/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: La brillante necedad de Steve Jobs

lunes, 29 de agosto de 2011

La brillante necedad de Steve Jobs

Con más de 300 patentes a su nombre y un legado tecnológico que cambió e hizo convergir en un par de décadas a las comunicaciones, la computación y el entretenimiento, el director de la compañía más admirada del planeta termina su carrera celebrado como el Leonardo Da Vinci de la era digital. Pero Steven Paul Jobs no siempre fue visto como el brillante capitán de industria que se le considera ahora. Durante un periodo, desde su primer retiro de la compañía, en 1985, hasta más allá de su regreso en 1996 a la empresa que había fundado, su talento ejecutivo fue una cifra incierta. Jobs era un visionario, sin duda, pero también un microgerente autoritario cuyo particular estilo —su desdén por los grupos focales, los estudios de mercado y los MBAs de Harvard y de Wharton— llenaba de incertidumbre a los inversionistas de Wall Street. Para 1997 su compañía se sumía en la bancarrota. La influyente revista Wired publicaba un artículo llamado ’101 maneras de salvar a Apple’ y la portada traía, en alusión al Sagrado Corazón de Jesús, una manzana martirizada por un alambre de púas debajo de la cual se leía: “Rece”. Mientras tanto, los amigos (y rivales) de Jobs en la industria de la computación prosperaban: Larry Ellison lograba que el chorro de datos que producía a diario el mundo corporativo tuviera que pasar por su sistema Oracle, y pagarle peaje; Microsoft, con Office y Windows, conquistaba la Tierra y sus planetas aledaños, y hacía de su fundador, Bill Gates, el hombre más rico del mundo. No había cabida en ese apretado club para una compañía pequeña, testaruda, excéntrica, sin rumbo —y quebrada— como Apple.

La historia que siguió, la de cómo la cenicienta de Silicon Valley salió de cuidados intensivos y se convirtió en una de las empresas más grandes y respetadas del planeta, será materia de estudio durante décadas en las facultades de administración. Pero no saldrá de esos ámbitos otro líder del talante especial de Jobs. Él mismo le sugiere a sus seguidores no buscar su trayectoria de vida en el formalismo de la universidad, sino a través de la expresión de una originalidad insolente, de un individualismo empedernido. Para Jobs, esa búsqueda pasó por el abandono de los estudios, por la aparentemente inútil —pero más adelante fundamental para la creación de la Mac— disciplina de la tipografía, por un viaje a la India, por la conversión al budismo y la experimentación con LSD.

Pero esa manera de vivir la vida fue sólo la manifestación más visible de lo que me parece que ha de ser su principal legado: una fe absoluta en la visión propia. La misma que le hizo confiar más en su olfato que en las estadísticas de los estudios de mercado. Que lo llevó a lanzar al mundo productos que nadie quería, o que nadie, salvo él, sabía que íbamos a querer. Que le impulsó varias veces a canibalizar los errores de su compañía, sin miedo de arrancar de nuevo desde cero, arrastrando detrás a sus clientes. Que generó a su alrededor una admiración rayana en la idolatría: un “campo de distorsión de la realidad”, como dicen sus seguidores, que transformaba la tecnología en deseo.

Esa fe, sobre todo, le permitió enfrentar un cúmulo de adversidades sin jamás ponerle a la adversidad el nombre de ‘fracaso’. Sus problemas empresariales y personales —su primera salida forzosa de Apple, la cuasi quiebra de la firma, un cáncer pancreático, un transplante de hígado, y ahora el desequilibrio hormonal que le hizo perder la mitad de su peso y lo llevó a admitir su inhabilidad para seguir dirigiendo las operaciones cotidianas de la compañía— habrían bastado para reducir a seres menos obstinados, pero la necedad de Jobs es irreductible. Esa obstinación, que fue su defecto más criticado, tendrá que ser revaluada; y tendrá que ser vista como lo que le permitió lograr la meta, clarividente como pocas y ambiciosa como ninguna, que se propuso cuando más joven dijo que lo que quería era “dejar una huella en el universo”.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 22 de agosto de 2011.

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