estudio divulgado por el diario francés Le Monde estima que una empresa de 100 empleados añade casi 14 toneladas de gases de invernadero a la atmósfera cada año: una nube contaminante que equivale a las emisiones de 13 jet de pasajeros cubriendo París - Nueva York en ida y regreso.
El estudio solo cuenta los correos electrónicos de una sola organización. Faltaría contabilizar la emisiones que resultan de las miles de otras actividades que se realizan a diario en Internet: las horas gastadas en juegos repetitivos como Farmville, las baterías de los celulares, las redes inalámbricas prendidas todo el tiempo. Que nuestros datos vivan en el aire es una conveniencia indiscutible, pero dista de ser una actividad neutra frente al medio ambiente. Ese lado oscuro de la nube tendrá ser explorado también.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de agosto de 2011.
Lo segundo es que, aunque la palabra hace pensar en un sitio etéreo y celestial en donde descansan plácidamente nuestros datos y aplicaciones, la nube debe ser entendida como lo que es en realidad: enormes instalaciones industriales de cómputo repartidas por el globo; kilómetros de cables conectado miles de servidores y discos duros entre si.
El requisito más importante de esas instalaciones es una capacidad interminable de almacenamiento. Toda la verborragia de la civilización, todo el torrente de datos que producimos a diario en nuestras interacciones sociales y laborales —cada libro, foto, noticia y transacción comercial, además del acumulado de todos los siglos previos a la aparición de Internet— debe ser procesado y almacenado en vastos silos de información.
Esos silos consisten de millones de discos duros, cada uno girando unas 15.000 veces por minuto, 24 horas al día, 365 días al año. Tanto ellos como los procesadores que los controlan, consumen un vataje considerable y producen bastante calor, de manera que se necesita energía para hacerlos funcionar y también para enfriarlos y evitar que se derritan víctimas de su propio calentamiento. Cada hora que pasa, la nube de datos produce otra nube, una nube negra de contaminación y de gases de invernadero.
¿Cuánto contamina un e-mail? Diría uno que nada, y que en todo caso es preferible a imprimir cartas sobre hojas de papel. Pero tenemos tendencia a usar el correo indiscriminadamente, enviando e-mails a muchos destinatarios a la vez y copiando en cada respuesta los textos anteriores, lo que incrementa de forma exponencial la necesidad de almacenamiento para guardarlos y transmitirlos. Un estudio divulgado por el diario francés Le Monde estima que una empresa de 100 empleados añade casi 14 toneladas de gases de invernadero a la atmósfera cada año: una nube contaminante que equivale a las emisiones de 13 jet de pasajeros cubriendo París - Nueva York en ida y regreso.
El estudio solo cuenta los correos electrónicos de una sola organización. Faltaría contabilizar la emisiones que resultan de las miles de otras actividades que se realizan a diario en Internet: las horas gastadas en juegos repetitivos como Farmville, las baterías de los celulares, las redes inalámbricas prendidas todo el tiempo. Que nuestros datos vivan en el aire es una conveniencia indiscutible, pero dista de ser una actividad neutra frente al medio ambiente. Ese lado oscuro de la nube tendrá ser explorado también.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de agosto de 2011.
miércoles, 10 de agosto de 2011
Un rockero puro
Mi adolescencia fue puro rock. A diferencia de la mayoría de las personas de mi edad y de mi entorno, que escuchaban por igual los éxitos del hit parade gringo y los géneros tropicales de rigor, mis LPs, casetes y, luego, CDs contenían puros sonidos anglosajones. Fue así que llegué a la mayoría de edad, musicalmente el menos barranquillero de los barranquilleros.
Todo eso cambió en poco tiempo en otoño de 1993 cuando, recién desembarcado en Atlanta, EEUU, me enfrenté por primera vez a la obligación muy norteamericana de tener que definirme étnicamente. Los latinoamericanos, hijos de un continente muy desentendido de cuestiones de raza —nietos todos, al fin y al cabo, de la misma mezcla de europeos, negros e indios—, sentimos poco la necesidad de andar por ahí identificándonos como miembros de una etnia u otra. Pero en Estados Unidos esa identificación es un requisito casi desde el primer día en que uno llena el formulario para la visa. Así que llené el formulario, chuleé la casilla indicada, y al llegar a ese país me reinventé de la noche a la mañana como algo que siempre había sido, pero nunca había ejercido: un latino y, más que eso, un barranquillero.
Sometido al contraste de un país foráneo, fui conociendo partes de mi que antes no había advertido; e inventando otras para llenar los vacíos en mi ‘latinidad’. Quería que mis amigos extranjeros conocieran la música de mi tierra, pero, ¿cómo, si yo mismo no la conocía bien? No me reconocía en las letanías melífluas de Sergio Vargas, no me movían los ladridos del baile del perro de Wilfrido, me indigestaba la sopa de caracol, y aún me faltaba un tiempo para descubrir la grandeza del vallenato clásico.
Me salvó de ese estado de impostura cultural quien fuera, hasta el pasado martes, musicalmente el más barranquillero de los barranquilleros —así no hubiera nacido aquí—. Lo había oído de toda la vida, por supuesto, pero fue en la soledad de mi primer año de universidad en un país lejano cuando por fin escuché con detenimiento su música. Y descubrí que me era completamente familiar, pero a la vez nueva y extraña. Mientras que la música tropical no salía de sus temas manidos de amor y desengaño, de machos machos y mujeres ingratas, estas canciones se aventuraban a un léxico insólito y una temática sin normas, que lo mismo hablaba de amor que de ninfas y centuriones, insomnio o rebelión. Y así como en las letras se mezclaban lo alto con lo bajo, el vocabulario rebuscado con la sílaba como sonido primario, en la instrumentación se combinaba la sofisticación del jazz con la percusión del chandé. No me quedaba duda: en el Joe Arroyo habitaba el espíritu rebelde y desreglado del rockero puro.
La ventaja de redescubrir tardíamente un sonido que ha estado con uno toda la vida es que se puede entonces acercarse a él con oídos nuevos. Y así entender, por ejemplo, que Joe Arroyo fue, ante todo, un gran vanguardista. Veinte años de estarlo escuchando no me han alcanzado para agotar la riqueza y la complejidad de su obra.
Su partida prematura tuvo al menos el entierro que se merecía: el más concurrido que se haya visto en esta tierra desde el de la Mamá Grande. Quise salirme por esta semana de los temas habituales de esta columna para contar que fue gracias a él que descubrí hace muchos años que yo también cargaba en mi a esta ciudad y sus ritmos, y que la barranquilleridad no tiene normas, sino que está definida por iconoclastas tremendos, por grandes cronopios como éste que se ha ido.
Todo eso cambió en poco tiempo en otoño de 1993 cuando, recién desembarcado en Atlanta, EEUU, me enfrenté por primera vez a la obligación muy norteamericana de tener que definirme étnicamente. Los latinoamericanos, hijos de un continente muy desentendido de cuestiones de raza —nietos todos, al fin y al cabo, de la misma mezcla de europeos, negros e indios—, sentimos poco la necesidad de andar por ahí identificándonos como miembros de una etnia u otra. Pero en Estados Unidos esa identificación es un requisito casi desde el primer día en que uno llena el formulario para la visa. Así que llené el formulario, chuleé la casilla indicada, y al llegar a ese país me reinventé de la noche a la mañana como algo que siempre había sido, pero nunca había ejercido: un latino y, más que eso, un barranquillero.
Sometido al contraste de un país foráneo, fui conociendo partes de mi que antes no había advertido; e inventando otras para llenar los vacíos en mi ‘latinidad’. Quería que mis amigos extranjeros conocieran la música de mi tierra, pero, ¿cómo, si yo mismo no la conocía bien? No me reconocía en las letanías melífluas de Sergio Vargas, no me movían los ladridos del baile del perro de Wilfrido, me indigestaba la sopa de caracol, y aún me faltaba un tiempo para descubrir la grandeza del vallenato clásico.
Me salvó de ese estado de impostura cultural quien fuera, hasta el pasado martes, musicalmente el más barranquillero de los barranquilleros —así no hubiera nacido aquí—. Lo había oído de toda la vida, por supuesto, pero fue en la soledad de mi primer año de universidad en un país lejano cuando por fin escuché con detenimiento su música. Y descubrí que me era completamente familiar, pero a la vez nueva y extraña. Mientras que la música tropical no salía de sus temas manidos de amor y desengaño, de machos machos y mujeres ingratas, estas canciones se aventuraban a un léxico insólito y una temática sin normas, que lo mismo hablaba de amor que de ninfas y centuriones, insomnio o rebelión. Y así como en las letras se mezclaban lo alto con lo bajo, el vocabulario rebuscado con la sílaba como sonido primario, en la instrumentación se combinaba la sofisticación del jazz con la percusión del chandé. No me quedaba duda: en el Joe Arroyo habitaba el espíritu rebelde y desreglado del rockero puro.
La ventaja de redescubrir tardíamente un sonido que ha estado con uno toda la vida es que se puede entonces acercarse a él con oídos nuevos. Y así entender, por ejemplo, que Joe Arroyo fue, ante todo, un gran vanguardista. Veinte años de estarlo escuchando no me han alcanzado para agotar la riqueza y la complejidad de su obra.
Su partida prematura tuvo al menos el entierro que se merecía: el más concurrido que se haya visto en esta tierra desde el de la Mamá Grande. Quise salirme por esta semana de los temas habituales de esta columna para contar que fue gracias a él que descubrí hace muchos años que yo también cargaba en mi a esta ciudad y sus ritmos, y que la barranquilleridad no tiene normas, sino que está definida por iconoclastas tremendos, por grandes cronopios como éste que se ha ido.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 1ero de agosto de 2011.
lunes, 8 de agosto de 2011
La gramática del futuro
En Dr. Strangelove, una estupenda comedia de 1964 dirigida por Stanley Kubrick, un general enloquecido decide bombardear Rusia con tal de evitar que los soviéticos destruyan a los Estados Unidos por medio de la adición de flúor al agua potable. Ese general es la imagen viva de las exageradas neurosis de los humanos frente a los cambios, las modas y las nuevas tecnologías.
Esos miedos han existido desde siempre. Las sociedades son resistentes a los cambios, y cada generación encuentra, entre los artefactos y las costumbres de su modernidad, a quién o a qué echarle la culpa de ellos. Así, distintas épocas han visto el colapso de la civilización en los telares, la televisión, la minifalda o el reggaetón. Pero, sin falta, la civilización sobrevive, y los temidos cambios resultan ser simplemente la manera como la humanidad se adapta a sus nuevas realidades.
Cuento esto porque aunque me disponía a escribir sobre otro tema esta semana, me detuvo la lectura de una columna publicada en este diario el viernes pasado, llamada ‘TIC, Todos los idiotas comunicados’. Su autor se aterra de que las nuevas formas de comunicación, como los teléfonos Blackberry, estén llevándonos a una sociedad de “ignorancia e idiotas”, y encuentra evidencia de ello en el deterioro de la gramática y la sintaxis, y en el abandono del “lenguaje clásico”.
Quienes han seguido mis textos saben que mi posición frente a las nuevas tecnologías de información y de comunicación es profundamente ambivalente. He escrito que nuestras redes y aparatos están afectando las habilidades cognitivas del ser humano de maneras que aún es muy temprano para comprender. Incluso he estado de acuerdo con el autor de la columna en lo odiosos que son los Blackberry y el chat en general.
Pero con lo que sí no puedo estar de acuerdo es con su premisa de una nueva sociedad de idiotas por culpa de esos aparatos y del tipo de comunicación que propician. Entre otras razones porque no hay tal cosa como lenguaje “clásico”. Las apreciadas normas de gramática y sintaxis a las que él se refiere son, así como las formas fonéticas, el resultado de prácticas de comunicación que dependieron siempre de la tecnología y las costumbres de una época. La gramática, la ortografía y la sintaxis son asuntos cambiantes; lo que se está forjando en los pulgares de los chateadores y los salones de las redes sociales es la escritura del futuro, que permitirá contracciones, abreviaciones, números y símbolos que hoy nos parecen extraños. Más que idiotez, lo que estos jóvenes poseen es una gran creatividad morfológica.
Nada de escandaloso ni de apocalíptico hay en eso, y el fenómeno ni siquiera es de ahora. El hebreo, una lengua “clásica” si existe alguna, hace siglos prescindió de las vocales en el idioma escrito y las representa con puntos que modifican las consonantes, del mismo modo como hoy hay quien digita ‘q’ o ‘k’ en lugar de ‘que’.
Se pregunta entonces el columnista dónde habrá que encontrar la explicación de que los jóvenes de hoy tengan menos “compromiso y conocimiento”. Yo no sé si sea cierto que no lo tengan, pero en lugar de buscarla en las redes, que se busque la explicación más bien en los padres de esos jóvenes que no supieron inculcarles el suficiente “compromiso” o el amor por el conocimiento. “El viejo camino rápidamente envejece —dice otro producto de 1964, la canción de Bob Dylan The Times They Are a-Changin'—. Por favor apártense del nuevo si no pueden echar una mano, porque los tiempos están cambiando.”
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 25 de julio de 2011.
Esos miedos han existido desde siempre. Las sociedades son resistentes a los cambios, y cada generación encuentra, entre los artefactos y las costumbres de su modernidad, a quién o a qué echarle la culpa de ellos. Así, distintas épocas han visto el colapso de la civilización en los telares, la televisión, la minifalda o el reggaetón. Pero, sin falta, la civilización sobrevive, y los temidos cambios resultan ser simplemente la manera como la humanidad se adapta a sus nuevas realidades.
Cuento esto porque aunque me disponía a escribir sobre otro tema esta semana, me detuvo la lectura de una columna publicada en este diario el viernes pasado, llamada ‘TIC, Todos los idiotas comunicados’. Su autor se aterra de que las nuevas formas de comunicación, como los teléfonos Blackberry, estén llevándonos a una sociedad de “ignorancia e idiotas”, y encuentra evidencia de ello en el deterioro de la gramática y la sintaxis, y en el abandono del “lenguaje clásico”.
Quienes han seguido mis textos saben que mi posición frente a las nuevas tecnologías de información y de comunicación es profundamente ambivalente. He escrito que nuestras redes y aparatos están afectando las habilidades cognitivas del ser humano de maneras que aún es muy temprano para comprender. Incluso he estado de acuerdo con el autor de la columna en lo odiosos que son los Blackberry y el chat en general.
Pero con lo que sí no puedo estar de acuerdo es con su premisa de una nueva sociedad de idiotas por culpa de esos aparatos y del tipo de comunicación que propician. Entre otras razones porque no hay tal cosa como lenguaje “clásico”. Las apreciadas normas de gramática y sintaxis a las que él se refiere son, así como las formas fonéticas, el resultado de prácticas de comunicación que dependieron siempre de la tecnología y las costumbres de una época. La gramática, la ortografía y la sintaxis son asuntos cambiantes; lo que se está forjando en los pulgares de los chateadores y los salones de las redes sociales es la escritura del futuro, que permitirá contracciones, abreviaciones, números y símbolos que hoy nos parecen extraños. Más que idiotez, lo que estos jóvenes poseen es una gran creatividad morfológica.
Nada de escandaloso ni de apocalíptico hay en eso, y el fenómeno ni siquiera es de ahora. El hebreo, una lengua “clásica” si existe alguna, hace siglos prescindió de las vocales en el idioma escrito y las representa con puntos que modifican las consonantes, del mismo modo como hoy hay quien digita ‘q’ o ‘k’ en lugar de ‘que’.
Se pregunta entonces el columnista dónde habrá que encontrar la explicación de que los jóvenes de hoy tengan menos “compromiso y conocimiento”. Yo no sé si sea cierto que no lo tengan, pero en lugar de buscarla en las redes, que se busque la explicación más bien en los padres de esos jóvenes que no supieron inculcarles el suficiente “compromiso” o el amor por el conocimiento. “El viejo camino rápidamente envejece —dice otro producto de 1964, la canción de Bob Dylan The Times They Are a-Changin'—. Por favor apártense del nuevo si no pueden echar una mano, porque los tiempos están cambiando.”
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 25 de julio de 2011.
jueves, 4 de agosto de 2011
Devoradores de libros
Del sinnúmero de opciones que tiene la humanidad para consumar su propia destrucción, que van desde flagelos clásicos, como el hambre, la enfermedad y la guerra, hasta calamidades modernas, como la bomba atómica y el cambio climático, hay una amenaza menos imponente, menos vistosa, pero igual de acechante. Es pertinaz como la hormiga, de quien seguramente es primo lejano. Se alimenta de nuestro conocimiento, bajo forma de libros, y pone en riesgo los cimientos, literales, de la sociedad. Es la pesadilla de los erradicadores de plagas: el bicho que entre nosotros conocemos como comején.
Mi obsesión personal con esta termita deriva, sin duda, de la posesión de una colección de libros de respetable tamaño, que he trasteado en cajas por varios lugares del mundo durante los últimos 20 años. Así como otros se preocupan por tener en su hogar un jardín, espacio para una mascota o una cocina amplia, mi preocupación principal en cada mudanza ha sido tener un espacio adecuado para mis libros. Y en regiones tropicales como en la que nací y en la que ahora vivo, mi terror capital es encontrarme un día con esa especie de enfermedad de la madera, que se manifiesta con esas pústulas de aserrín que son el rastro infame del comején buscando la biblioteca.
No contenta con devorar libros y estructuras, he aprendido recientemente que la terrible termita tiene un vínculo con el calentamiento global. Como subproducto de su alimentación perniciosa, el bicho excreta gas metano, el más dañino de los gases que calientan la atmósfera a través del efecto invernadero. Algunos científicos opinan que el comején es el mayor productor planetario de gas metano. Léase bien: el mayor. Por encima de la contaminante industria. Por encima, también, de las mansas vacas, tan vilipendiadas últimamente por su contribución al acaloramiento general.
Y, mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros, sagaces humanos, para contrarrestar el efecto de esos gases de invernadero? Pues bien: sembramos árboles; reforestamos. Es decir, construímos gigantescos restaurantes para termitas, generosos silos de celulosa, bufetes gratis en los que nuestros amables compañeros de planeta se alimentan y procrean.
Es un círculo vicioso: el globo se calienta cada vez más, pero las medidas que empleamos para enfriarlo pueden terminar por inyectar a la atmósfera más de los gases que lo calientan. Entre la tala feroz, en un extremo, y las buenas intenciones de la reforestación, en el otro, hemos roto algún equilibrio atávico entre las termitas y el resto del ecosistema. En algunas regiones de latitudes intermedias, los inviernos se han calentado lo suficiente para que el comején sobreviva todo el año, clavándole sus dientes a la madera otrora templada por el frío.
Nos dicen que la modernidad va a acabar con el libro. Que el e-book, el iPad y los tablets lo tienen en la mira. Que perecen los periódicos y cierran las revistas. Que la literatura, la poesía —y ¡hasta la lectura misma!—, están en peligro. No, señores: cuando yo miro mi biblioteca me invade el miedo a un enemigo mucho más antiguo. Un victimario implacable y tenaz. Un invasor, para todos los efectos prácticos, infinito. Poseedor de una magia negra que convierte en veneno al papel.
Que se lleve por delante el Internet al Libro, si quiere —termino por pensar, ya preso de la angustia—, ¡pero que el comején no acabe con los míos!
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de julio de 2011.
Mi obsesión personal con esta termita deriva, sin duda, de la posesión de una colección de libros de respetable tamaño, que he trasteado en cajas por varios lugares del mundo durante los últimos 20 años. Así como otros se preocupan por tener en su hogar un jardín, espacio para una mascota o una cocina amplia, mi preocupación principal en cada mudanza ha sido tener un espacio adecuado para mis libros. Y en regiones tropicales como en la que nací y en la que ahora vivo, mi terror capital es encontrarme un día con esa especie de enfermedad de la madera, que se manifiesta con esas pústulas de aserrín que son el rastro infame del comején buscando la biblioteca.
No contenta con devorar libros y estructuras, he aprendido recientemente que la terrible termita tiene un vínculo con el calentamiento global. Como subproducto de su alimentación perniciosa, el bicho excreta gas metano, el más dañino de los gases que calientan la atmósfera a través del efecto invernadero. Algunos científicos opinan que el comején es el mayor productor planetario de gas metano. Léase bien: el mayor. Por encima de la contaminante industria. Por encima, también, de las mansas vacas, tan vilipendiadas últimamente por su contribución al acaloramiento general.
Y, mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros, sagaces humanos, para contrarrestar el efecto de esos gases de invernadero? Pues bien: sembramos árboles; reforestamos. Es decir, construímos gigantescos restaurantes para termitas, generosos silos de celulosa, bufetes gratis en los que nuestros amables compañeros de planeta se alimentan y procrean.
Es un círculo vicioso: el globo se calienta cada vez más, pero las medidas que empleamos para enfriarlo pueden terminar por inyectar a la atmósfera más de los gases que lo calientan. Entre la tala feroz, en un extremo, y las buenas intenciones de la reforestación, en el otro, hemos roto algún equilibrio atávico entre las termitas y el resto del ecosistema. En algunas regiones de latitudes intermedias, los inviernos se han calentado lo suficiente para que el comején sobreviva todo el año, clavándole sus dientes a la madera otrora templada por el frío.
Nos dicen que la modernidad va a acabar con el libro. Que el e-book, el iPad y los tablets lo tienen en la mira. Que perecen los periódicos y cierran las revistas. Que la literatura, la poesía —y ¡hasta la lectura misma!—, están en peligro. No, señores: cuando yo miro mi biblioteca me invade el miedo a un enemigo mucho más antiguo. Un victimario implacable y tenaz. Un invasor, para todos los efectos prácticos, infinito. Poseedor de una magia negra que convierte en veneno al papel.
Que se lleve por delante el Internet al Libro, si quiere —termino por pensar, ya preso de la angustia—, ¡pero que el comején no acabe con los míos!
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de julio de 2011.
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