/* Pedirle a Googlebot y otros que me dejen de indexar, para que no me penalicen en Google PageRank */ Código Abierto: septiembre 2011

lunes, 26 de septiembre de 2011

Hackers: fantasía y realidad

Está claro que este año ha sido el de la explosión de los delitos informáticos en nuestro país. El vandalismo de páginas en la red se ha vuelto un riesgo común para políticos y entidades estatales; no hay día que no veamos una noticia de ese tipo. “Intentan ataque de ‘hackers’ a la registraduría”, dice un titular de este diario de la semana anterior. Otro caso común es el robo de contraseñas de Twitter, Facebook o de correo; esto le ha ocurrido a famosos desprevenidos de la farándula nacional, pero también a personalidades que cuentan con el mayor aparato de seguridad para protegerlos, como el presidente Santos o el expresidente Uribe. En cuanto a los fraudes financieros por medios electrónicos, por cada uno de los que nos enteramos por la prensa debe hacer cien otras personas o empresas que están siendo víctimas de ellos sin siquiera sospecharlo. Desafortunadamente, la característica común de todas estas noticias es la falta de profundidad, lo que deja a los lectores más confundidos que informados acerca de un tema que ya de por si es misterioso.

La imagen del hacker ha sido, hasta ahora, un monopolio de las fantasías hollywoodenses. En los ochenta se trataba de un muchacho de gafas y acné, jorobado sobre un teclado en el sótano de su casa, que desataba accidentalmente la Tercera Guerra Mundial mientras intentaba por diversión penetrar un sistema del Pentágono. En los años siguientes, a medida que los computadores crecían en popularidad y estatus dentro de la cultura, y que el Internet los conectaba y los volvía más sociables, el hacker pasó a ser una figura más sexy, interpretada por actores más taquilleros: Sandra Bullock, Angelina Jolie, Hugh Jackman. La última versión en llegar a la pantalla grande —y también la más compleja y atractiva— es la Lisbeth Salander del novelista sueco Stieg Larsson: bisexual, con piercings y tatuajes, atormentada, antisocial, feminista, con síndrome de Asperger y con propensión a la violencia no solo virtual sino física.

De allí viene que la sociedad tenga del pirata informático una imagen tan fantástica como la del pirata de parche, pata de madera y loro al hombro. Pero el personaje no solo es real, sino que está presente en organizaciones de todo tipo. Pasa desapercibido, porque es un empleado más, sin señales distintivas como el tatuaje de dragón que adorna a Lisbeth. Tiene acceso a sus claves, su información financiera y sus datos privados. Y cada vez más utiliza esas herramientas no solo para la invasión de la privacidad o el vandalismo (o para hacer justicia, como la heroína de Larsson), sino para el chantaje y el hurto. Lo que le da al hacker un incentivo monetario para hacer su labor e incluso para organizarse en conciertos criminales.

Nadie sale de casa dejando puertas o ventanas abiertas, y sin embargo es exactamente eso lo que hacemos con nuestros computadores personales y teléfonos inteligentes. Estamos expuestos constantemente, a un descuido de ser víctimas de una suplantación de identidad o de un robo, y usualmente sin darnos cuenta de que hemos sido afectados.

La seguridad informática es un asunto complejo, más aún que la seguridad física. Cambia todos los días, porque la tecnología avanza rápido y las defensas tienen que evolucionar a la par. El primer paso es la concientización, y para eso unos medios bien informados serán de ayuda. Pero hará falta mucho más que eso, y en los años siguientes el tema será una fuente de frecuentes malas noticias.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 26 de septiembre de 2011.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Un Ferrari en un camino de herradura

En las azoteas de algunos edificios del norte de Barranquilla se oxidan desde hace años las antiguas antenas parabólicas. Versiones hipertrofiadas de las actuales antenas de televisión satelital, fueron el primer intento que hizo la sociedad —en aquel caso la alta sociedad— para escapar de la tiranía del tedio de los dos únicos canales de televisión, el 11 y el 13, con que se disponía en esos días. Esos radio observatorios caseros, de varios metros de diámetro, que daban a los edificios que coronaban o a las casas que los ostentaban (pues eran también un símbolo de estatus, o al menos de dinero) una apariencia de base militar, fueron una de las primeras formas de piratería contemporánea. Muchas casas, además del plato parabólico en el jardín, contaban con el sofisticado descrambler para recomponer las señales que los gringos cifraban para evitar que se las robaran en países tercermundistas.

Los que no contábamos con los medios para obtener nuestra televisión desde el espacio exterior, contábamos al menos con la venerable tienda de alquiler de películas para rellenar las carencias de la TV nacional. Eran tan indispensable a la vida del barrio como la panadería, la tienda o la peluquería. En la década de los 90 casi todas perecieron ante el doble asalto de Blockbuster —cadena norteamericana que se declaró en bancarrota el año pasado— y de la competencia con el DVD pirata y, luego, la descarga por Internet.

Mientras tanto, no tardábamos en civilizarnos y pasar de la elitista parabólica al más igualitario cable coaxial, que inauguró la TV por cable en el país y trajo por fin a las pantallas colombianas esa dieta audiovisual indispensable para el hogar moderno, compuesta de noticias las 24 horas, documentales sobre fieras exóticas, series gringas, telenovelas, realities, programas infantiles y pornografía.

El nuevo elemento en el paisaje audiovisual se llama Netflix. Se trata de un servicio de cine y series de televisión que se transmiten por Internet directo al televisor, teléfono o computador del suscriptor. Entre los aficionados a ver cine en casa no se habla de otra cosa. Promete un catálogo cuasi infinito de donde escoger, ya que no necesita mantener un inventario físico de DVDs. No gasta casi nada en personal ni arriendos, de manera que se permite ofrecer precios muy bajos. En EEUU su impacto fue tal que se le considera —junto a la piratería— responsable de la quiebra de Blockbuster.

Pero hasta ahora la oferta de Netflix en Colombia es peor que una desilusión: es paupérrima. El negocio de la transmisión de contenidos online —cine, música, libros, etc.— sigue enredado en una maraña de leyes divergentes por región que hacen que, en un mundo globalizado e integrado comercialmente, sea prácticamente ilegal vender un CD o una película de un país a otro. Tenemos los Ferraris de la tecnología y las comunicaciones modernas para transmitir cine, TV y música a nuestro antojo, pero nos toca andarlos sobre los caminos de herradura de un marco legal decimonónico.

Mientras no se despejen esos obstáculos que pretenden defender los derechos de autor y la propiedad intelectual utilizando barreras incongruentes con el mundo actual, no podremos aprovechar la oferta de servicios como Netflix o como la tienda de música en línea de Apple. Y como mientras tanto los canales tradicionales de distribución desaparecen, no nos van quedando muchas alternativas. Por suerte aún contamos con las pocas tiendas de alquiler que todavía sobreviven.

Y con la piratería.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 19 de septiembre de 2011.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Dinero de mentira

El dinero, tal vez la más grande y compleja de nuestras construcciones culturales, es, antes que nada, un masivo acto de fe. Confiamos en que tiene algún valor intrínseco, pero en realidad su valor se deriva únicamente de nuestra disposición a aceptarlo como medio de pago. Eso lo pude confirmar de primera mano en Buenos Aires en 2002. La economía argentina acababa de tragarse una píldora de cianuro y los argentinos corrían despavoridos a imprimir monedas locales con tal de contar con algún mecanismo para intercambiar bienes y servicios. Hubo una docena de esas monedas, con nombres que inspiraban poca confianza: “bofes”, “patacones”, “lecops”. Su posesión, en lugar de la tranquilidad del efectivo, provocaba en el portador una especie de frenesí. Había que circular ese dinero de inmediato, pasarlo a manos de otro, usarlo para pagar algo antes de que alguien en algún lado decidiera arbitrariamente dejar de recibirlo y se viniera abajo de repente todo el andamiaje de monedas alternativas.

Cualquier cosa puede servir como moneda. No tiene que estar avalada por un estado o por un banco central. (De hecho, otro aspecto de la crisis argentina fue que demostró que el respaldo estatal al peso era también una ficción.) Un papel sirve, sin duda, o una pieza de metal, pero casi que cualquier objeto. Los pobladores de una isla llamada Yap, en el Océano Pacífico, usaban gigantescos discos de piedra caliza como moneda. Eran tan pesados que muchos no se podían mover hasta la casa de su dueño, pero todos sabían a quién pertenecía cada disco y cuándo cambiaba de propietario.

Dado lo anterior, era inevitable que, en esta era de digitalización de todo lo posible, a alguien se le ocurriera la idea de crear una moneda virtual. Ya hubo varios intentos, pero el último, llamado ‘bitcoin’, llama la atención porque además se ser un medio de pago pretende ser algo más radical: una moneda sin autoridad central, por fuera del control de cualquier banco o gobierno. La economía del bitcoin es un experimento contemporáneo en la creación de dinero cuyo valor solo dependerá del comercio y no de intervenciones macroeconómicas.

Ya se puede obtener bitcoins. Hay casas de cambio en línea en las que se cambian dólares, euros y otras monedas por la nueva moneda virtual. Pero más intrigante es cómo cualquiera puede unilateralmente decidir aceptar bitcoins como pago de algún producto o servicio prestado. Por medio de esa aceptación es que nace una moneda; ese simple acto de fe le transfiere, a una cosa que antes no lo tenía, un valor: el valor del producto o de la mano de obra que se pagó con ese medio.

Como cualquier economía, la de los bitcoins, en sus dos años de existencia, ya ha tenido inflaciones, deflaciones, crisis y burbujas especulativas. Libertarios y anarquistas siguen de cerca esta nueva economía, con la esperanza de que el bitcoin se convierta en un rival para el dólar y otras monedas oficiales. En la otra orilla, mientras tanto, los gobiernos temen que se use para financiar actividades ilícitas y para evadir impuestos. Muchos economistas son escépticos sobre la viabilidad de una “plata virtual”, creada en un programa de computador, sin respaldo estatal, sin existencia física y sin valor intrínseco. Una moneda de mentira.

Se olvida que, desde el tambaleante dólar hasta el ascendente yuan, y pasando por los aparatosos discos de Yap y los granos de cacao que eran el dinero de los aztecas, todas las monedas de la humanidad han sido, en un comienzo, de mentira. Y todas siguen siendo, en igual medida, virtuales.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 12 de septiembre de 2011.

jueves, 15 de septiembre de 2011

La disposición de los cuerpos

Por siglos, a los creyentes de todas las denominaciones les bastaron el fuego y la sepultura para disponer del cuerpo una vez había entregado el alma. Las grandes religiones discrepaban en algunos asuntos de forma —los islámicos prohibían la cremación; los hindúes la ordenaban; el Vaticano la miraba con recelo y la terminó aceptando a regañadientes a mediados del siglo anterior, siempre y cuando la última misa se oficiara con el cuerpo presente—, pero en general esos dos métodos agotaban los recursos para despedir al extinto de este valle de lágrimas y enviarlo a su última morada o a su próxima reencarnación.

Pero como en tantos otros ámbitos en los que el siglo XX vino a trastocar todo, el ingenio de la modernidad quiso reinventar los mecanismos del viaje final. Los adelantos de la Revolución Industrial no tardaron en ser puestos al servicio de la eliminación de los cadáveres, y de la venerable pira funeraria pasamos al horno crematorio, con justificaciones que iban, desde la higiene pública, hasta la eficiencia atroz que requirieron los nazis para erradicar con celeridad una raza entera. Más adelante algún astronauta frustado miró hacia el firmamento e imaginó la expulsión sideral del cuerpo o de sus cenizas: nació la industria del envío al espacio de despojos mortales. Unos antioqueños emprendedores ofrecían hace unos años en nuestro país estas exequias extraterrestres, no sé con qué resultados financieros. Una de las últimas propuestas fue la de la transformación en joya del difunto, cuyos tejidos son obligados, bajo enormísimas presiones, a transubstanciarse en diamante. Una proeza humana que busca quizás imitar a la divina de convertir a la carne y sangre en hostia y vino.

Además del rito religioso, es también el terror al enterramiento vivo lo que justifica tanta parafernalia para disponer tan totalmente del cuerpo. Hay que destruirlo y obliterarlo de tal forma —por acción del fuego, del viaje a la luna, de la compresión diamantina— que no quede posibilidad alguna sobre la Tierra de que la carne sufra después del paso final. De los sufrimientos del alma habrá de ocuparse ella en el más allá, pero qué en el más acá no sobreviva nada que pueda doler.

La última adición al portafolio de la aniquilación corporal es la licuefacción. Una firma británica diseñó el sistema, en el que el cuerpo es introducido en una cámara con una solución alcalina que lo desaparece en cuestión de horas, como un cardumen de pirañas.

Tiene sus beneficios el método: es rápido, permite la evacuación del cadáver directamente a las aguas servidas y su huella de carbono es mínima, lo que habrá de complacer a Greenpeace. Completa, además, para la eliminación de los cuerpos, los cuatro elementos del mundo antiguo: ya podemos partir como aire, como fuego, como tierra, y ahora, por fin, como agua. Pero como aminoácidos somos y en aminoácidos hemos de convertirnos, propongo una nueva modalidad para liberarse de nuestra armadura cárnica, una más a tono con los tiempos que corren: la descarga y almacenamiento de la información genética del finado. La secuencia de su genoma puede ser conservada en un disco duro o hasta en una práctica memoria USB, para culminar su paso por la vida en la paz de los bits. Aguardando, en un futuro de clonaciones y resucitaciones por vía de la ingeniería genética, su siguiente reencarnación.


Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 5 de septiembre de 2011.