Por siglos, a los creyentes de todas las denominaciones les bastaron el fuego y la sepultura para disponer del cuerpo una vez había entregado el alma. Las grandes religiones discrepaban en algunos asuntos de forma —los islámicos prohibían la cremación; los hindúes la ordenaban; el Vaticano la miraba con recelo y la terminó aceptando a regañadientes a mediados del siglo anterior, siempre y cuando la última misa se oficiara con el cuerpo presente—, pero en general esos dos métodos agotaban los recursos para despedir al extinto de este valle de lágrimas y enviarlo a su última morada o a su próxima reencarnación.
Pero como en tantos otros ámbitos en los que el siglo XX vino a trastocar todo, el ingenio de la modernidad quiso reinventar los mecanismos del viaje final. Los adelantos de la Revolución Industrial no tardaron en ser puestos al servicio de la eliminación de los cadáveres, y de la venerable pira funeraria pasamos al horno crematorio, con justificaciones que iban, desde la higiene pública, hasta la eficiencia atroz que requirieron los nazis para erradicar con celeridad una raza entera. Más adelante algún astronauta frustado miró hacia el firmamento e imaginó la expulsión sideral del cuerpo o de sus cenizas: nació la industria del envío al espacio de despojos mortales. Unos antioqueños emprendedores ofrecían hace unos años en nuestro país estas exequias extraterrestres, no sé con qué resultados financieros. Una de las últimas propuestas fue la de la transformación en joya del difunto, cuyos tejidos son obligados, bajo enormísimas presiones, a transubstanciarse en diamante. Una proeza humana que busca quizás imitar a la divina de convertir a la carne y sangre en hostia y vino.
Además del rito religioso, es también el terror al enterramiento vivo lo que justifica tanta parafernalia para disponer tan totalmente del cuerpo. Hay que destruirlo y obliterarlo de tal forma —por acción del fuego, del viaje a la luna, de la compresión diamantina— que no quede posibilidad alguna sobre la Tierra de que la carne sufra después del paso final. De los sufrimientos del alma habrá de ocuparse ella en el más allá, pero qué en el más acá no sobreviva nada que pueda doler.
La última adición al portafolio de la aniquilación corporal es la licuefacción. Una firma británica diseñó el sistema, en el que el cuerpo es introducido en una cámara con una solución alcalina que lo desaparece en cuestión de horas, como un cardumen de pirañas.
Tiene sus beneficios el método: es rápido, permite la evacuación del cadáver directamente a las aguas servidas y su huella de carbono es mínima, lo que habrá de complacer a Greenpeace. Completa, además, para la eliminación de los cuerpos, los cuatro elementos del mundo antiguo: ya podemos partir como aire, como fuego, como tierra, y ahora, por fin, como agua. Pero como aminoácidos somos y en aminoácidos hemos de convertirnos, propongo una nueva modalidad para liberarse de nuestra armadura cárnica, una más a tono con los tiempos que corren: la descarga y almacenamiento de la información genética del finado. La secuencia de su genoma puede ser conservada en un disco duro o hasta en una práctica memoria USB, para culminar su paso por la vida en la paz de los bits. Aguardando, en un futuro de clonaciones y resucitaciones por vía de la ingeniería genética, su siguiente reencarnación.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 5 de septiembre de 2011.
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