Hemos recorrido hasta ahora el 1% del nuevo milenio y está claro que algunas de las visiones más optimistas que el siglo actual le inspiró al siglo pasado aún están lejos de realizarse. El fin de la pobreza, la paz en la Tierra, las curas del sida y del cáncer no estaban a la vuelta del milenio, como pensábamos. Como tampoco parece estarlo la solución a ese otro problema, el cambio climático, que nació de la sociedad industrial y que se afianza como la crisis central de nuestro tiempo.
Hace dos años se reunieron los líderes del mundo en Copenhague a diseñar un plan global para mitigar las consecuencias de los cambios en el clima. Si bien todavía existe escepticismo acerca de si esos cambios son o no “antropogénicos” —es decir, causados por las actividades de la especie humana—, de lo que ya no parece haber duda es de que el planeta está en un ciclo de calentamiento. El incremento ha sido de menos de un grado en los últimos cien años, pero esa alteración basta para trastocar el equilibrio de todos los ecosistemas planetarios. De no hacer nada, se espera que durante este siglo las temperaturas sigan subiendo, entre 2 y 4 grados más. Un acuerdo que permitiera contener el incremento por debajo de los 2 grados era lo que se buscaba en Dinamarca.
Copenhague fue un rotundo fracaso. No solo fue imposible lograr un consenso en políticas ambientales entre los países ricos y los países en desarrollo, el tímido documento que resultó de dos semanas de deliberaciones ni fue aceptado por todos los países, ni tampoco tiene fuerza de ley.
Un hacker anónimo contribuyó al desastre. Unos días antes de la cumbre, alguien filtró un archivo cifrado con miles de correos electrónicos robados de un servidor de la Universidad de Anglia del Este, una institución del Reino Unido que alberga una de la unidades de investigación climatológica más prestigiosas del mundo. La unidad defiende la explicación antropogénica del calentamiento global.
Los correos buscaban desacreditar a los investigadores de tres maneras. Primero, revelaban un alto grado de desacuerdo entre los más importantes expertos mundiales en climatología. Segundo, sugerían la existencia de un proyecto organizado para acallar voces que disentían de la hipótesis de que el calentamiento es causado por el hombre. Por último, demostraban que, en algunos casos, hubo ocultamiento y hasta alteraciones de datos cuando estos chocaban con la explicación antropogénica.
El daño que hizo el “climate-gate” fue enorme. Algunos políticos, más que todo en EEUU, han llegado incluso a usar los correos para sustentar el retiro del apoyo estatal a investigaciones sobre el cambio climático.
La semana pasada, el mismo hacker, que permanece anónimo, reveló otro grupo de correos, buscando sumarle desprestigio a las mismas instituciones y personas que fueron atacadas la primera vez.
El momento de la nueva filtración es estratégico. Hoy arranca en Durban, Sudáfrica, la siguiente ronda de negociaciones en esta barca ebria que ha sido hasta ahora la lucha por la reducción de emisiones. No solo los correos filtrados y la terquedad de las naciones sabotearán la cumbre. La crisis financiera global y la sombra que se cierne sobre la moneda única europea han hecho que la atención del mundo esté por estos días en otro lado. De nuevo, el fracaso está garantizado. Puesto que no parece que la humanidad posea la habilidad de encontrar un consenso alrededor de la crisis, tal vez lo más sensato sea desde ya aprender a convivir con el calentamiento, como lo hacemos con el cáncer, el sida, la guerra y la miseria.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 28 de noviembre de 2011.
Bitácora sobre ciencia, tecnología y otros temas desde Barranquilla, ciudad entrópica-tropical.
lunes, 28 de noviembre de 2011
lunes, 21 de noviembre de 2011
Los pies sobre la tierra
Es tal la confianza de nuestra era en la tecnología, que nos parece corriente que ésta invada espacios a los que no tendría por qué ser invitada: espacios como el sexo, la alimentación, y hasta la locomoción humana. La tecnología aplicada al movimiento siempre me ha intrigado. ¿Qué puede haber que sea más natural —y menos artificioso— que correr y caminar? Sin embargo los corredores y atletas de hoy cuentan, para forrarse los pies, con un catálogo de opciones de ciencia ficción. Burbujas de aire comprimido debajo del talón; capas de polímeros de última generación para disipar impactos; pieles sintéticas que aíslan de la temperatura y evaporan la transpiración; textiles impregnados de cobre que se auto-esterilizan contra las bacterias; y hasta unos Adidas con microchip hay en el mercado, que ajustan la amortiguación de las zapatillas a las condiciones del terreno y el ritmo del corredor.
Lo curioso, afirma Daniel Lieberman, un profesor de biología evolutiva de Harvard que ha dedicado su carrera a investigar el tema, es que, después de varias décadas de adelantos asombrosos en tecnología para los pies, no hay evidencia alguna de que ésta haya hecho algo para reducir las lesiones y las molestias que aquejan a los corredores. Algunos estudios indican que, por el contrario, pueden estarse empeorando.
Una nueva teoría acerca del movimiento humano se está abriendo paso, que afirma que hay que volver a correr como lo hacían nuestros ancestros en las sabanas de África, y como lo hacen hoy aún los maratonistas kenianos y etíopes: descalzos. El pie —explica Lieberman— es en si un sistema dinámico de amortiguación de impacto que se ajusta a cualquier terreno y a cualquier movimiento, y que protege los tobillos y las rodillas mucho mejor que cualquier zapato “inteligente”. Es parte de un sistema de retroalimentación complejísimo que evolucionó durante millones de años para proteger al cuerpo de los golpes de la marcha.
Pero por andar calzados durante tantos siglos, nuestro cuerpo ha olvidado cómo caminar y cómo correr. Correr con zapatillas deportivas, aún las más suaves y sofisticadas es, según estos investigadores, tan dañino como para las mujeres usar zapatos de tacón alto. O como tener la pierna dentro de un yeso, que nos protege del mundo exterior mientras por dentro se debilitan músculos indispensables para que el cuerpo haga bien una de sus funciones básicas.
“Nacidos para correr”, se titula un best-seller que se ha publicado sobre esto, y que defiende esa tesis con evidencia evolutiva del pasado, pero también de la actualidad, pues aún quedan en el mundo tribus cuyos miembros, algunos de más de 80 años, llegan a correr 100 km en un día, sin lesionarse y sin zapatos modernos. Para el resto de nosotros, la civilización tiene su precio, y nos ha atrofiado esa facultad al punto que hoy tendríamos que reeducarnos para volver a movernos de forma correcta. Un caso más en el que la tecnología de la evolución supera por mucho los mejores propósitos de la industria humana.
Por mi parte, no creo que de la noche a la mañana comience a andar descalzo por ahí, pero sí he vuelto a poner —literalmente— los pies sobre la tierra. Un caudal de información sensorial sube desde el suelo hasta el cerebro a través de la planta de los pies: una de las zonas de nuestro cuerpo que, como las manos y los genitales, contiene más densidad de terminaciones nerviosas. Por algo la evolución las puso allí.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 21 de noviembre de 2011.
Lo curioso, afirma Daniel Lieberman, un profesor de biología evolutiva de Harvard que ha dedicado su carrera a investigar el tema, es que, después de varias décadas de adelantos asombrosos en tecnología para los pies, no hay evidencia alguna de que ésta haya hecho algo para reducir las lesiones y las molestias que aquejan a los corredores. Algunos estudios indican que, por el contrario, pueden estarse empeorando.
Una nueva teoría acerca del movimiento humano se está abriendo paso, que afirma que hay que volver a correr como lo hacían nuestros ancestros en las sabanas de África, y como lo hacen hoy aún los maratonistas kenianos y etíopes: descalzos. El pie —explica Lieberman— es en si un sistema dinámico de amortiguación de impacto que se ajusta a cualquier terreno y a cualquier movimiento, y que protege los tobillos y las rodillas mucho mejor que cualquier zapato “inteligente”. Es parte de un sistema de retroalimentación complejísimo que evolucionó durante millones de años para proteger al cuerpo de los golpes de la marcha.
Pero por andar calzados durante tantos siglos, nuestro cuerpo ha olvidado cómo caminar y cómo correr. Correr con zapatillas deportivas, aún las más suaves y sofisticadas es, según estos investigadores, tan dañino como para las mujeres usar zapatos de tacón alto. O como tener la pierna dentro de un yeso, que nos protege del mundo exterior mientras por dentro se debilitan músculos indispensables para que el cuerpo haga bien una de sus funciones básicas.
“Nacidos para correr”, se titula un best-seller que se ha publicado sobre esto, y que defiende esa tesis con evidencia evolutiva del pasado, pero también de la actualidad, pues aún quedan en el mundo tribus cuyos miembros, algunos de más de 80 años, llegan a correr 100 km en un día, sin lesionarse y sin zapatos modernos. Para el resto de nosotros, la civilización tiene su precio, y nos ha atrofiado esa facultad al punto que hoy tendríamos que reeducarnos para volver a movernos de forma correcta. Un caso más en el que la tecnología de la evolución supera por mucho los mejores propósitos de la industria humana.
Por mi parte, no creo que de la noche a la mañana comience a andar descalzo por ahí, pero sí he vuelto a poner —literalmente— los pies sobre la tierra. Un caudal de información sensorial sube desde el suelo hasta el cerebro a través de la planta de los pies: una de las zonas de nuestro cuerpo que, como las manos y los genitales, contiene más densidad de terminaciones nerviosas. Por algo la evolución las puso allí.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 21 de noviembre de 2011.
martes, 15 de noviembre de 2011
La detección de los tigres
Pensar —ese cálculo laborioso con el que resolvemos ecuaciones o buscamos la solución a problemas complejos— es, para la mayoría de nosotros, endiabladamente difícil. Pensar hace que nuestro cerebro consuma glucosa, que las pupilas se dilaten y hasta que se acelere el ritmo cardíaco. Por eso, y a pesar de que los filósofos desde hace siglos nos vienen diciendo que es la razón lo que nos separa del animal, los humanos usamos poco el raciocinio y nos apoyamos casi siempre en ese sistema de emitir juicios y decisiones que llamamos “intuición”.
Llegó a mis manos esta semana uno de los libros más esperados de 2011, Thinking, Fast And Slow (“Pensamiento, Veloz y Lento”, aún sin título oficial en español), de Daniel Kahneman, que resume cuarenta años de investigaciones sobre este tema por parte de uno de los principales pensadores de nuestro tiempo. Kahneman es sicólogo, y a pesar de nunca haber estudiado economía, recibió en 2002 el Premio Nobel de Economía por su contribución a explicar cómo las personas tomamos decisiones frente al riesgo.
El libro del profesor Kahneman es un compendio de malas noticias para el ego humano. Divide el pensamiento en dos sistemas. El primero, al que podríamos llamar “intuición”, es veloz, toma decisiones automáticamente y su uso no supone ningún esfuerzo. El segundo, la “razón”, es lento, perezoso, profundo y laborioso; nos ayuda a solucionar cuestiones difíciles, pero exige un esfuerzo de concentración grande y por eso tendemos a usarlo lo menos posible. Una conclusión es que no somos tan racionales como pensamos. La otra, más grave, es que el módulo mental que toma la mayoría de nuestras decisiones y emite la mayor parte de juicios acerca de nuestro entorno es altamente susceptible a equivocarse, a dejarse engañar por ilusiones de todo tipo, y a sacar conclusiones apresuradamente y con base en información incompleta.
La explicación de todo esto está en la evolución. El módulo intuitivo de nuestro cerebro evolucionó para alertarnos sobre peligros inmediatos y permitirnos ponernos a salvo. Es muy hábil para reconocer patrones en la naturaleza, incluso donde nada hay, y por lo tanto muy dado a falsos positivos: esa sombra que se movió justo a nuestra derecha puede ser, o no, un tigre acechándonos, pero es mejor echar a correr primero y constatar después.
Ese sistema de pensamiento automático con el tiempo nos ha servido para mucho más. Es lo que permite conducir un automóvil mientras se sostiene una conversación con el pasajero de al lado, por ejemplo. Y en algunas personas está tan desarrollado que un maestro de ajedrez puede ojear una partida en curso y decir, sin pensar: “Mate en tres”.
Pero por su misma rapidez y automatismo es un sistema dado a frecuentes equivocaciones, y de ahí que debamos desconfiar de la intuición humana en muchos casos. ¿Debo casarme con mi pareja actual?; ¿Debo invertir en acciones de esta compañía?; ¿Por qué candidato debo votar?, son asuntos en los que el sistema intuitivo se entromete sin que siquiera nos demos cuenta. Nos hace tomar decisiones importantes para nuestra vida usando lo que en el fondo solo pretendía ser un sistema muy avanzado de reconocimiento de patrones para salvarnos el pellejo en situaciones de peligro. Desde fallas en el funcionamiento de los mercados y en el funcionamiento de la sociedad, hasta fallas en nuestras propias vidas —dice Kahneman—, pueden ser explicadas por nuestro exceso de confianza en ese módulo de detección de tigres que llamamos intuición.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 15 de noviembre de 2011.
Llegó a mis manos esta semana uno de los libros más esperados de 2011, Thinking, Fast And Slow (“Pensamiento, Veloz y Lento”, aún sin título oficial en español), de Daniel Kahneman, que resume cuarenta años de investigaciones sobre este tema por parte de uno de los principales pensadores de nuestro tiempo. Kahneman es sicólogo, y a pesar de nunca haber estudiado economía, recibió en 2002 el Premio Nobel de Economía por su contribución a explicar cómo las personas tomamos decisiones frente al riesgo.
El libro del profesor Kahneman es un compendio de malas noticias para el ego humano. Divide el pensamiento en dos sistemas. El primero, al que podríamos llamar “intuición”, es veloz, toma decisiones automáticamente y su uso no supone ningún esfuerzo. El segundo, la “razón”, es lento, perezoso, profundo y laborioso; nos ayuda a solucionar cuestiones difíciles, pero exige un esfuerzo de concentración grande y por eso tendemos a usarlo lo menos posible. Una conclusión es que no somos tan racionales como pensamos. La otra, más grave, es que el módulo mental que toma la mayoría de nuestras decisiones y emite la mayor parte de juicios acerca de nuestro entorno es altamente susceptible a equivocarse, a dejarse engañar por ilusiones de todo tipo, y a sacar conclusiones apresuradamente y con base en información incompleta.
La explicación de todo esto está en la evolución. El módulo intuitivo de nuestro cerebro evolucionó para alertarnos sobre peligros inmediatos y permitirnos ponernos a salvo. Es muy hábil para reconocer patrones en la naturaleza, incluso donde nada hay, y por lo tanto muy dado a falsos positivos: esa sombra que se movió justo a nuestra derecha puede ser, o no, un tigre acechándonos, pero es mejor echar a correr primero y constatar después.
Ese sistema de pensamiento automático con el tiempo nos ha servido para mucho más. Es lo que permite conducir un automóvil mientras se sostiene una conversación con el pasajero de al lado, por ejemplo. Y en algunas personas está tan desarrollado que un maestro de ajedrez puede ojear una partida en curso y decir, sin pensar: “Mate en tres”.
Pero por su misma rapidez y automatismo es un sistema dado a frecuentes equivocaciones, y de ahí que debamos desconfiar de la intuición humana en muchos casos. ¿Debo casarme con mi pareja actual?; ¿Debo invertir en acciones de esta compañía?; ¿Por qué candidato debo votar?, son asuntos en los que el sistema intuitivo se entromete sin que siquiera nos demos cuenta. Nos hace tomar decisiones importantes para nuestra vida usando lo que en el fondo solo pretendía ser un sistema muy avanzado de reconocimiento de patrones para salvarnos el pellejo en situaciones de peligro. Desde fallas en el funcionamiento de los mercados y en el funcionamiento de la sociedad, hasta fallas en nuestras propias vidas —dice Kahneman—, pueden ser explicadas por nuestro exceso de confianza en ese módulo de detección de tigres que llamamos intuición.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 15 de noviembre de 2011.
martes, 8 de noviembre de 2011
Una modernidad barranquillera (segunda parte)
Decía en este espacio la semana pasada, en la primera parte de este texto, que a pesar de nuestra visión con frecuencia pesimista de la ciudad, Barranquilla está llena de atributos buenos que merecen ser preservados. No podemos sacrificar todo en el altar del cambio y la transformación. Existen valores, algunos intangibles como nuestro patrimonio cultural, pero otros que se pueden tasar y medir en términos de calidad de vida, que debemos reconocer y proteger para no alterar para siempre y para mal el alma de la ciudad.
Barranquilla, por su puerto, por su ubicación frente al Caribe, por su apertura a inmigrantes de todas partes del mundo, es, más aún que otras ciudades, una comunidad que se forma de las influencias que nos llegan de todos lados, tanto las buenas como las malas. Nuestra gastronomía, por ejemplo, se enriqueció de las delicias árabes de nuestros ancestros; y hoy se empobrece con los productos de mala nutrición y peor sabor que nos importan las cadenas norteamericanas.
La ciudad no cuenta con plazas públicas que cumplan de verdad la función de ser sus “centros”, por los cuales pasen sus habitantes y crucen miradas a través de diferencias de estrato, pensamiento, vestido, e ideología. Esos espacios fueron usurpados —malignamente, me parece— por los centros comerciales. De la misma manera, tampoco estamos cuidando el centro, no geográfico, sino espiritual, de la ciudad. Por eso somos, de más de una manera, una ciudad sin centro. Una ciudad ex-céntrica.
Y por tanto, a pesar de sus ventajas y su belleza, una ciudad con un cierto complejo de inferioridad que la hace vulnerable a modas, charlatanes y “expertos” de acuñación local o extranjera.
¿De verdad necesitamos para sentirnos modernos y prósperos, por ejemplo, autopistas de ocho carriles atravesando la ciudad? ¿Una ciudad diseñada más para automóviles que para personas? Una parte de la comunidad, que siempre ha vivido con un pie en Miami y otro en Barranquilla, parece creer que la modernidad radica en parecernos a urbes que el tiempo va demostrando que cada vez son más agresivas para sus habitantes. Cambios de ese estilo, que se acomodan a lo que nuestro complejo de inferioridad nos indica que debe ser una ciudad, transformarían a Barranquilla en una urbe muy diferente y menos agradable que la que está atrayendo a tanta gente por estos días.
No se trata de ir en contra del progreso, sino de conservar el estilo de ciudad que ha hecho de Barranquilla una solución de calidad de vida para muchas personas que la prefieren a la congestión, la contaminación y el ajetreo de nuestras demás capitales. Somos un pueblo que estuvo en estado de coma por un número alarmante de décadas y que ahora se despierta en pleno siglo XXI, con una infraestructura en su senectud y enfrentada a un aluvión de cambios y desafíos que no dan espera. En la prisa por transformarnos corremos el riesgo de dejar olvidada el alma amable y agradable de esta ciudad. En los largos años de nuestro letargo, precisamente porque no se exigió mucho de ella, esa alma pudo dormir tranquila, sin riesgo de ser suplantada durante el sueño por otra que no nos pertenecía. Ahora que estamos —por fin— entrando en un nuevo siglo de apertura y de cambios, en un círculo virtuoso que nos parecía inalcanzable, es cuando más tenemos que defenderla y encontrar la fortaleza que nos permita encarar el vendaval de la modernidad y decirnos: “Estas son las cosas que queremos salvar; las que vamos a amarrar para que no se las lleve el viento”.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de noviembre de 2011.
Barranquilla, por su puerto, por su ubicación frente al Caribe, por su apertura a inmigrantes de todas partes del mundo, es, más aún que otras ciudades, una comunidad que se forma de las influencias que nos llegan de todos lados, tanto las buenas como las malas. Nuestra gastronomía, por ejemplo, se enriqueció de las delicias árabes de nuestros ancestros; y hoy se empobrece con los productos de mala nutrición y peor sabor que nos importan las cadenas norteamericanas.
La ciudad no cuenta con plazas públicas que cumplan de verdad la función de ser sus “centros”, por los cuales pasen sus habitantes y crucen miradas a través de diferencias de estrato, pensamiento, vestido, e ideología. Esos espacios fueron usurpados —malignamente, me parece— por los centros comerciales. De la misma manera, tampoco estamos cuidando el centro, no geográfico, sino espiritual, de la ciudad. Por eso somos, de más de una manera, una ciudad sin centro. Una ciudad ex-céntrica.
Y por tanto, a pesar de sus ventajas y su belleza, una ciudad con un cierto complejo de inferioridad que la hace vulnerable a modas, charlatanes y “expertos” de acuñación local o extranjera.
¿De verdad necesitamos para sentirnos modernos y prósperos, por ejemplo, autopistas de ocho carriles atravesando la ciudad? ¿Una ciudad diseñada más para automóviles que para personas? Una parte de la comunidad, que siempre ha vivido con un pie en Miami y otro en Barranquilla, parece creer que la modernidad radica en parecernos a urbes que el tiempo va demostrando que cada vez son más agresivas para sus habitantes. Cambios de ese estilo, que se acomodan a lo que nuestro complejo de inferioridad nos indica que debe ser una ciudad, transformarían a Barranquilla en una urbe muy diferente y menos agradable que la que está atrayendo a tanta gente por estos días.
No se trata de ir en contra del progreso, sino de conservar el estilo de ciudad que ha hecho de Barranquilla una solución de calidad de vida para muchas personas que la prefieren a la congestión, la contaminación y el ajetreo de nuestras demás capitales. Somos un pueblo que estuvo en estado de coma por un número alarmante de décadas y que ahora se despierta en pleno siglo XXI, con una infraestructura en su senectud y enfrentada a un aluvión de cambios y desafíos que no dan espera. En la prisa por transformarnos corremos el riesgo de dejar olvidada el alma amable y agradable de esta ciudad. En los largos años de nuestro letargo, precisamente porque no se exigió mucho de ella, esa alma pudo dormir tranquila, sin riesgo de ser suplantada durante el sueño por otra que no nos pertenecía. Ahora que estamos —por fin— entrando en un nuevo siglo de apertura y de cambios, en un círculo virtuoso que nos parecía inalcanzable, es cuando más tenemos que defenderla y encontrar la fortaleza que nos permita encarar el vendaval de la modernidad y decirnos: “Estas son las cosas que queremos salvar; las que vamos a amarrar para que no se las lleve el viento”.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 8 de noviembre de 2011.
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