En las azoteas de algunos edificios del norte de Barranquilla se oxidan desde hace años las antiguas antenas parabólicas. Versiones hipertrofiadas de las actuales antenas de televisión satelital, fueron el primer intento que hizo la sociedad —en aquel caso la alta sociedad— para escapar de la tiranía del tedio de los dos únicos canales de televisión, el 11 y el 13, con que se disponía en esos días. Esos radio observatorios caseros, de varios metros de diámetro, que daban a los edificios que coronaban o a las casas que los ostentaban (pues eran también un símbolo de estatus, o al menos de dinero) una apariencia de base militar, fueron una de las primeras formas de piratería contemporánea. Muchas casas, además del plato parabólico en el jardín, contaban con el sofisticado descrambler para recomponer las señales que los gringos cifraban para evitar que se las robaran en países tercermundistas.
Los que no contábamos con los medios para obtener nuestra televisión desde el espacio exterior, contábamos al menos con la venerable tienda de alquiler de películas para rellenar las carencias de la TV nacional. Eran tan indispensable a la vida del barrio como la panadería, la tienda o la peluquería. En la década de los 90 casi todas perecieron ante el doble asalto de Blockbuster —cadena norteamericana que se declaró en bancarrota el año pasado— y de la competencia con el DVD pirata y, luego, la descarga por Internet.
Mientras tanto, no tardábamos en civilizarnos y pasar de la elitista parabólica al más igualitario cable coaxial, que inauguró la TV por cable en el país y trajo por fin a las pantallas colombianas esa dieta audiovisual indispensable para el hogar moderno, compuesta de noticias las 24 horas, documentales sobre fieras exóticas, series gringas, telenovelas, realities, programas infantiles y pornografía.
El nuevo elemento en el paisaje audiovisual se llama Netflix. Se trata de un servicio de cine y series de televisión que se transmiten por Internet directo al televisor, teléfono o computador del suscriptor. Entre los aficionados a ver cine en casa no se habla de otra cosa. Promete un catálogo cuasi infinito de donde escoger, ya que no necesita mantener un inventario físico de DVDs. No gasta casi nada en personal ni arriendos, de manera que se permite ofrecer precios muy bajos. En EEUU su impacto fue tal que se le considera —junto a la piratería— responsable de la quiebra de Blockbuster.
Pero hasta ahora la oferta de Netflix en Colombia es peor que una desilusión: es paupérrima. El negocio de la transmisión de contenidos online —cine, música, libros, etc.— sigue enredado en una maraña de leyes divergentes por región que hacen que, en un mundo globalizado e integrado comercialmente, sea prácticamente ilegal vender un CD o una película de un país a otro. Tenemos los Ferraris de la tecnología y las comunicaciones modernas para transmitir cine, TV y música a nuestro antojo, pero nos toca andarlos sobre los caminos de herradura de un marco legal decimonónico.
Mientras no se despejen esos obstáculos que pretenden defender los derechos de autor y la propiedad intelectual utilizando barreras incongruentes con el mundo actual, no podremos aprovechar la oferta de servicios como Netflix o como la tienda de música en línea de Apple. Y como mientras tanto los canales tradicionales de distribución desaparecen, no nos van quedando muchas alternativas. Por suerte aún contamos con las pocas tiendas de alquiler que todavía sobreviven.
Y con la piratería.
Una versión de esta columna apareció en El Heraldo de Barranquilla el 19 de septiembre de 2011.
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