/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: Un rockero puro

miércoles, 10 de agosto de 2011

Un rockero puro

Mi adolescencia fue puro rock. A diferencia de la mayoría de las personas de mi edad y de mi entorno, que escuchaban por igual los éxitos del hit parade gringo y los géneros tropicales de rigor, mis LPs, casetes y, luego, CDs contenían puros sonidos anglosajones. Fue así que llegué a la mayoría de edad, musicalmente el menos barranquillero de los barranquilleros.

Todo eso cambió en poco tiempo en otoño de 1993 cuando, recién desembarcado en Atlanta, EEUU, me enfrenté por primera vez a la obligación muy norteamericana de tener que definirme étnicamente. Los latinoamericanos, hijos de un continente muy desentendido de cuestiones de raza —nietos todos, al fin y al cabo, de la misma mezcla de europeos, negros e indios—, sentimos poco la necesidad de andar por ahí identificándonos como miembros de una etnia u otra. Pero en Estados Unidos esa identificación es un requisito casi desde el primer día en que uno llena el formulario para la visa. Así que llené el formulario, chuleé la casilla indicada, y al llegar a ese país me reinventé de la noche a la mañana como algo que siempre había sido, pero nunca había ejercido: un latino y, más que eso, un barranquillero.

Sometido al contraste de un país foráneo, fui conociendo partes de mi que antes no había advertido; e inventando otras para llenar los vacíos en mi ‘latinidad’. Quería que mis amigos extranjeros conocieran la música de mi tierra, pero, ¿cómo, si yo mismo no la conocía bien? No me reconocía en las letanías melífluas de Sergio Vargas, no me movían los ladridos del baile del perro de Wilfrido, me indigestaba la sopa de caracol, y aún me faltaba un tiempo para descubrir la grandeza del vallenato clásico.

Me salvó de ese estado de impostura cultural quien fuera, hasta el pasado martes, musicalmente el más barranquillero de los barranquilleros —así no hubiera nacido aquí—. Lo había oído de toda la vida, por supuesto, pero fue en la soledad de mi primer año de universidad en un país lejano cuando por fin escuché con detenimiento su música. Y descubrí que me era completamente familiar, pero a la vez nueva y extraña. Mientras que la música tropical no salía de sus temas manidos de amor y desengaño, de machos machos y mujeres ingratas, estas canciones se aventuraban a un léxico insólito y una temática sin normas, que lo mismo hablaba de amor que de ninfas y centuriones, insomnio o rebelión. Y así como en las letras se mezclaban lo alto con lo bajo, el vocabulario rebuscado con la sílaba como sonido primario, en la instrumentación se combinaba la sofisticación del jazz con la percusión del chandé. No me quedaba duda: en el Joe Arroyo habitaba el espíritu rebelde y desreglado del rockero puro.

La ventaja de redescubrir tardíamente un sonido que ha estado con uno toda la vida es que se puede entonces acercarse a él con oídos nuevos. Y así entender, por ejemplo, que Joe Arroyo fue, ante todo, un gran vanguardista. Veinte años de estarlo escuchando no me han alcanzado para agotar la riqueza y la complejidad de su obra.

Su partida prematura tuvo al menos el entierro que se merecía: el más concurrido que se haya visto en esta tierra desde el de la Mamá Grande. Quise salirme por esta semana de los temas habituales de esta columna para contar que fue gracias a él que descubrí hace muchos años que yo también cargaba en mi a esta ciudad y sus ritmos, y que la barranquilleridad no tiene normas, sino que está definida por iconoclastas tremendos, por grandes cronopios como éste que se ha ido.

Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 1ero de agosto de 2011.

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