La mayoría de las personas con las que estudié el bachillerato no viven hoy en Barranquilla. Casi todas escogieron estudiar en universidades fuera de la ciudad; y las demás poco a poco fueron migrando a vidas profesionales en otros lados. A las generaciones que vinieron antes y después de la mía no les pasó lo mismo en la misma medida, ya que fue a nosotros a quienes la crisis de finales de los 90 nos coincidió con el momento en el que entrábamos al mundo laboral.
Cuento lo anterior porque recientemente he visto algo que a los de esta “generación perdida” (como la llama un amigo, que observó que en la reunión de exalumnos que organizó el colegio hace unos años los de nuestra edad eran los menos representados) nos parecía imposible: la migración parece haberse detenido y de repente la gente quiere venir, o volver, a Barranquilla.
Lo noté por primera vez el año pasado, cuando una pareja de amigos de Bogotá me contaban que renunciaban a sus empleos en la capital y se mudaban a nuestra ciudad por razones de calidad de vida: menos estrés y contaminación, y menos horas desperdiciadas en embotellamientos de automóviles. Luego, en los últimos meses, me he sorprendido de conocer cada vez más casos de personas —sobre todo de Bogotá, pero también de Antioquia y los Santanderes— que han escogido a Barranquilla como su nueva casa.
Ese cambio de tendencia no puede ser accidental y tiene que obedecer a alguna explicación. Pero hasta ahora Barranquilla no había ofrecido ni más, ni mejores oportunidades de trabajo que otras capitales del país; otros tienen que ser los motivos que atraen a los inmigrantes. Algunos, como mis conocidos bogotanos, lo hacen porque esperan tener aquí una vida más sana. Otros prevén —con razón— que la ciudad está a punto de convertirse en el epicentro de los cambios económicos que resultarán del tratado de libre comercio con Estados Unidos y buscan, estratégicamente, conseguir un buen puesto en la mesa. Otros están hastiados de las ineficiencias de la vida en las ciudades más grandes —costos de transporte y estacionamiento, trancones, horas perdidas en desplazamientos— y han preferido sacrificar sus puestos mejor pagados, y algunas ventajas en educación y vida cultural, por una vida a escala más humana.
Cualesquiera que sean los motivos, Barranquilla está de moda, ha vuelto a ser atractiva para colombianos y extranjeros, y la ciudad —o sea, todos nosotros— tiene que reflexionar sobre el tipo de modernidad que quiere tener.
Hablamos mucho sobre nuestros problemas de infraestructura, sobre la necesidad de ampliar vías y corregir nuestros vergonzosos arroyos; y todo eso es bueno y necesario. Pero mientas seguimos discutiendo nuestras manidas carencias, el siglo XXI nos ha caído encima con procesos y oportunidades que no dan espera. Acostumbrados, como lo estamos, a quejarnos de todo en la ciudad —y, tristemente, a quejarnos en lugar de exigir cambios de nuestros gobernantes, o al menos modificar en nosotros mismos las dejadeces más flagrantes de nuestro comportamiento— nos olvidamos que, también, la ciudad tienen cosas agradables, factores que personas de afuera sí están viendo y apreciando. El reto de nuestra modernidad es el de no permitir que el vendaval de cambios que se aproxima —que serán, muchos de ellos, positivos— arrastre de paso con las características más amables de la ciudad. Como veremos, no todas son compatibles con ciertas visiones importadas del progreso, y nuestra modernidad ha de ser, si ha de valer la pena, una modernidad barranquillera.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 31 de octubre de 2011.
Bitácora sobre ciencia, tecnología y otros temas desde Barranquilla, ciudad entrópica-tropical.
lunes, 31 de octubre de 2011
lunes, 24 de octubre de 2011
Hackers entre nosotros
Escribía en este espacio hace unas semanas que los ataques informáticos serán un problema creciente en los próximos años, que la sociedad está poco preparada para enfrentarlos y los medios poco capacitados para reportarlos. Acabo de poder observar en vivo los riesgos concretos a los que nos enfrentamos, gracias a un evento al que asistí por curiosidad, ya que en la ciudad casi nunca se realizan foros serios sobre este asunto.
Se trató de HackXColombia, un evento con fines filantrópicos que tuvo lugar hace dos semanas en varias ciudades del país. En Barranquilla lo organizaron estudiantes del programa de Ingeniería de Sistemas de la Universidad Autónoma.
Luego de un homenaje a Steve Jobs, que acababa de morir tres días antes, tomaron la palabra dos expertos colombianos en seguridad informática. Uno de ellos, un hacker curtido, especialista en hardware, conocido como F4Lc0n, hizo una exposición acerca de la ética hacker, los orígenes del fenómeno y el arduo camino para obtener el estatus de hacker, un recorrido para el que no existen mapas. Independiente de si sus habilidades son usadas para el bien o el mal, el mundo del hacker es una verdadera meritocracia. Lo rige una suerte de código ético, una especie de disciplina samurái que sirve en todos los aspectos de la vida de quien la practica.
El otro expositor, el ingeniero Carlos Mario Penagos, estuvo a cargo de una charla más concreta, y más escalofriante. Penagos tiene en su hoja de vida el honor, importante dentro de la comunidad informática, de haber descubierto debilidades en sistemas operativos como Windows o en programas que corren sobre esos sistemas, huecos que pueden ser explotados para poner un computador ajeno al servicio de un atacante. Descubrir ese tipo de debilidades (conocidas como exploits, por su nombre en inglés) exige tiempo, ingenio, perseverancia y, sobre todo, un conocimiento profundo de las entrañas de la máquina. Es una labor difícil cuyo éxito depende de la mezcla de habilidad técnica con el olfato de un Sherlock Holmes.
Penagos hizo una demostración en vivo y en menos de media hora de cómo penetrar un sistema Windows XP y dejarlo enteramente en sus manos. Una vez adentro, el atacante puede hacer con él lo que quiera: robar claves e información, borrar archivos y secuestrar el equipo parar repartir correo basura o para atacar otros sistemas. Y todo eso sucede sin que el dueño se percate de nada. Penagos hizo algunas recomendaciones para estar más seguros (no descargar música o películas ilegalmente por Internet, por ejemplo, y evitar sitios de pornografía), pero al final sentenció: “Todo es vulnerable porque todo está hecho por humanos. Los programas antivirus no sirven para nada. Hay sistemas más seguros que otros, pero al final todo se puede hackear: hasta los carros. La única manera de estar seguro es desconectar el computador.”
Lo que advierte Penagos, y que ya lo hemos advertido en este espacio, es totalmente cierto. De hecho, es peor: en la actualidad los cambios tecnológicos se dan tan rápido que ningún software o producto electrónico alcanza a ser sometido a controles de calidad muy rigurosos antes de salir al mercado. En todos se encuentran maneras de penetrarlos para robar información personal, para infiltrar cuentas bancarias, para espiar al esposo o a la novia, para sembrar evidencia u obtenerla ilegalmente, o para tomar el computador o teléfono celular de una víctima desprevenida y ponerlo a trabajar para un cartel criminal o una causa vandálica. Es una realidad que la sociedad moderna se está demorando demasiado en entender.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 24 de octubre de 2011.
Se trató de HackXColombia, un evento con fines filantrópicos que tuvo lugar hace dos semanas en varias ciudades del país. En Barranquilla lo organizaron estudiantes del programa de Ingeniería de Sistemas de la Universidad Autónoma.
Luego de un homenaje a Steve Jobs, que acababa de morir tres días antes, tomaron la palabra dos expertos colombianos en seguridad informática. Uno de ellos, un hacker curtido, especialista en hardware, conocido como F4Lc0n, hizo una exposición acerca de la ética hacker, los orígenes del fenómeno y el arduo camino para obtener el estatus de hacker, un recorrido para el que no existen mapas. Independiente de si sus habilidades son usadas para el bien o el mal, el mundo del hacker es una verdadera meritocracia. Lo rige una suerte de código ético, una especie de disciplina samurái que sirve en todos los aspectos de la vida de quien la practica.
El otro expositor, el ingeniero Carlos Mario Penagos, estuvo a cargo de una charla más concreta, y más escalofriante. Penagos tiene en su hoja de vida el honor, importante dentro de la comunidad informática, de haber descubierto debilidades en sistemas operativos como Windows o en programas que corren sobre esos sistemas, huecos que pueden ser explotados para poner un computador ajeno al servicio de un atacante. Descubrir ese tipo de debilidades (conocidas como exploits, por su nombre en inglés) exige tiempo, ingenio, perseverancia y, sobre todo, un conocimiento profundo de las entrañas de la máquina. Es una labor difícil cuyo éxito depende de la mezcla de habilidad técnica con el olfato de un Sherlock Holmes.
Penagos hizo una demostración en vivo y en menos de media hora de cómo penetrar un sistema Windows XP y dejarlo enteramente en sus manos. Una vez adentro, el atacante puede hacer con él lo que quiera: robar claves e información, borrar archivos y secuestrar el equipo parar repartir correo basura o para atacar otros sistemas. Y todo eso sucede sin que el dueño se percate de nada. Penagos hizo algunas recomendaciones para estar más seguros (no descargar música o películas ilegalmente por Internet, por ejemplo, y evitar sitios de pornografía), pero al final sentenció: “Todo es vulnerable porque todo está hecho por humanos. Los programas antivirus no sirven para nada. Hay sistemas más seguros que otros, pero al final todo se puede hackear: hasta los carros. La única manera de estar seguro es desconectar el computador.”
Lo que advierte Penagos, y que ya lo hemos advertido en este espacio, es totalmente cierto. De hecho, es peor: en la actualidad los cambios tecnológicos se dan tan rápido que ningún software o producto electrónico alcanza a ser sometido a controles de calidad muy rigurosos antes de salir al mercado. En todos se encuentran maneras de penetrarlos para robar información personal, para infiltrar cuentas bancarias, para espiar al esposo o a la novia, para sembrar evidencia u obtenerla ilegalmente, o para tomar el computador o teléfono celular de una víctima desprevenida y ponerlo a trabajar para un cartel criminal o una causa vandálica. Es una realidad que la sociedad moderna se está demorando demasiado en entender.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 24 de octubre de 2011.
martes, 18 de octubre de 2011
Una línea que debe ser trazada por la ciencia
El debate sobre el aborto en Colombia, que revivió la semana pasada por cuenta de la intención de algunos senadores de volver a prohibirlo, se está dando alrededor de las circunstancias del embarazo: si la madre fue violada, si su vida está en riesgo, etc. Esto es entendible, pero desafortunado. Para los defensores de la libertad de abortar, la justificación de acuerdo con las circunstancias de la concepción es la fruta bajita, el logro más alcanzable en lo que es un tema muy complejo. Para los opositores es un punto en el que tal vez puedan transigir por razones humanitarias. Pero en ambos casos se trata de una manera de evadir el debate real. Ni la mayoría de los embarazos interrumpidos son producto de violaciones, ni se enfrenta la cuestión de fondo: ¿a partir de qué momento debe el Estado defender la vida del feto?
El otro problema con los argumentos basados en circunstancias es que para discutir el asunto se invoca más la intencionalidad del embarazo —si fue deseado o no— que realidades biológicas que apliquen con más generalidad a todos los embarazos.
Hasta los más acérrimos defensores de la libertad de abortar deben aceptar que llega un momento en el que el organismo que crece dentro del vientre de la madre ya tiene sistema nervioso, habilidades cognitivas superiores y hasta las emociones de un ser humano desarrollado. Se trata ya de un individuo con un comienzo de personalidad, independiente de la madre, cuya eliminación constituiría un asesinato y que por lo tanto el Estado debe proteger.
Por el otro lado, hasta los prohibicionistas más intransigentes tendrán que aceptar que no hay nada en la ciencia que justifique imbuir de características humanas, ni de los derechos que le corresponden a un ciudadano, al puñado de células que se organizan luego de la concepción. Como esas células no sienten, ni piensan, ni actúan sino por división celular automática, solo una perspectiva religiosa, que vea un alma en el óvulo fecundado, puede atribuirles el estatus especial de vida “sagrada”. Pero como las razones religiosas no tienen cabida en un estado laico, las cortes no pueden adoptar esa posición. No es valido tampoco el argumento de la crueldad hacia el embrión. A diario, y sin que nos asalten mayores remordimientos, matamos miles de cerdos, reses, peces y aves: organismos, esos sí, con un sistema nervioso desarrollado y con capacidad real de sentir pavor y dolor. Solo una visión religiosa y antropocéntrica del universo puede hallar más vida en el cigoto que en un animal adulto.
Entre esos dos extremos, entonces, existe un territorio gris, un no-man’s land que la sociedad debe explorar para trazar la raya antes de la cual la mujer decide qué hacer con su cuerpo —e interrumpir el embarazo, si lo desea—; y después de la cual el Estado protege al nuevo ser como a cualquier otro ciudadano. (Aunque dada la labor que el estado colombiano ha hecho de protegernos la vida, proteger al feto “como a cualquier otro ciudadano” quizás sea una maldición.)
Esa línea debe ser trazada sin invocar argumentos relativos a la circunstancia de la concepción o la intencionalidad del embarazo. El proceso será sin duda polémico y estará sembrado de innumerables batallas jurídicas y científicas. Concluirlo será la labor de cortes, juristas, médicos, biólogos, representantes de cada bando, y de años de debate, pero la sociedad tiene la obligación de mirar de frente el tema y tomar una posición clara frente a él, permitiendo que la mano que dibuje la línea sea guiada por la ciencia, no por el feminismo, la religión o la política. No hacerlo es cerrarle las puertas a avances importantes como la fertilización in vitro o el uso con fines médicos de células madre; y condenar a las mujeres colombianas a un estado premoderno de ser paridoras antes que personas.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de octubre de 2011.
El otro problema con los argumentos basados en circunstancias es que para discutir el asunto se invoca más la intencionalidad del embarazo —si fue deseado o no— que realidades biológicas que apliquen con más generalidad a todos los embarazos.
Hasta los más acérrimos defensores de la libertad de abortar deben aceptar que llega un momento en el que el organismo que crece dentro del vientre de la madre ya tiene sistema nervioso, habilidades cognitivas superiores y hasta las emociones de un ser humano desarrollado. Se trata ya de un individuo con un comienzo de personalidad, independiente de la madre, cuya eliminación constituiría un asesinato y que por lo tanto el Estado debe proteger.
Por el otro lado, hasta los prohibicionistas más intransigentes tendrán que aceptar que no hay nada en la ciencia que justifique imbuir de características humanas, ni de los derechos que le corresponden a un ciudadano, al puñado de células que se organizan luego de la concepción. Como esas células no sienten, ni piensan, ni actúan sino por división celular automática, solo una perspectiva religiosa, que vea un alma en el óvulo fecundado, puede atribuirles el estatus especial de vida “sagrada”. Pero como las razones religiosas no tienen cabida en un estado laico, las cortes no pueden adoptar esa posición. No es valido tampoco el argumento de la crueldad hacia el embrión. A diario, y sin que nos asalten mayores remordimientos, matamos miles de cerdos, reses, peces y aves: organismos, esos sí, con un sistema nervioso desarrollado y con capacidad real de sentir pavor y dolor. Solo una visión religiosa y antropocéntrica del universo puede hallar más vida en el cigoto que en un animal adulto.
Entre esos dos extremos, entonces, existe un territorio gris, un no-man’s land que la sociedad debe explorar para trazar la raya antes de la cual la mujer decide qué hacer con su cuerpo —e interrumpir el embarazo, si lo desea—; y después de la cual el Estado protege al nuevo ser como a cualquier otro ciudadano. (Aunque dada la labor que el estado colombiano ha hecho de protegernos la vida, proteger al feto “como a cualquier otro ciudadano” quizás sea una maldición.)
Esa línea debe ser trazada sin invocar argumentos relativos a la circunstancia de la concepción o la intencionalidad del embarazo. El proceso será sin duda polémico y estará sembrado de innumerables batallas jurídicas y científicas. Concluirlo será la labor de cortes, juristas, médicos, biólogos, representantes de cada bando, y de años de debate, pero la sociedad tiene la obligación de mirar de frente el tema y tomar una posición clara frente a él, permitiendo que la mano que dibuje la línea sea guiada por la ciencia, no por el feminismo, la religión o la política. No hacerlo es cerrarle las puertas a avances importantes como la fertilización in vitro o el uso con fines médicos de células madre; y condenar a las mujeres colombianas a un estado premoderno de ser paridoras antes que personas.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 18 de octubre de 2011.
lunes, 3 de octubre de 2011
Paradojas de la tecnología bancaria
Hay que ver el lío que se ha formado en los Estados Unidos a raíz de la decisión de Bank of America, el banco más grande de ese país, de empezar a cobrar 5 dólares mensuales por el uso de las tarjetas débito. Para el ahorrador norteamericano la gratuidad de ciertos productos bancarios como las chequeras, y los pagos y retiros con tarjeta débito, es casi un derecho fundamental. En Colombia, en cambio, los bancos desde siempre nos cobran por los servicios más básicos sin que los clientes hayamos reaccionado con la indignación que esos abusos nos deberían producir.
El retiro de efectivo de un cajero electrónico, por ejemplo, es gratis en algunos bancos (según el tipo de cliente y de cuenta), pero es más común que cueste alrededor de 1.000 pesos. Cuando el retiro es en un cajero de otra entidad, puede costar más de 7.000. Como cada banco pone límites al monto que se puede retirar en cada transacción —de 200.000 a 400.000—, eso quiere decir que en algunos casos el cliente está pagando una tasa del 2% al 3% por el uso de su propio dinero.
Ya conozco la respuesta: es un libre mercado; si no le gusta cámbiese de banco. Pero primero que todo, el mercado no parece ser tan libre; parece más bien que existiera colusión entre los agentes para mantener altas las tarifas. Y, segundo, la mayoría de los usuarios no pueden cambiarse con facilidad. Un empleado usualmente depende del banco en el que su empresa le consigna su salario, y por lo tanto no tiene otra salida que la de dejarle un porcentaje de sus ingresos todos los meses.
La Asobancaria suele argumentar que los bancos están obligados a cobrar esas tarifas para recuperar lo invertido en la red de cajeros del país. Pero esa razón es poco convincente. La banca electrónica, ya sea por cajeros o por Internet, no le aumenta costos a los bancos, sino que se los reduce. De no ser por los cajeros automáticos tendrían que tener más oficinas, pagar más arriendos, más gerentes y secretarias, más cajeros y cajeras, más servicios públicos, etc. Si un cajero automático realiza 100 transacciones, son 100 personas menos que atender por ventanilla.
Otra razón por la que el argumento de la inversión tecnológica resulta falaz es que no se explica entonces por qué se sigue cobrando anacrónicamente por algunas cosas que la tecnología hace rato hizo obsoletas. Mi preferida es el cobro por consignación en “otras plazas”, que tiene un costo de 15.000 o 20.000 pesos según la entidad, como si todas las cuentas bancarias no fueran nacionales y como si hubiera algún movimiento real de dinero —y no de números en un pantalla— que justificara tal costo. ¿No que se había hecho una gran inversión en tecnología? Esa inversión debería llevar a que el costo de consignar dinero en Bogotá para una cuenta en Barranquilla fuera cero. Como clientes no podemos aceptar que se presuma de una gran infraestructura tecnológica al tiempo que nos cobran como si las cuentas bancarias aún se conciliaran con movimientos físicos de dinero a mula, como en la colonia.
El gobierno y los bancos insisten en la importancia para el desarrollo de la nación de la “bancarización” de la población. Pero los mayores obstáculos a esa penetración de los servicios bancarios, sobre todo para la población más pobre, los imponen ellos mismos. El primero con medidas toscas como el 4 por mil, que arrebata una tajada de cada transacción y penaliza el uso del sistema financiero. Los segundos por lucrarse, no de prestar dinero al interés como les corresponde, sino de la indiferencia de una clientela que aún no ha despertado a los abusos que se cometen con ella.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 3 de octubre de 2011.
El retiro de efectivo de un cajero electrónico, por ejemplo, es gratis en algunos bancos (según el tipo de cliente y de cuenta), pero es más común que cueste alrededor de 1.000 pesos. Cuando el retiro es en un cajero de otra entidad, puede costar más de 7.000. Como cada banco pone límites al monto que se puede retirar en cada transacción —de 200.000 a 400.000—, eso quiere decir que en algunos casos el cliente está pagando una tasa del 2% al 3% por el uso de su propio dinero.
Ya conozco la respuesta: es un libre mercado; si no le gusta cámbiese de banco. Pero primero que todo, el mercado no parece ser tan libre; parece más bien que existiera colusión entre los agentes para mantener altas las tarifas. Y, segundo, la mayoría de los usuarios no pueden cambiarse con facilidad. Un empleado usualmente depende del banco en el que su empresa le consigna su salario, y por lo tanto no tiene otra salida que la de dejarle un porcentaje de sus ingresos todos los meses.
La Asobancaria suele argumentar que los bancos están obligados a cobrar esas tarifas para recuperar lo invertido en la red de cajeros del país. Pero esa razón es poco convincente. La banca electrónica, ya sea por cajeros o por Internet, no le aumenta costos a los bancos, sino que se los reduce. De no ser por los cajeros automáticos tendrían que tener más oficinas, pagar más arriendos, más gerentes y secretarias, más cajeros y cajeras, más servicios públicos, etc. Si un cajero automático realiza 100 transacciones, son 100 personas menos que atender por ventanilla.
Otra razón por la que el argumento de la inversión tecnológica resulta falaz es que no se explica entonces por qué se sigue cobrando anacrónicamente por algunas cosas que la tecnología hace rato hizo obsoletas. Mi preferida es el cobro por consignación en “otras plazas”, que tiene un costo de 15.000 o 20.000 pesos según la entidad, como si todas las cuentas bancarias no fueran nacionales y como si hubiera algún movimiento real de dinero —y no de números en un pantalla— que justificara tal costo. ¿No que se había hecho una gran inversión en tecnología? Esa inversión debería llevar a que el costo de consignar dinero en Bogotá para una cuenta en Barranquilla fuera cero. Como clientes no podemos aceptar que se presuma de una gran infraestructura tecnológica al tiempo que nos cobran como si las cuentas bancarias aún se conciliaran con movimientos físicos de dinero a mula, como en la colonia.
El gobierno y los bancos insisten en la importancia para el desarrollo de la nación de la “bancarización” de la población. Pero los mayores obstáculos a esa penetración de los servicios bancarios, sobre todo para la población más pobre, los imponen ellos mismos. El primero con medidas toscas como el 4 por mil, que arrebata una tajada de cada transacción y penaliza el uso del sistema financiero. Los segundos por lucrarse, no de prestar dinero al interés como les corresponde, sino de la indiferencia de una clientela que aún no ha despertado a los abusos que se cometen con ella.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 3 de octubre de 2011.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)